José García Abad

En 'Don Juan, náufrago de su destino' (La Esfera de los Libros), José García Abad retrata al único personaje en la historia de España que sólo pudo ser monarca después de muerto. El autor de 'La soledad del Rey' sigue a don Juan desde su nacimiento en el palacio de La Granja hasta su regreso a España tras cuarenta y cinco años de exilio. Los encontronazos con su hijo Juan Carlos, el distanciamiento de su esposa, doña María de Borbón, y las tensas relaciones con el presidente Adolfo Suárez son algunos de los aspectos que aborda el libro, del que se puede leer a continuación el primer capítulo.




Capítulo 1: El Rey Juan Carlos habla a su padre moribundo

-Señor, os puede parecer una simpleza, pero debo decíroslo -Fernando Almansa, jefe de la Casa de su majestad, titubeaba y se calló esperando la reacción de don Juan Carlos, a quien nunca había visto tan abatido.



-Pues dímelo de una puñetera vez -replicó impaciente, áspero, el monarca.



Don Juan Carlos es de natural cordial, campechano hasta lo dicharachero, incluso lo chabacano, pero tiene arranques de frialdad heladora. En aquel momento no estaba en vena de amabilidad. A veces le sale la vena Orleáns, heredada de su madre. El vizconde de Almansa, como otros servidores de la Casa, había sufrido en sus carnes aquellos prontos, cuando el rey fulminaba con la mirada o, si la cosa le había afectado en lo más hondo y se le hinchaban sus abundantes narices borbónicas, su majestad estallaba en cólera. Los más veteranos de La Zarzuela recordaban la indignación que le produjo sentirse relegado en la recepción organizada para celebrar su santo, el 24 de junio, día de San Juan, en 1980.



Los invitados, políticos y periodistas, hacían corrillos en torno a Adolfo Suárez, Felipe González o Santiago Carrillo y ni siquiera el primero, el presidente que él había nombrado, parecía reparar en su presencia mientras los demás políticos se dedicaban a lo suyo: a ver, ser vistos e impartir doctrina en pequeñas ruedas de prensa de formato «corrillo». Meses después, el 2 de noviembre, en una recepción en la embajada de España en Jakarta, el rey estalló a lo grande. José Pedro Pérez Llorca, a quien llamaban por su blanca cabellera el Zorro Plateado, y a la sazón ministro de Asuntos Exteriores, acompañaba a los reyes de España en su visita oficial a Indonesia. El soberano ofreció una recepción a la colonia española en la embajada, momento que el ministro aprovechó para organizar en un rincón una rueda de prensa. De pronto, don Juan Carlos dejó a los invitados con la palabra en la boca y a grandes zancadas se dirigió hacia la salida del salón: «¡A mí no se me hace esto!». Era el cumpleaños de la reina y doña Sofía, corriendo tras él, le decía: «Juanito, por favor, Juanito», mientras el rey gritaba: «Ni Juanito ni hostias».



Poco después caía Suárez y se producía una intentona de golpe de Estado de la que don Juan Carlos salió consolidado y santificado, así que a partir de aquel momento histórico no volvió a sufrir desatención alguna. El rey refunfuñaba de vez en cuando retroactivamente cuando leía artículos periodísticos o declaraciones de políticos que dictaminaban que, tras sofocar el golpe de Estado del 23 de febrero de 1981, el rey se había ganado la corona. «¡Cojones! », exclamó un día delante de Sabino Fernández Campo y de su amigo y administrador privado Manuel Prado y Colón de Carvajal. «Como si me hubiera estado tocando los huevos hasta ahora, como si no me la hubiera ganado toreando a Franco y a mi señor padre y aguantando a doña Carmen Polo y sus paniaguados, a Carlos Arias... Y no quiero contarte del yerno, del marqués y del primo Alfonsito, el yerno del yerno y…». Almansa se consolaba con la evidencia de que el «jefe» solo montaba en cólera con sus subordinados directos, con el equipo de La Zarzuela o con su familia y los amigos más íntimos. Es decir, con los elegidos, entre los que se encontraba él gracias a las argucias de Mario Conde cuando el rey y don Juan, agonizante, veían por sus ojos y oían por sus orejas. El «maltrato» -constataba el vizconde tratando de convertir la aspereza del rey en un regalo- es un privilegio para unos pocos.



