Leonardo Padura. Foto: Alberto Cuéllar
El escritor cubano publica 'Herejes' (Tusquets), novela que hibrida el género histórico con el negro y en la que reconstruye la trágica travesía del St. Louis, transatlántico cargado de judíos perseguidos a los que Cuba rechazó | Padura se sirve de la historia real para insertar un trama "verosímil" con Rembrandt en el epicentroEn abril de 1939, 937 judíos alemanes embarcaron en el transatlántico St. Louis en el puerto de Hamburgo. Rumbo: Cuba. Objetivo: escapar de un país envenado por el antisemitismo predicado por los nazis. Al poner proa hacia la isla caribeña todos esos pasajeros respiraron aliviados: habían conseguido escapar por los pelos de los guetos y los crematorios. Pero no contaban con que una carambola del destino les iba a repeler de la anhelada tierra cubana y buena parte de ellos (cerca de la mitad) acabaría sus días en los morideros orquestados por Heinrich Himmler, responsable de ejecutar la 'solución final' dictada por Hitler. El gobierno cubano, movido por corruptelas e imposiciones desde Estados Unidos, modificó su política de migración con carácter retroactivo y no se les permitió la entrada en su territorio. Tras tocar la puerta de los propios Estados Unidos e incluso de Canadá, que también les denegaron los visados, no les quedó más remedio que afrontar un retorno con consecuencias fatales.
Esta es la tragedia que reconstruye Leonardo Padura (La Habana, 1955) en su última novela, Herejes. El motor que ha encendido su escritura lo tiene claro y lo revela a El Cultural: la vergüenza. "Una novela tiene muchos puntos de partidas y diversos mecanismos que impulsan su desarrollo. Hace unos días veía el filme 42, la historia del primer jugador negro de las Grandes Ligas de Beisbol norteamericano en el año 1946-47, y sentía una gran vergüenza por la forma en que una sociedad se comportó con unos seres humanos solo por el color de su piel. Algo similar sentí cuando profundicé en la historia de los refugiados del St. Louis y la actitud no ya del gobierno y los jerarcas cubanos del momento (1939), que debían responder a las órdenes del Departamento de Estado norteamericano. Además, esos políticos cubanos se movían por sus ambiciones económicas y políticas. Pero lo que me conmovió fue el modo en que muchos cubanos de pie alentaron, celebraron, la negativa a que esos hombres desembarcaran y salvaran sus vidas de la muerte segura que les esperaba si regresaban a la Alemania nazi... Casi fue una fiesta participar de aquel rechazo. Y, como cubano, no podía sentir otra cosa que una gran vergüenza histórica...".
-A uno se le cae el alma al suelo cuando conoce el desenlace de esta travesía. Es una historia con una carga trágica brutal: después de cruzar un océano y tantear a tres países no les quedó más remedio que regresar a una muerte garantizada.
- Sobre el episodio del St. Louis y el destino de los 937 refugiados que aspiraban llegar a Cuba se ha escrito bastante, incluso hay películas de ficción y documentales, pues encierra en sí una gran "tragicidad". Pero el episodio del St. Louis sólo me sirvió como elemento argumental para impulsar mis motivaciones literarias, que estaban más cerca de algo no coyuntural, sino universal; algo que no es solo un hecho o momento histórico, sino una constante: la aspiración del ser humano de practicar, disfrutar de su libertad individual, y el precio -a veces terrible- que se suele pagar por tal pretensión, incluso en las sociedades que se dicen más libres y abiertas. Por eso la novela recorre escenarios y tiempos tan diversos como la Ámsterdam de 1640, el Miami de los años 1960-80, la Cuba de 1950-50... y la Cuba actual a través del personaje de una joven que decide "apartarse de la tribu".
El St. Louis fondeado en el puerto de la Habana
El caso es que la obra de arte emerge desde las cloacas del siglo XX. Elías, hijo de Daniel, se entera de la aparición y decide tirar del hilo de la pintura, para saber por qué manos ha ido pasando en todo ese tiempo, desde que se le arrebató a sus parientes. De esta manera pretende atar los cabos sueltos de su familia disgregada por distintos campos de exterminio. Pero por sí mismo no tiene las habilidades y el cuajo para moverse entre las bambalinas de la historia y los pútridos circuitos del tráfico de arte. Necesita de alguien bregado en el oficio de olisquear en terrenos pantanosos.
Ahí es donde entra en escena el investigador Mario Conde, viejo conocido de los lectores de Padura, cada vez más mayor y más descreído, como le ocurre a su progenitor: "Conde está cada vez más viejo y, por pura fisiología ya no reacciona igual. Hace 20 años que no es policía -para su alivio espiritual-, pero en esencia sigue siendo el mismo hombre... pero más viejo, más desencantado, más incapaz de resolverse la vida en una Cuba que es un país igual pero distinto del que él mismo vivió dos décadas atrás. Mantiene intacta sus fidelidades, pero también sus defectos y temores. Su curiosidad sigue siendo insaciable, y por eso se ve enredado en las historias que cuenta Herejes. Como yo, cada vez cree menos, en menos cosas, pero sigue conservando su fe en las más importantes. Y, sobre todo, sigue siendo un excelente compañero para entrar en la vida cubana y lograr entenderla y expresarla un poco mejor".
