Julian Barnes. Foto: María Teresa Slanzi

Su último libro, 'El sentido de un final' (Anagrama), que acaba de presentar en Barcelona, le ha valido el Premio Man Booker, un prestigioso galardón que se suma a la ya colmadísima lista de medallas en el suculento currículum

Corría el año 1983 cuando la revista londinense Granta empezó a hablar de la obra narrativa de unos jóvenes entre los que estaban Ian McEwan, Martin Amis, William Boyd y el propio Julian Barnes. Estos novísimos autores, a los que se ha llamado desde entonces la Generación Granta, hablaban con gran sensibilidad de los temas más profundos que atañen al hombre moderno a la vez que se mostraban seriamente críticos con la realidad social del momento. A lo largo de los años todos ellos han ido sacando al mercado historias que han conectado de manera muy íntima con los lectores del mundo entero, ficcionando pequeños tratados de filosofía contemporánea y demostrando, además, que la calidad literaria y la originalidad de pensamiento no están reñidas con un abrumador éxito de ventas.



Julian Barnes, nacido en Leicester (1946), educado en Oxford y con unos cuantos galardones a sus espaldas entre los que se cuenta el E. M. Forster, el Somerset Maugham, el Médicis y el William Shakespeare, pasa por Barcelona para presentar su último libro, El sentido de un final. El autor de Antes de conocernos y El loro de Flaubert, dos historias con las que fascinó al mundo entero, y el avispado escritor de crime fiction escondido bajo el pseudónimo de Dan Kavanagh, aborda en las páginas de esta inteligente novela algunas de sus principales inquietudes, como son el paso del tiempo, el uso o desuso de la memoria y la inevitable llegada de la muerte.



"Apenas recuerdo cómo se gestó esta historia (explica Barnes), porque cuando te adentras en la escritura de una novela te dejas absorber tanto por ella que acabas perdiendo la referencia de cuál fue el punto de partida. Pero lo que sí recuerdo son las interminables conversaciones (telefónicas y por email) que mantuve con mi hermano antes de ponerme a escribir estas páginas. Él es filósofo, está especializado en Aristóteles y la escuela presocrática y vive en Francia. Le comenté que iba a escribir sobre la familia y él, en vez de presionarme para que contara esto o aquello, me dejó vía libre y me animó a bucear en mi imaginación. Según él la mayoría de nuestros recuerdos son falsos porque nuestra memoria también lo es. Y en esta novela reflexiono sobre el uso que hacemos de esta capacidad para recordar, a pesar de que manipulamos y tergiversamos todo lo que recordamos. Y la apabullante realidad es que no podemos fiarnos de nuestra memoria".



Educado y locuaz, muestra en todas sus respuestas el proverbial sentido del humor británico que él define como "la mejor manera de abordar las cosas más serias de la vida", Barnes reflexiona también sobre la muerte, "ese pacto implícito en el contrato que firmamos nada más nacer y que, no obstante, nos empeñamos en mantener al margen de nuestra vida". Y el desencadenante que le llevó a profundizar, una vez más, en el sentido de la muerte en estas páginas fue un impactante hecho que le ocurrió poco antes de ponerse a escribir esta novela. Un día, en el metro de Londres, se encontró a un amigo del colegio. Tras un rato de charla en el que se pusieron al día de sus respectivas vidas, Barnes le preguntó por Brilliant, otro compañero de infancia al que siempre había admirado por su proverbial inteligencia. Y el impacto fue terrible cuándo el amigo le informó que Brilliant se había suicidado hacía veinticinco años. "Me impresionó muchísimo enterarme de que ese amigo al que yo recordaba muy a menudo y que seguía vivo en mi memoria, llevaba más de veinte años muerto. Y ese episodio inspiró el suicidio de uno de los personajes de mi novela", aclara el autor. "Llevo pensando en la muerte desde que tenía 12 años (añade) y no he alcanzado ninguna conclusión ni he descubierto nada interesante".



La vejez y el paso del tiempo, otro de los temas capitales de la obra de este escritor, se asoman a estas páginas homenajeando, una vez más, a su admirado Gustave Flaubert. "A medida que envejecemos el corazón se nos va desnudando, como los árboles", escribió el autor francés. Y ese pensamiento, que ya aparecía citado en El loro de Flaubert, flota también entre las líneas de El sentido de un final. "La vejez es otro de los grandes miedos de la sociedad moderna. A medida que envejecemos el contraste entre lo que creímos que sucedería en nuestras vidas y lo que realmente ha pasado se hace grande y aparecen el arrepentimiento y el sentimiento de culpa. La sociedad nos presenta, además, una ilusión de la vida humana como algo que cada uno puede crear personalmente, que está bajo nuestro propio control, y eso es mentira. La pena es que no lo descubrimos hasta que es tarde".