Ignacio Gómez de Liaño. Foto: Jesús Domínguez



El último libro de Ignacio Gómez de Liaño (Madrid, 1946) es una prueba definitiva de su grafomanía. Tiene 1.750 páginas. Pero no las ha escrito en los últimos años. No, las escribió hace cuatro décadas. Son las anotaciones que incorporaba con la tenacidad de un adicto a su diario. Título: En la red del tiempo (Siruela). El periodo abarcado: 1972 a 1977. "Fue una época crucial en mi vida, una fase de transformación intelectual y creativa". El filósofo y escritor da fe de su agitada biografía en tan prolongada extensión, y a la vez elabora un fresco de aquellos días tan inciertos como los de hoy (con crisis varias: económica, energética, política, cultural...), en el que salen a escena la poblada constelación de personajes con los que se relacionó (innumerables) y todas las ciudades (Londres, Nueva York, Venecia, París, Atenas...) a las que arribó escapando de la persecución de la policía franquista.



La pregunta cae por su propio peso ¿Por qué ahora? "Es que, por sorprendente que parezca lo que voy a decir, es una época muy desconocida, sepultada por una serie de tópicos y mitos asociados al franquismo, como si todo fuera un mundo homogéneo. Pues no: había también islas críticas e independientes", explica a El Cultural Gómez de Liaño. Y dice que, paradójicamente, esas islas (léase grupos de intelectuales) "eran mucho más independientes que ahora". "Es verdad que en el franquismo había una censura muy férrea pero Franco no se gastaba ni un duro en comprar intelectuales", argumenta. Y añade que es eso lo que hoy día hacen, con éxito, los partidos políticos a través de la cantidad de instituciones que manejan: ayuntamientos, diputaciones, comunidades autónomas...



Él mismo acabó harto de la burocracia que arrinconaba su libertad de cátedra en la Universidad Complutense. Dejó de dar clases hace seis años y sólo echa de menos a los alumnos. "Lo que ha ocurrido es que la Administración, para compensar un error suyo, el no haber sabido escoger a los profesores más capaces, ahora intenta someterles a una serie de cargas burocráticas como cumplir unos horarios y cosas así".



El libro arranca precisamente en el momento traumático en que es apartado de la docencia en la Escuela de Arquitectura de Madrid, "por no reprimir que mis alumnos hicieran unas pintadas dentro del aula". El suelo se tambaleó bajo sus pies y tuvo que espabilarse para mantenerse a flote. El primer pecio al que se abrazó fue a la editorial Taurus, en la que Aguirre le acogió como asesor. Pero para costearse sus impulsos escapistas hacia el extranjero tuvo que arremangarse en trabajos poco cualificados, como pinche de cocina, oficio que desempeñó en Londres. Poco después consiguió un hueco en la universidad de Londres pero no lo llegó a ocupar. Franco murió y "la verdadera aventura estaba en España". Así que volvió y se instaló finalmente en la Complutense, primero como profesor de Estética y luego de Filosofía de la Ciencias Sociales. Su vida empezaba a asentarse de nuevo poco a poco.



Gómez de Liaño sintió como el pasado le desbordaba al leer de nuevo todas esas vivencias. "Había momentos incluso en que tenía que parar de hacerlo porque me superaba", confiesa. Empezó a repasar sus notas hace seis o siete años, por curiosidad personal. Justo entonces le propusieron escribir sobre Dalí. En el libro que salió de ese encargo, El camino de Dalí, sacó a relucir pasajes de su diario personal, enmarcados entre 1978 y 1989 (es decir, inmediatamente posteriores a los que publica ahora). Dalí, que era un gran productor de titulares, decía a los periodistas que le entrevistaban en esos años: "Estoy bajo la influencia de Gómez de Liaño". "Y demostró que era verdad cuando pronunció su discurso de ingreso en la Academia Francesa. Me citó como una de sus influencias, junto a Leibniz, René Thom...", recuerda.



El pintor empezó a interesarse por el filósofo desde el primer día que lo conoció en su casa de Cadaqués, a donde el segundo había llegado un poco por casualidad y sin mayor entusiasmo ("A mí él me parecía un personaje famoso y caricaturesco, pero luego comprobé su inmensa cultura y lo buen escritor que era"). Dalí le preguntó por el libro que llevaba bajo el brazo. Era suyo, Los juegos del Sacromonte, de 1975, un punto de inflexión en su trayectoria literaria, que le sirvió para pasar de su experimentalismo ibicenco (simbolizado sobre todo por sus poemas público-visuales) hacia el clasicismo de Arcadia (1981) y El idioma de la imaginación (1982). "No sé, desde el primer instante sintió mucha curiosidad. Yo creo que activó un resorte en su memoria que le llevó a García Lorca y de ahí su curiosidad. El caso es que me pidió que me sentará a su lado y ahí empezó todo".



La decisión de publicar los diarios la tomó porque al repasar los apuntes sobre Dalí comprobó que se sostenían desde un punto de vista literario. Afirma que durante su escritura jamás pensó que verían la luz en un libro accesible a cualquiera. Es una circunstancia que le da mayor verdad y frescura. De hecho, incluye algunos venablos contra personas que se citan con nombre y apellidos. En Antonio Escohotado ve "la expresión relegada a representación, al comentario perpetuo e impotente". La vida como "puro discurso". Aunque Gómez de Liaño le quita hierro a esos reproches: "Lo bueno del diario es que se ve la evolución y los cambios en mi manera de pensar. A una persona que critico un día, luego, un mes después, la puedo poner por la nubes". También vemos a un Almodóvar velando sus primeras armas. Gómez de Liaño cuenta cómo le fichó para alguna de sus performances poéticas en una galería de arte. "Nadie podía pensar entonces que se convertiría en un mito cinematográfico. Es cierto que sus primeras películas son muy frescas pero luego no ha hecho más que repetirse. Está demasiado sobrevalorado". Ahí queda eso.