Toni Morrison. Foto: Javi Martínez
Mis alumnos de “Narrativa Norteamericana” en la Universidad de Alcalá conocen sobradamente mi devoción académica por Toni Morrison (Lorain, Ohio, 1931), autora esencial en el programa. Una admiración ajena a nuestra relación de amistad, y fundamentada en el valor literario de novelas como La canción de Salomón (1977) y Beloved (1987), auténticas obras maestras fundamentales en la historia literaria de los Estados Unidos, y que le valieron la concesión del premio Nobel en 1993.
Volver, el último de los diez títulos que conforman su corpus literario, se asemeja poderosamente al anterior, Mercy (2008, Una bendición). En aquella novela, el estilo narrativo de Morrison derivaba hacia postulados muy al estilo de Hemingway: frases cortas, precisas, incisivas, donde cada adjetivo, por su escasez, alcanza un significado trascendente. Sacrificaba en cierta forma la redacción colorida de sus primeros títulos en beneficio de la participación del lector, obligándole a realizar una lectura mucho más activa. Esos postulados son desarrollados hasta sus últimas consecuencias en Volver. También debo reconocer que la tradicional tendencia alegórica de Morrison, desde la primeriza The Bluest Eye (1970), ha derivado hacia postulados “buenistas” excesivamente moralizantes que desembocan en un desenlace catártico cuyo sentido no acabo de entender del todo, aunque resulta realmente encomiable esa estructura narrativa fragmentada, típica de Morrison, entre el pasado y el presente, como las piezas de un rompecabezas que finalmente acaban por encajar de forma armónica y natural.
En Volver se cuenta la historia de Frank Money, un joven negro veterano de la Guerra de Corea que ha regresado hace un año a los Estados Unidos -la acción se sitúa a mediados del siglo XX. El protagonista debe acudir en ayuda de su hermana Ycidra, “Cee”, que ha caído en manos de un desalmado doctor, una suerte de Mengele, interesado en la “eugenesia”, que la utilizará como conejillo de indias en sus inhumanos experimentos. Frank ha recibido una preocupante misiva -“Ven cuanto antes. Ella habrá muerto si tardas mucho.” (p. 15)- y el hermano lo abandona todo para salvarla. Ese es el hilo argumental, pero en absoluto refleja el contenido de la obra.
Tras la experiencia bélica, la vida de Frank se ha convertido en un infierno personal y social. O, mejor dicho, a lo largo de su vida, el tiempo pasado en el campo de batalla ha sido el único con algún sentido: “Al menos en la batalla hay un objetivo, emoción, audacia y algunas oportunidades de ganar junto a muchas de perder. La muerte es cosa segura, pero la vida es igual de cierta” (p. 91). Él fue el único superviviente de sus amigos y, además no puede olvidar la imagen de una inocente niña coreana brutalmente asesinada por un soldado. Los recuerdos de los horrores y atrocidades de la guerra representan una herida que tal vez nunca cicatrice. En cuanto a su vida actual, le resulta difícil integrarse en una sociedad racista después de haber luchado en un ejército integrado donde el valor de un hombre no se medía por el color de su piel. Pero la tragedia de su vida incluso antecedió a la guerra; apenas cumplidos los 4 años su familia, junto con otras 14, fueron expulsadas de sus casas, “Veinticuatro horas, les dijeron, o atenéos a las consecuencias. Las ‘consecuencias' eran la ‘muerte'.” (p. 17) Su destino fue Lotus, Georgia, “el peor lugar del mundo, peor que cualquier campo de batalla.” (p. 91) Allí vio cómo un hombre negro era asesinado, y cómo, tras la muerte de sus padres, quedaron al cuidado de sus abuelos, en una experiencia especialmente dolorosa para Cee que se veía continuamente despreciada por Lenora, la esposa del abuelo.