El trabajo es el trabajo y el Borbón conoce perfectamente el oficio que le obliga a estrechar manos con calor, arriesgando el reloj, a proporcionar abrazos rompehuesos, a dirigirse por el nombre de pila y aplicar el tuteo borbónico a cuantos se acercan a él, un tuteo del que exceptúa, ciertamente, a la clase intelectual.



-Cuéntamelo de una vez, Fernando, si tan importante crees que es.



-Señor, al entrar en la clínica se me ha acercado una señora mayor que me ha dicho que es vidente...



-No me jodas, Almansa -el apellido o el título del interlocutor, que es el apellido de los nobles, solo los utiliza cuando se cabrea. En este caso casi coincidían ambos: el jefe de la Casa se llamaba Fernando de Almansa y ostentaba el título de vizconde del Castillo de Almansa.



-Señor, yo no creo, en general, en estas cosas, pero en la vida me he encontrado con gente que me ha hecho recapacitar. Esa señora no tenía pinta estrafalaria. Iba bien vestida, bien peinada y se expresaba bien. Por si acaso le he pedido el DNI y he anotado su nombre y sus señas.



-¿Vas a contarme de una puta vez lo que te dijo o...? Y por favor, dímelo muy resumidito.



-Señor, la vidente me mandó un recado para su majestad. Me dijo con mucha emoción: «Dígale al rey que cuando visite a don Juan, su padre, que no deje de hablarle. Que mientras le hable no se muere».



-¿Tú qué piensas, Rocío?



-Hágalo, señor, yo también he oído eso. Quién sabe...



Rocío Ussía Muñoz-Seca había sido la fiel compañera de don Juan durante casi dos décadas, desde que en 1976 vino este a vivir a España hasta que, ahora, agonizaba en la habitación 601 de la Clínica Universitaria de Pamplona. Rocío fue secretaria para todo, enfermera, confidente y amiga.



Hay que destacar también la presencia en este momento de Jesús Velasco, el fiel criado y amigo de don Juan, un personaje excepcional que mientras duró el internamiento de don Juan en la Clínica Universitaria de Pamplona no se separó del enfermo, durmiendo en el cuarto de al lado, siempre pendiente de lo que pudiera acontecerle a su señor. Rocío se ocupaba de que no le faltara compañía y, sobre todo, de tasar las visitas, controlar la duración de las mismas y de que no le molestaran con irrupciones incómodas.



Ella y el ayudante de don Juan, Teodoro Leste, llevaban la agenda de visitas con rigor y todo el mundo, incluidos los reyes y demás familia, consultaban con ellos si las circunstancias aconsejaban acercarse a la cama del ilustre enfermo.



Don Juan había tenido tres ayudantes desde que su hijo fue designado rey, elegidos todos ellos por este y, por cierto, muy bien elegidos. El primero fue Perico Lapique, marino, hermano de Manolo, vizconde de Villamiranda, padre de Cari Lapique y suegro de Carlos Goyanes, que estuvo casado con Pepa Flores, Marisol, un matrimonio muy celebrado entre la jet-set marbellí. Perico entretuvo a don Juan introduciéndole en el mundillo farandulero, a veces de forma un tanto imprudente. El segundo ayudante fue Francisco Fernández Núñez, Faco, que atendió a don Juan de manera correcta pero sin implicarse emocionalmente en exceso. Y por último llegó Teo Leste, para quien don Juan estaba por delante de todo, incluida su propia familia. Don Juan Carlos estaba convencido de que Teo era el hombre adecuado para acompañar a su padre hasta el final de sus días.



El rey entró en la habitación 601 rumiando algo entre dientes. Teo Leste pidió a Tere Espadas, la enfermera responsable de la planta sexta, donde se instaló a don Juan y que había sido dedicada en exclusiva al ilustre enfermo, que cuidara de que nadie más entrara en la salita, que nadie interrumpiera la última conversación entre el padre y el hijo. Ni siquiera la enfermera ni el doctor Azarza, el médico que mantenía a don Juan sedado.



-Dejemos que don Juan Carlos se explique con el señor -rogó Teo a los presentes-. Que no entre nadie o parecerá que su majestad se ha vuelto loco, hablando solo.



