Use Lahoz, Laura Fernández, Sergio del Molino, Juan Aparicio Belmonte, Kirmen Uribe y Eva Díaz Pérez
¿Cómo ha cambiado, desde su debut, el sector editorial? ¿Es cierto que cada vez es más despiadado e impermeable a las nuevas propuestas? ¿Es imposible tener hoy repercusión y ventas sin el respaldo de un premio literario? ¿Es proporcional el tiempo y el esfuerzo que requiere una novela exigente a su previsible resultado económico?
Los datos son implacables: en 2012 en España se editaron 60.218 libros, un 6'2 por ciento menos que el año anterior, mientras las ventas disminuían al menos un 10 por ciento. En 2013 se han reducido los lanzamientos y disminuido las tiradas, pero un puñado de autores de la misma generación sigue empeñado en lanzar sus nuevos libros, amparados por premios o no, conscientes de que algunos de sus mayores, maestros incluso, tienen serios problemas para seguir publicando y que a menudo, como denunciaba en estas páginas Ignacio Echevarría, no es proporcional el esfuerzo y la concentración de la escritura con los resultados económicos. Y, sin embargo, no hay crisis que valga. La banda sigue tocando...
Faltan apenas tres semanas para el Día del Libro, y las editoriales se están volcando con sus más prometedores autores, olvidando, como lamentaba hace poco Ignacio Echevarría, a muchos autores que rondan la cincuentena, que antes “a duras penas sobrevivían” y a los que ahora “las cosas se les están poniendo realmente difíciles”.
Muchos de la generación anterior a esa quizá lo estén pasando aún peor, porque se ven reducidos a ser jubilados mileuristas (o menos) cuando frisan los setenta. Pero esa es otra historia.
La de hoy es la de media docena de escritores de la misma generación, que lanzan estos días sus nuevas novelas. Así, Laura Fernández (Tarrasa, 1981) publica
La chica zombie (Seix Barral), “un cruce entre La metamorfosis de Kafka,
Los chicos del maíz de Stephen King y los chicos y chicas malas de Grease”. Use Lahoz (Barcelona, 1976) nos descubre “una historia de amor dentro de una historia de amor” en
El año en que me enamoré de todas, último premio Primavera (Espasa).
La hora violeta (Mondadori) es el relato de la enfermedad y muerte del propio hijo del escritor, Sergio del Molino (Madrid, 1979), “el que nunca habría querido escribir, un libro narrativo que bebe de la literatura del dolor”. También tenemos la historia real de una niña vasca que encontró un nuevo hogar en Gante, durante la guerra civil española, en
Lo que mueve el mundo (Seix Barral), de Kirmen Uribe (Ondarroa, 1970). Nos encontramos con las peripecias de un tipo que va perdiendo contacto con la realidad poco a poco en
Un amigo en la ciudad (Siruela), de Juan Aparicio Belmonte (Londres, 1971), y con
Adriático, un relato sobre la extrañeza de las ciudades enfermas de pasado, cargadas de la fatiga de la Historia, de Eva Díaz Pérez (Sevilla, 1971), y que acaba de obtener el premio Málaga.
Ninguno de estos autores es un novato en el oficio, saben de lo que hablan, y, aunque vivan “en la periferia literaria” como Sergio del Molino, son conscientes de que “las editoriales han reducido catálogo y las nuevas voces tienen más dificultad para encontrar editores, de la misma forma que muchos autores consagrados han visto peligrar seriamente su estatus y se han visto obligados a emigrar a sellos independientes”.
Es, subraya Del Molino, “un mundo menos diverso y más conservador, donde cuesta más mantenerse y sobrevivir. Hoy, un novel sin respaldo, armado solo con su obra, por muy buena que esta sea, lo tiene más difícil que antes”. Por eso recomienda “encarecidamente” a cualquier escritor que viva con un pie en el mundo literario y otro en la periferia extraliteraria: “Se vive con más alegría”.
Kirmen Uribe recuerda que cuando publicó su primera novela, Bilbao-New York-Bilbao, hace apenas tres años, “había más lectores en papel y más espacio en la prensa para los temas culturales; ahora todo parece más difícil, pero tenía dos opciones, escribir como un loco o pararme y reflexionar sobre mi carrera y no caer en la tentación de escribir sin tener una buena historia. Éste es el libro que quería escribir, en una editorial de referencia, y trazar una línea reconocible para el lector”.
Use Lahoz, flamante premio Primavera, ni siquiera conoció los tiempos de los anticipos generosos, pero sabe que sí, que ahora “hay menos pasta y todo parece más difícil, aunque yo siempre me he movido con anticipos ridículos. Sin embargo, es evidente una precariedad editorial a todos los niveles”.
