Ben Lerner. Foto: Matt Lerner
Me ha entusiasmado Saliendo de la estación de Atocha. Desde la magnífica escena inicial en el Prado, es uno de esos libros sin trama en los que un autor de vida más bien corriente cuenta cosas que se parecen mucho a su propia vida corriente. Vale la pena que el lector sepa que se trata de este tipo de novela. También conviene avisar de que lo anecdótico, que a veces llega a ser muy ligero y divertido, se mezcla con la reflexión estética, política, sociológica. Que, por otra parte, también es divertida, porque la inteligencia siempre lo es y porque el narrador no trata una cosa y la otra de forma distinta. Es un poeta, un estudiante de literatura: en su vida, pensar en Ashbery no es más ni menos importante que follar. O digámoslo de otra forma: el que folla y el que se pregunta en qué consiste leer poesía son la misma persona. Un tipo bastante gracioso, por cierto. Dicho todo esto, creo que Lerner ha escrito un libro muy bueno. Tiene un tono peculiar, que puede recordar a Vila-Matas, citado en alguna entrevista por el autor: ¿no resulta vila-matiano un protagonista que afirma sentirse "como un personaje de El pasajero, una película que no había visto"? ¿No está en sintonía con el autor de Bartleby y compañía esa descacharrante escena de picaresca charlista en la que nuestro joven poeta intenta sobrevivir a su participación en una mesa redonda sobre un tema del que no sabe nada, pero nada de nada? Y ahora, una fórmula de cintilla de libro: ¿se imaginan la prosa de Bernhard al servicio de Jacques Tati? Pues algo así parece Lerner en ocasiones, con derivas propias de Peter Sellers, como al explicarnos su técnica facial para expresar un "desdén que confiaba en que se entendiera como político" cuando asiste a fiestas de gente más rica y atractiva que él. Y luego, tenemos esta frase para demostrar que Lerner nos conoce, que ha hecho trabajo de campo en ciertos bares españoles: "no paraban de saludarme modernos que pasaban por allí". Cada lector deberá decidir, según sus convicciones, cuánta displicencia puede albergar la palabra "modernos". Yo creo que mucha.
Por supuesto, aquí la clave -una de ellas- es la prosa: "una ola", escribe Lerner dos veces para explicar lo que debe lograr el lenguaje (y en su espléndido poemario Angle of Yaw usaba la misma expresión, nada casualmente, importada de la galaxia Ashbery). "Mucho más que cualquier argumento o sentido convencional, me importaba la mera direccionalidad que sentía al leer prosa, la textura del tiempo al pasar, la máquina blanca de la vida", dice el narrador a propósito de Tolstói. Así es esta prosa hecha de disyuntivas, de posibilidades planteadas por la especulación o la traducción o la confusión; que se alarga y acorta, que sirve para narrar o para fliparse; esta prosa nerviosa y automática cuando el personaje se pierde en Barcelona, sonámbula cuando ha tomado demasiadas pastillas, ensayística y poética a gusto del autor. Lerner escribe muy bien, y además sin afectación. Es la prosa de un poeta, pero en la división de los que no se la pegan al dar el salto narrativo. Y la traducción de Cruz Rodríguez Juiz le hace justicia; menos mal, porque esta novela también habla sobre la traducción como jardín en el que perderse y hacer hallazgos: "Teresa leería los originales y yo leería las traducciones y las traducciones se convertirían en los originales conforme leyéramos".
Todo ese talento estilístico logra que Saliendo de la estación de Atocha tenga una vitalidad a la que los críticos traicionaríamos si nos empeñáramos en señalar "el tema" de la novela. Pero sí hay temas que la atraviesan, claro. En lo más alto, la idea de fraude, la sospecha de que la vida es una forma de inautenticidad: "¿Quién no ocupaba una del puñado de posiciones del sujeto prefabricadas que brindaba el capital o como quieras llamarlo, mintiendo cada vez que decía ‘yo'; quién no actuaba un poco en un publirreportaje de la vida dañada emitido en bucle?". Derivando de ahí, la pregunta sobre el arte y una de sus formas más inútiles, la poesía, cuya inutilidad tal vez es un "no" pronunciado frente a "lo real"... Aunque a "lo real" le dé igual ese "no". En esto hay algo de modernidad clásica -la paradoja es deliberada-, algo de Baudelaire sin anacronismo; un poquito, se me ocurre, como en Franzen resuena el realismo clásico. ¿He aquí un síntoma de época? No sé. Y finalmente, a propósito de esa realidad mencionada, Adam Gordon juega a estar perdido y despistado, pero no lo está: "Por qué pensaba, por qué pensaban todos que morir en un ataque terrorista estaba más ligado a la lógica inexorable de la historia que morir en un accidente de tráfico o de cáncer de pulmón, no lo sabía. Le dije a Teresa que derivaba de nuestro empobrecido sentido de la política, que no podíamos pensar en el coche o el cigarrillo como si fuera Titadine porque ello nos obligaría a enfrentarnos a nuestro modelo económico".