-Bajemos todos a la cafetería -sugirió Rocío- y dejémoslos solos, que ellos tienen mucho de que hablar.



Dentro solo hablaba el rey, entrecortado por las lágrimas que le costaba dominar; pero quién sabe si el moribundo, aunque muy sedado, escuchaba y lo entendía a su manera. Eso quería creer su hijo, quien habría dado su vida porque le escuchara todo lo que tenía que decirle. Era la una y media de la tarde y los presentes -la reina, las hijas del enfermo Pilar y Margarita, el vizconde de Almansa, Rocío Ussía y Teo Leste se dirigieron al comedor de abajo a tomar algo.



No me preguntéis cómo sé yo lo que le dijo el rey a su padre en aquel momento, quizás el más solemne de sus vidas, pues no quiero comprometer a nadie, pero el caso es que este cronista puede dar fe de lo que ocurría en la habitación 601. «Era tremendo -me confió mi fuente- escuchar a don Juan Carlos en un monólogo que empezó solemne, pero que pronto transitó por la calidez de lo más humano, de la sincera conversación entre un padre y un hijo que habían aplazado indefinidamente explicarse sobre aspectos dolorosos de la epopeya que vivieron». En efecto, nunca decimos todo lo que debemos y queremos decir hasta que es demasiado tarde. Ahora el rey se explayaba a gusto sin molestarse en reprimir las lágrimas. Abundaron las frases que pedían comprensión ante esas conductas que tanto dolieron a don Juan, trufadas con expresiones de arrepentimiento, pero no faltaron reproches por determinados descuidos e incomprensiones que le hicieron sufrir lo indecible.



-Tenía que decírtelo, papá -murmuró en voz casi inaudible.



Luego soltó una carcajada impropia del dramatismo del momento. Don Juan Carlos, arrastrado por la emoción del discurso, había olvidado que velaba a un moribundo. Lo que provocaba la hilaridad del monarca eran recuerdos de algunos episodios que ambos compartieron en relación con Nicolás Franco, el hermano mayor del Caudillo, que estaba de embajador de España en Lisboa cuando padre e hijo iniciaron el exilio en Estoril. De vez en cuando se le oía decir: «Joder, papá».



-Papá -arrancó don Juan Carlos tras un carraspeo que le aclaró la voz temblorosa y apenas inteligible a causa del llanto contenido-. Ya sé que te inferí una herida que te llevas a la tumba, que te arrebaté aquello por lo que habías luchado a lo largo de toda tu vida. Sí, sí, de acuerdo, desde la muerte del abuelo tú eras el rey según establecen las leyes de la monarquía, nuestras leyes. Sí, sí, de acuerdo y, por favor, no te alborotes, papá, sé el profundo disgusto que te produjo mi juramento de la ley que me nombraba sucesor de Franco a título de rey. Y cuando murió Franco y me coronaron sé que te asaltaron sentimientos encontrados. Me viste por televisión en París, en casa de los Marianao y no pudiste evitar las lágrimas al verme acatar la monarquía de Franco, mandando a hacer puñetas la legitimidad de la dinastía al aceptar ser un rey instaurado por obra y gracia del Caudillo para continuar su obra. Pero al mismo tiempo hacías notar entre lagrimas, con orgullo de padre, lo bien que me estaba desenvolviendo. Pero hablemos con calma y con absoluta sinceridad, papá, que esta es la hora de la verdad. Una hora en la que no valen cuquerías. Reconoce conmigo que, cuando acordaste con Franco que vendría a estudiar a España, sabías lo que iba a ocurrir. Tu, papá, tendrías tus razones, pero reconoce que nunca rompiste con Franco ni él contigo. Establecisteis una especie de protocolo tácito, un «modus relacionandi» o como quieras llamarlo.



Tú sabías que la corona solo podía venir de su mano y no te importó rodearte de monárquicos que en su inmensa mayoría, salvando a cuatro o cinco, eran franquistas. En realidad, más franquistas que monárquicos. Me duele decírtelo en estos momentos, pero debes reconocer, papá, que Franco jugó contigo, como quiso, en un juego cruel: «¿Ves la corona? Ahora no la ves». Se hizo un profundo silencio, que mi fuente atribuyó a la formación de un nudo en la garganta real. Incluso le pareció percibir unos sollozos. Quizás aquel silencio solo durara un minuto, pero a mi informante le pareció interminable.