Eva Díaz, por su parte, destaca que hoy “todo tiende hacia la banalidad, lo frívolo, el producto editorial resuelto de forma apresurada, a la factoría del género de moda. Ahora hay que justificarse y casi pedir perdón por escribir novela literaria”, mientras que
Laura Fernández destaca cómo todo parece haberse vuelto “más despiadado. Porque la crisis aprieta y los grandes grupos quieren resultados”. Eso sí, también -coinciden todos- se ha dado cancha a los pequeños editores y las microeditoriales han permitido que la nómina de autores publicados crezca y se haga especialmente interesante, con lo que el mundo de las letras ha ido creciendo en cantidad y calidad.
¿Hay vida sin premios?
Pero, ¿es imposible tener repercusión y ventas sin un premio que respalde al autor? Finalista del Nadal en 2008 y premio Málaga 2013, Eva Díaz Pérez niega la mayor y pone como ejemplo a Jesús Carrasco y su
Intemperie, “que yo considero un extraño caso de justicia, de valoración por fin de la novela literaria. Sin embargo, y por mi experiencia, éste es un país en el que los premios sirven para dar un empujón a tu trabajo”.
Aparicio Belmonte reconoce que, a pesar de los rumores de posibles amaños, “muchos de los autores de mi generación nos dimos a conocer gracias a ellos, como el Cajamadrid, que ha desaparecido por culpa de la crisis”, mientras que para Lahoz un premio no garantiza nada, sobre todo si el autor “no logra la complicidad del lector, su empatía. No hay más que ver cada semana la lista de los libros más vendidos para ver lo que se interesa de verdad al comprador de libros, y comprobar que no siempre los premios literarios funcionan. Ahora, al menos, ya no, o no como antes”; en cambio, ni Laura Fernández ni Sergio del Molino se han planteado de momento presentarse siquiera, la primera porque piensa que necesita más tablas, ya que “un premio es una cosa muy seria, y necesitas tener cierto nombre para poder siquiera soñar con uno de ellos”, mientras que el segundo, “aunque no lo descarte en un futuro”, prefiere “tener un buen editor que apueste por mí como escritor y me acompañe libro tras libro”. Y Uribe se considera ya “muy bien servido”, aunque sólo sea porque su primera novela
Bilbao-New York-Bilbao obtuvo el premio Nacional de Narrativa y el premio de la Crítica en euskera y su libro de poemas
Bitartean heldu eskutik (
Mientras tanto dame la mano, 2003), fue finalista al mejor libro de poesía traducido al inglés en 2007 por el PEN American Center. “Lo que me interesaba -contesta Uribe- es conservar y aumentar esa bolsa de lectores fieles que me descubrieron con mi primer libro”.
Saben que ahora publicar (y vender y ser leídos) es muy difícil y eso condiciona también su obra, aunque algunos (Sergio del Molino) se aprovechan de su condición de autores “forasteros y o periféricos” que le permiten “ir a mi ritmo. Por fortuna, soy un escritor rápido y prolífico, que siempre tiene un texto a mano cuando la ocasión lo exige, así que me adapto bien al mercado, pero es por pura casualidad.
Si fuera un autor lento y moroso sufriría mucho.” Kirmen Uribe también acepta los condicionantes y reconoce que la situación editorial y politica sí le ha determinado el tema de su libro, porque trata de una persona que se comprometió con los derechos humanos “y que resulta de especial interés en estos tiempos de pérdida de valores, pero también cuento el reverso... he querido hacer una historia directa, muy ligada a la realidad, que pudiese interesar al lector en estos momentos de incertidumbre”.
Una compensación imposible
Otra cuestión es admitir, con Echevarría, si ahora mismo resulta proporcional el esfuerzo y la concentración que exige la escritura de una novela con el posible (o imposible) resultado económico. Para Use Lahoz eso es lo de menos, porque sólo le importan los personajes y la historia, y no piensa “jamás en términos mercantiles”. Uribe asegura que siempre le compensa, y que disfruta imaginando, escribiendo, “y si le llega al lector, mejor aún”. Más aún: para Sergio del Molino, “si dedicara un minuto a plantear mi trabajo literario en términos de proporción y compensación, lo dejaría todo y me dedicaría a la delincuencia organizada, que es lo que más réditos da con menor inversión. No, prefiero pedalear fuerte y no pararme a pensar hacia dónde pedaleo”.