En mi última reseña, Los pájaros amarillos, de Kevin Powers, mencionaba la novela de Larry Heinemann, La historia de Paco. Entendía, y entiendo, que se trata de una de las primeras novelas de temática bélica donde se “presta más atención a las secuelas de la violencia que a la acción”. Disculpen la siempre vanidosa “autocita”, pero esa afirmación resulta idónea para definir una de las características fundamentales de esta novela, con la única variación de que ahora no es Vietnam, sino Corea.
La acción se inicia con Frank internado en una suerte de hospital psiquiátrico donde ha sido recluido por la policía aunque no sabe muy bien qué ha hecho. Logra escapar del centro y con la ayuda de quienes va encontrando en su camino logra llegar a su destino. Esa voz interior de Frank se transmite mediante una sucesión de monólogos interiores al inicio de cada capítulo. Es en ellos donde el lector tiene conocimiento de sus sufrimientos hasta llegar al desenlace, una confesión de lo acaecido con aquella pequeña coreana que murió intentando sobrevivir. Pero, al mismo tiempo, el narrador omnisciente también transmite, y avala, lo expuesto por el protagonista. Su relación sentimental con Lily refleja el deterioro mental: “Vivir con Frank fue glorioso al principio… Lily había empezado a sentirse más molesta que asustada cuando volvía del trabajo y lo veía sentado en el sofá mirando al suelo. [...] No se movía ni llamándole por su nombre [...] Ay, pensaba ella. La guerra todavía le atormentaba” (pp. 84-5). Pero además de los fantasmas que acechan a Frank -y, dicho sea de paso, una novedad en sí mismo, pues la tendencia general de la autora es utilizar protagonistas femeninas-, esta novela se enmarca en el recorrido histórico que Morrison nos viene ofreciendo de la esclavitud, de sus perversiones, en los Estados Unidos.
Es una interpretación del conjunto de su obra que favorece la perspectiva temporal, y que resulta especialmente explícito en las obras publicadas en este siglo. En Una bendición se remontaba hasta el siglo XVII, cuando la esclavitud era legal; la historia de Christine y Heed en Love (2003) recreaba la “ilusión” de igualdad racial en el momento actual. En Volver son los convulsos momentos en torno a la lucha por los derechos civiles los que sirven de escenario. En su peregrinar, Frank conocerá casos como el del niño con un brazo inválido por un disparo de un policía blanco.
A lo largo de la obra nos acompaña una continua sensación de alienación, de desasosiego, que alcanza la cima en un episodio aparentemente intrascendente: Frank entra en un local donde un trío está tocando scat y bebop. La canción ha concluido pero “el batería había perdido el control. [...] Al cabo de largos minutos, el pianista se puso de pie y el trompetista dejó su trompeta. Levantaron los dos al batería de su asiento y se lo llevaron. Continuaba moviendo las baquetas siguiendo un ritmo tan intrincado como mudo. El público aplaudió con respeto y simpatía”. (p. 119). Y en la página siguiente leemos: “No sabía [Frank] qué haría al encontrar a Cee. Quizá, como le había sucedido a aquel batería, el ritmo tomara el mando.” (p. 120) La alegoría de Morrison “at her best”. No es el único caso. Cuando Frank abandona a Lily para ayudar a su hermana, la mujer encontró un monedero en la calle. Al regresar a casa, Lily esparció las monedas encima de la cama -no olvidemos que el apellido de Frank es Money, y “se le antojaron un intercambio perfecto. En el hueco vacío de Frank Money brillaba dinero de verdad. ¿Quién podía malinterpretar una señal tan inequívoca?” (p. 90)
También encontraremos esa fina ironía que logra abrirse camino incluso en las situaciones más sórdidas. Muchos recordarán el nombre de la calle donde vivían los personajes de La canción de Salomón, “Esta no es la calle del doctor”. En este caso el apellido del protagonista, Money -Dinero-, es objeto de chanza y broma: “A las mujeres les entran ganas de hablar conmigo en cuanto oyen mi apellido. ¿Money? ¿Dinero?... Cuando les digo mi apodo, cómo me llaman mis amigos en el pueblo, Dinero Fácil, se parten de risa y dicen: claro, porque no hay dinero que sea fácil, lo único fácil son los tíos.” (p. 76).