Ted Hugues y Sylvia Plath

En 1998, poco antes de su muerte, Ted Hugues sacó a la luz 'Cartas de cumpleaños', un libro de poemas que buceaba en su relación con Sylvia Plath. Se casaron en 1956, apenas cuatro meses después de conocerse, y tuvieron dos hijos. Su tormentoso matrimonio dio fruto a una fértil obra poética y terminó con el suicidio de Plath. Hugues fue sometido al ataque público, pues se le consideraba culpable de la muerte de su esposa. En 'Cartas de cumpleaños' (Lumen) Hugues escribe a Plath desde el silencio, repasando su vida juntos, sus continuas depresiones y su difícil relación con su padre. El libro no es, por tanto, una justificación ni una disculpa, sino el testimonio de una persona enamorada que sólo rinde cuentas a una persona: a Plath.



Aquí pueden leer cinco poemas reunidos en 'Cartas de cumpleaños' (Lumen).




Vida en sueños

Como si cada noche en el sueño descendieras

a la tumba de tu padre

parecías tener miedo a mirar o recordar, a la mañana siguiente,

lo que habías visto. Cuando sí recordabas

lo soñado sólo era un mar atestado de cadáveres,

atrocidades en campos de exterminio, amputaciones en masa.



Tu sueño fue un altar sangriento, parecía.

Y su reliquia sagrada

era la amputada pierna de tu padre con gangrena.

No es de extrañar que tuvieras miedo al sueño.

No es de extrañar que te despertaras diciendo: «Ojalá no soñara».



¿Cuál fue la liturgia

de aquel rito de cada noche, de aquel culto

en el que eras sacerdotisa?

¿Fueron aquellos poemas los salvados fragmentos del rito?



Tu despertar al día era una atormentada seguridad

que intentabas agarrar, sin saber

lo que te había asustado

ni hasta dónde te seguía tu poesía

con los pies pegajosos de sangre. Cada noche

procuraba tranquilizarte con hipnosis,

valor, comprensión y calma.




Odiaste España

España te asustó. Esa España

donde me sentí como en casa. La luz de cruda sangre,

las oliváceas y salitrosas caras, los negros

confines africanos de todo te asustaron.

En tus estudios de algún modo se había obviado España.

Las rejas de hierro forjado, la muerte y los tambores árabes.

No conocías el idioma, tu alma estaba vacía

de señales y la luz abrasadora

te secó la sangre. El Bosco

te extendió su arácnida mano y tímidamente

la tomaste, tú, una adolescente americana.

Miraste fijamente hacia el rictus funeral de Goya

y lo reconociste y diste un paso atrás

mientras tus poemas se encogían de frío y tu pánico

se aferraba a la América universitaria.

Vimos como turistas una corrida

observando la torpe carnicería de los toros aturdidos,

mirando al matador de rostro gris, detrás de la barrera,

justo debajo de nosotros, preparando el estoque

y vomitando miedo. Y el cuerno

que se hundió en la barriga de moscón

del picador derribado perforó

lo que te esperaba. España

era el país de tus sueños, el cadáver de polvo rojizo

con el que no te atrevías a despertar, los muñones

que ningún curso de literatura había embellecido.

La tierra de embrujos tras tus labios africanos.

España era lo que intentabas despertar

y no podías. Te veo, a la luz de la luna,

paseando por el muelle vacío de Alicante

como un alma esperando el barco,

un alma nueva, que aún no comprende,

pensando todavía que está en su luna de miel

y en el mundo feliz, la vida entera aún por llegar,

feliz, y todos tus poemas aún por descubrir.




Luz perfecta

Ahí estás, en toda tu inocencia,

sentada entre los narcisos, como en una foto

compuesta para el título: «Inocencia».

Una perfecta luz ilumina tu cara

como un narciso. Igual que el de aquellos narcisos

sería tu único abril sobre la tierra

entre los narcisos. En tus brazos,

como un osito de peluche, tu nuevo hijo,

de sólo un par de semanas en su inocencia.

Madre con niño, como en la pintura sacra.

Y a tu lado, elevando hacia ti su risa,

tu hija, apenas dos años. Como un narciso

inclinas el rostro hacia ella, diciendo algo,

pero tus palabras se perdieron en la cámara.

Y el conocimiento

dentro del montículo en que estabas sentada,

una colina fortaleza con su foso, más grande que la casa,

tampoco alcanzó la foto. Mientras tu instante siguiente,

acercándose a ti como un soldado de infantería

que lentamente volviese de tierra de nadie,

inclinado bajo el peso de algo, tampoco te alcanzó nunca.

Se derritió, sin más, en esa luz perfecta.




Horóscopo

Quisiste estudiar

tus estrellas, guardianas

del patio de tu prisión, su zodíaco. Los planetas

murmuraron su jerga de poder babilónico,

con los huesos de un hechicero. Tenías razón en temer

lo alto que podrían rugir los huesos,

lo claro que podría escuchar tu oído

aquello que los huesos susurraron

incluso encastrados como estaban en un cuerpo caliente.

Sólo que tú no tenías necesidad de calcular

los grados de tu ascendente disruptor

en Aries. No significaba nada concreto, no más

según el libro babilonio

que una cara con cicatrices. ¿A cuánta profundidad

bajo la piel podía asomarse un mago?

Tenías tan sólo que mirar

en la más cercana cara de una metáfora

sacada de tu armario o de tu plato

o sacada del sol o de la luna o del tejo,

para ver a tu padre, a tu madre o a mí

trayéndote tu propio Destino completo.




El molde

Papá había vuelto para oír

todo lo que tuvieras contra él. No

podía creerlo. ¿De dónde habías sacado

tales palabras sino

de los aguijones de sus abejas? La miel

para otros. Para él, el arco de Cupido

modificado en Peenemünde

vía Brueghel. Tan indefenso

como ingrávido, sin voz y sin vida,

tuvo que oírlo todo

clavado en él hasta la médula,

teniendo que aguantar la estaca

no sólo atravesando su corazón, sino alzada

en la plaza del pueblo, y él atado a ella

totalmente desnudo, cubierto de aquellas flechas

en el bronce de la inmortal poesía.



Así es que tu grito de liberación

se realizó en su

silencio sacrificado. Cada flecha

le clavaba una estrella

en tu constelación. Un gigantesco

trozo de arma mellada.

Toda su estatua distorsionada

como un fragmento de metralla

se deslizó de tu vieja herida. Rechazado

por tu cuerpo. Papá

ya no importaba. Tus palabras

como fagocitos liberándote con un rugido

de tremendo dolor.

Sanada desapareciste

de la monumental forma

inmortal

de tu herida: el cuerpo de tu papá

lleno de tus flechas. Aunque fuera

tu sangre la que se secara en él.