-Yo me sentí muy mal -reinició su monólogo el rey con un hilo de voz- cuando Franco me llamó a su despacho para informarme de que era su voluntad que le sucediera a título de rey. Me miró con esos ojos suyos, fríos como el hielo, inquiriendo una respuesta inmediata. No me dio opción a consultarlo contigo, créelo, papá. Créeme ahora, que ya sé que nunca te lo has creído del todo, pero créeme en este momento en el que no queda lugar ni tiempo para el disimulo -el rey hablaba ahora con vigor-. ¿Habrías preferido que rechazara la oferta del Caudillo? ¿Que este hubiera elegido rey al marido de su nieta, a Alfonsito, al hijo del desgraciado tío Jaime, y poner de reina a Carmencita? Pero lo importante era la restauración de la monarquía, a cuya continuidad estamos tú y yo obligados por el bien de España, aunque en aquellos momentos tuviera que tragar con todo lo que exigía el Caudillo. Recuerdo con mucho dolor lo que ocurrió en el bautizo de Felipe. Al acabar la ceremonia yo me precipitaba a acompañar al Caudillo a la salida y tú me agarraste por el brazo y trataste de impedirlo. Me dijiste: «Guarda un poco de dignidad y no pierdas el culo tras el general».



Yo me zafé de tu mano que apretaba con fuerza de forma un tanto violenta y seguí al Caudillo hasta la puerta sintiendo en mi cogote tu mirada de reprobación. Como si yo estuviera en condiciones de desairar al jefe del Estado cuando mi primera preocupación era ganarme su confianza, cuando él era casi mi único mentor frente a los falangistas, la familia de Franco y, sobre todo, su esposa. Sin olvidar el desafecto hacia nosotros de la oficialidad joven del ejército. Don Juan Carlos era consciente de que Franco pudo designar a un pretendiente de otra línea dinástica y hasta inventarse un príncipe nuevo para encabezar, con madre azul mahón como la camisa falangista, la monarquía del 18 de Julio. Inicialmente Franco estuvo tentado de nombrarse a sí mismo rey al modo de Napoleón, como le aconsejaron algunos devotos. Y a punto estuvo de decidirse por una solución mixta monárquico-franquista nombrando sucesores a don Alfonso de Borbón Dampierre, hijo del infante mudo, Jaime, y a su propia nieta, Carmen Martínez-Bordiú Franco. Con habilidad, pragmatismo y alguna dosis de maldad optó por la línea ortodoxa que encabezaba don Juan, pero saltándose a este, de quien desconfiaba y a quien puso todo su empeño en desprestigiar.



Los monarcas españoles son ante todo monárquicos. El colmo del pragmatismo lo ofreció la reina Victoria Eugenia cuando vino a España para amadrinar en su bautizo a su biznieto Felipe. La anécdota procede del gran historiador monárquico Jesús Pabón, quien fue director de la Real Academia de la Historia. A él se la había relatado confidencialmente el duque de Alba y Pabón la transmitió a su colega y también prestigioso historiador monárquico Carlos Seco Serrano. La reina mantuvo un breve encuentro en privado con el dictador y aprovechó la ocasión para decirle, en esencia: «Ahora tiene usted, general, tres generaciones, tres Borbones para elegir: Juan, Juanito y Felipe. El padre, el hijo y el nieto. Decídase por uno de ellos». La veracidad de esta anécdota ha sido, sin embargo, negada vehementemente por Jaime Peñafiel, quien mantuvo con el historiador monárquico Carlos Seco Serrano una agria polémica al respecto. Según Peñafiel se lo desmintió la propia reina en una entrevista que mantuvo con ella en Lausana poco antes de que la viuda de Alfonso XIII muriera. Seco le rebate, indignado de que el periodista pueda dudar de la palabra de Pabón, «una persona incapaz de desvirtuar en lo más mínimo la verdad».



La nota de Pabón sobre este acontecimiento se encuentra archivada, con carácter de «apunte reservado», en la Real Academia de la Historia, con fecha de 18 de febrero de 1968.