Otros, como Aparicio Belmonte, Kirmen Uribe o Laura Fernández siguen la misma senda, porque creen, como explica esta última, que “cuando no tienes más remedio que escribir, porque hacerlo es para ti como respirar, todo compensa. Como dice uno de los personajes de La información, de Martin Amis, no puedo quedarme sólo con esto. No puedo quedarme sólo con la vida. Quiero más. Quiero escribir. Y la recompensa es esa. Escribir”. Y remata la sevillana Eva Díaz: “Tenemos muchos casos de excepcionales novelas con mucho trabajo, dedicación y brillantez detrás que, sin embargo, pasan muy de puntillas y que no cuentan con respaldo de lectores porque apenas llegan a las librerías. Sin embargo, es algo que nunca he tenido presente. Si caes en esa obsesión, estás perdida porque corres el peligro de sucumbir a las dichosas modas y quizás tengas éxito editorial pero no literario. A mí no me interesa”.
¿Quién traiciona a quién?
El caso es que
muchos de los autores entrevistados sí han cambiado de editor en estos años. Algunos, como Sergio del Molino, lo hicieron para “subir de división”, y pasar del mundo de las independientes a publicar en un sello grande, en su caso Mondadori: “Me han fichado. Un suceso cada vez más raro entre los escritores jóvenes. Espero que sea mi casa más allá de este libro, yo soy muy hogareño, las mudanzas me dan mucha pereza”. Otros, como Aparicio Belmonte, tras pasar por Lengua de Trapo o Alfaguara, celebran el entusiasmo de Siruela por su último libro, o la fidelidad de sus sellos -Seix Barral en el caso de Laura Fernández y Kirmen Uribe, o de Planeta, en el de Eva Díaz Pérez-, aunque haya quien, sin querer dar nombres, lamente experiencias pasadas con sellos supuestamente respetables que no hacían liquidaciones de derechos de autor claras, mientras mencionaban lealtades en una sola dirección. “Cuando un autor abandona un sello -me cuentan-los medios siempre destacan su traición, pero ¿qué pasa cuando esa editorial no muestra interés por uno de ‘sus' autores? ¿Y si no te liquida bien los libros anteriores? ¿Quién traiciona a quién?”
Los desafíos se multiplican. Nos enfrentamos a la red.
La idea general es que el sector del libro no está haciendo lo suficiente para adecuarse a los nuevos hábitos de los lectores. ¿Las razones? Muchos coinciden en que el mundo editorial español ha reaccionado tarde y mal, y que, en palabras de Eva Díaz “también sufrimos cierta estupidez bobalicona en creer que ahora todos los lectores van a leer con las nuevas tecnologías. Y no se puede caer otra vez en la manía de ningunear al lector de siempre, al lector exigente que sigue buscando en su librería buena literatura. Las nuevas tecnologías permiten una forma más de leer, incluso más barata, portátil, pero nada más”. O sea, que como dice Sergio del Molino, “los editores andan más perdidos de lo que quieren reconocer, pero no es privativo del sector del libro”.
A vueltas con las redes
Quizá la culpa de todo la tenga, como señala Laura Fernández, que todavía hoy “el acceso a los libros digitales es prohibitivo. También creo que se está enfocando mal todo este asunto”. Y dice más: que cuando se lanzó el e-book en Estados Unidos, se hizo con una novelita corta de Stephen King que sólo podía leerse en formato digital. Un formato digital protegido, pero que hizo que las ventas del aparato en cuestión se disparasen en cuestión de horas” Y lamenta que en España nadie se atreviese (o se atreva hoy mismo) a hacer lo mismo, “porque el éxito sería inmediato. Mientras, sólo queda el recurso del pataleo y el lamentar que la diferencia entre el libro el papel y la edición digital sea tan pequeña que no compense ni a editores ni a lectores”, aunque haya quien, por ética (Eva Díaz) reconozca que no piratea nada y lamente “que éste sea un país que considera que la cultura tiene que ser gratis, que desprecia a sus creadores como profesionales que tienen que vivir de su trabajo.
Entre las descargas ilegales y el desprecio del Gobierno a la cultura, el creador está perdido”.
Lo peor, con todo, es que hay quien admite, como Sergio del Molino, que acostumbra a bajarse series de televisión y películas, pero no libros o música, y que los que reconocen no temer tanto “a los piratas como a la incapacidad que estamos demostrando para rentabilizar el interés por la literatura”. Es, nos dicen algunos filibusteros, un esfuerzo que deberíamos hacer entre todos: autores, editores, agentes, libreros... “Pero, por lo visto, no estamos muy dispuestos a trabajar juntos, cada cual defiende sus intereses, y en ese sálvese quien pueda, los piratas se nos comen la merienda”.
Aunque todo podría cambiar si, como sugiere Uribe “bajasen los precios de los libros electrónicos”, lo que “nos permitiría llegar a otros lectores”.