Foto: Jaime Villanueva

Traducción de F. Caballero y V. Campos. Ariel, 2013. 347 pp. 21'90 e. Ebook: 9'99 e.



"Ningún hombre, a menos que sea un zoquete, escribe como no sea para ganar dinero", declaró Samuel Johnson. A medida que Internet va destruyendo el modelo empresarial en el que se ha apoyado históricamente al periodismo, al cine, a la música y a la televisión, la opinión generalizada en Silicon Valley es que Johnson estaba equivocado. "La información quiere ser libre, porque el coste de difundirla es cada vez menor", han insistido los activistas tecnológicos, citando al pensador tecnológico Stewart Brand. (De hecho, Brand dijo en el mismo discurso de 1984 que, por otra parte, "la información quiere ser cara, porque es muy valiosa"). Según la opinión mundial encarnada por Google y Facebook y muchas de las mejores mentes del mundo jurídico y de la comunidad del interés público, el negocio de la cultura se está hundiendo porque los ejecutivos de los medios de comunicación de la vieja escuela que dirigen Hollywood, la televisión por cable, las compañías discográficas y los periódicos no han conseguido adaptarse a las expectativas de una nueva y exigente generación de consumidores de medios de comunicación que quieren películas, música, noticias y libros gratis allá donde se conecten.



En Parásitos, un libro que debería cambiar el debate sobre el futuro de la cultura, Levine sostiene que Samuel Johnson tenía razón, y que son las empresas de Silicon Valley, que actúan movidas por su propio interés, las que están equivocadas. "El verdadero conflicto en internet", escribe Levine, "se produce entre las empresas de medios de comunicación que financian una gran parte del entretenimiento que leemos, vemos y oímos, y las empresas tecnológicas que quieren distribuir su contenido, legalmente o de otra manera". Al ofrecer un contenido por el que no pagan, o al vender un contenido muy por debajo del precio que cuesta crearlo, afirma Levine, los distribuidores de información y de entretenimiento como YouTube y The Huffington Post se convierten en "parásitos" de las empresas de medios de comunicación que invierten sustanciosas sumas en periodistas, músicos y actores; los distribuidores empujan a la baja los precios de una manera que absorbe la savia de los que crean y financian los mejores logros de nuestra cultura. El resultado es "una versión digital del capitalismo", en la que los distribuidores parasitarios se llevan todos los beneficios económicos de Internet reduciendo los precios, y los proveedores de cultura se ven obligados a recortar los costes. Esta dinámica, afirma Levine, destruye el incentivo económico para crear la clase de películas, de televisión, de música y de periodismo que los consumidores exigen, y por los que, en realidad, están dispuestos a pagar.



La historia de Levine empieza como una lucha por los derechos de autor. Entrevista a Bruce Lehman, un ex alto cargo de Clinton que defendió las políticas que desembocaron en la Ley de Derechos de Autor Digitales del Milenio. Lehman asegura que se suponía que la ley de 1998 equilibraría los intereses de las empresas tecnológicas y los de los artistas y las empresas de medios de comunicación. Ahora se lamenta de que haya tenido una consecuencia indeseada al enriquecer a las empresas tecnológicas y acabar con los artistas y las empresas de medios de comunicación.



Levine no es un ideólogo que esté a favor de los derechos de autor: reconoce que existen muchas buenas razones para reformarlos, incluido el hecho de que los plazos de los derechos de autor son demasiado largos y de que las sanciones financieras por su incumplimiento pueden ser demasiado elevadas. Pero afirma que el problema más importante hoy en día con los derechos de autor es que sus protecciones se han vuelto irreales en una época en la que las películas y la música, producidas tanto por artistas independientes como por los grandes estudios, están disponibles en sitios piratas incluso antes de que estrenen. Como es difícil hacer que se cumplan las leyes sobre los derechos de autor, los medios de comunicación tienen poco margen cuando negocian las condiciones financieras con los distribuidores. Y por eso, se ven casi obligadas a regalar su material. Eso es lo que ocurrió en el sector musical que, asustado por la proliferación de archivos compartidos pirateados en Napster, cerró un mal acuerdo con iTunes que permitió a Apple sustituir la venta de álbumes de 15 dólares por canciones de 99 centavos. "Incluso si siguen aumentando", escribe Levine, "esas ventas de canciones a 99 centavos no llegarán a compensar ni de lejos el correspondiente descenso en las ventas de CD". A pesar del aumento del público en Internet, las ventas de música grabada en Estados Unidos tenían un valor de 6.300 millones de dólares en 2009, menos de la mitad del valor que tenía una década antes.



Las empresas culturales más prósperas, afirma Levine, se han opuesto a las panaceas de las ansias de libertad de la información, y por el contrario han insistido en la antigua estrategia de vender algo por más de lo que han pagado por ello. Señala que The Wall Street Journal, The Financial Times y The New York Times cobran por el contenido, y que a algunos les ha parecido que el aumento de los ingresos procedentes de las suscripciones sin descuento ha compensado con creces el descenso del número de lectores digitales. Asimismo, los mejores programas de televisión, como Mad Men, son producidos por canales de cable como AMC que impiden que Hulu, una plataforma propiedad de las cadenas de televisión para distribuir televisión por Internet, tenga acceso a su contenido.



Además de analizar "cómo los parásitos digitales están destruyendo el negocio de la cultura", Levine proporciona una visión de "cómo el negocio de la cultura puede contraatacar". Su modelo es Europa, que tiene una larga historia de apoyo al mundo de la cultura y que, adoptando una actitud más combativa contra la piratería, está tratando de ayudar a prosperar a las distribuidoras legales. Con este manifiesto bien documentado y elegantemente escrito, Levine se ha convertido en una de las principales voces de uno de los bandos del debate más acalorado y reñido sobre la ley y la tecnología. Naturalmente, el otro bando tiene sólidos argumentos. Aún no está claro lo eficaz que será una aplicación más enérgica de los derechos de autor a la hora de impedir la piratería. (Los detractores de los derechos de autor aseguran que si 40 millones de personas se niegan a obedecer una ley, la ley carece de importancia; Levine responde que se imponen 40 millones de multas al año por exceso de velocidad, y nadie afirma que las leyes de tráfico carecen de importancia).



Queda por ver hasta qué punto se convencerá a los consumidores de que tienen que pagar por el contenido. Pero con independencia de cuál sea nuestra postura en las guerras del negocio de la cultura, cuesta oponerse a la conclusión de Levine de que el statu quo es mucho mejor para las empresas tecnológicas y los distribuidores que para los creadores y los productores culturales. Puede que ese statu quo beneficie a los consumidores a corto plazo, pero si continúa, sostiene Levine, internet se convertirá cada vez más en un desierto artístico dominado por aficionados; un mundo en el que la música, la televisión y el periodismo son prácticamente gratuitos, y en el que todos obtenemos lo que pagamos.