En esta ocasión, las andanzas de Conde son un salvoconducto para asomarse a un capítulo de la historia de su país, el de la huella de los hebreos en su suelo, especialmente marcada en la judería de La Habana, aunque el paso de los años la ha ido difuminando, hasta casi desaparecer. A la isla llegaron por tandas sucesivas. A principios del siglo XX llegaron los americanos, venidos de Estados Unidos, como trabajadores de compañías del vecino del norte. Luego arribaron los turcos, que huían de las convulsos Balcanes anteriores a la I Guerra Mundial. Después el turno les llegó a los polacos, perseguidos por pogromos y represalias; y finalmente alemanes y austríacos, acogotados por los nazis. Las tres últimas oleadas eran de gentes que venían con muy pocos recursos, pues estaban llegando en desbandada. "Los últimos que llegaron -alemanes sobre todo- apenas podían traer una maleta con ropa y ningún dinero... Aunque la mayoría de estos inmigrantes soñaban con pasar a Estados Unidos, la ley de cuotas norteamericanas que regulaba el número de emigrantes, muchas veces los varó en Cuba, incluso para siempre. Y aquí reconstruyeron sus vidas, haciendo lo que surgía. No es mentira eso del judío que andaba por la calle vendiendo corbatas baratas, no...", explica Padura.
Es la paradoja que trasluce la novela. La vergonzante negativa de las autoridades cubanas de dar cobijo a los judíos del St. Louis contrasta con lo que Joseph Kaminsky le dice a su sobrino Daniel: "Agradéceselo a Cuba. Aquí he trabajado, pasado penurias... pero he conocido otra vida donde a nadie le ha importado en qué idioma hago mis rezos". Y es que Cuba, durante largos pasajes del siglo XX fue un paradigma de libertad religiosa: "Lo fue para los judíos que llegaron al país en la primera mitad del siglo XX, sobre todo porque eran blancos. Pudieron practicar su religión, reproducir sus formas de vida, y, salvo el episodio del St. Louis, donde hubo intereses políticos globales, en Cuba no se les persiguió ni se les sometió a pogromos ni nada por el estilo... La Cuba de los años 1900 a 1950 fue una sociedad que, con excepciones, resultó receptiva para todas las migraciones. Los judíos más hábiles incluso prosperaron en Cuba, pero también muchos de ellos se afiliaron al Partido Comunista, crearon sus instituciones y, por supuesto, sus sinagogas, y hasta dónde sé, salvo en los sermones de los curas católicos, no fueron especialmente atacados. El resultado casi inmediato fue que se cubanizaron, incluso muchos dejaron de practicar el judaísmo, y se mezclaron desaforadamente con la población del país. Todo ese espíritu de libertad, integración, tranquilidad, los hizo ver a Cuba como una especie de paraíso".
Pero los paraísos suelen tener los días contados y en Cuba ya sabemos lo que pasó. Lo que empezó como una revolución legítima para derrocar una tiranía degeneró en otra tiranía, con un disfraz ideológico diferente. Padura ha tenido sus rifirrafes con la ortodoxia castrista, como no podía ser de otra manera en un hombre de amplitud de miras espirituales como él.
-¿Esas fricciones le han hecho identificarse con la figura del hereje?
- Más bien soy, creo, un heterodoxo, que es algo parecido, pero no es igual. Mi heterodoxia tiene que ver, sobre todo, con un problema de carácter, pues desde que soy un niño nunca me han gustado las disciplinas añadidas: ni las partidistas, ni las religiosas, ni siquiera la disciplina masónica, a pesar de que me crié y todavía vivo rodeado de masones y admiro mucho su filosofía y su ética. Y luego esa heterodoxia se ha visto incrementada con la certidumbre del fracaso de los grandes proyectos colectivos, no solo porque hayan fracasado, sino porque se han pervertido en el camino, porque nos han engañado muchas veces.
- ¿El grado de escepticismo de Padura es hoy equiparable al de Mario Conde, su hijo literario?
- Mi núcleo de creencias se ha reducido mucho. Creo en la fidelidad, por ejemplo, y como persona trato de practicarla; en la amistad, en el amor, en la fraternidad, en la inteligencia de los perros... pero no en sentidos abstractos, sino concretos. Creo en el trabajo como fuente de bienestar y de realización personal, quizás porque gracias a mi trabajo tengo lo que tengo, sin que nadie me lo haya regalado, sino porque he trabajado cada día de mi vida por muchos años, mientras otros se dedican a hablar, denigrar, beber cerveza. Creo en la literatura como exorcismo de la realidad y de los demonios personales: a través de mis libros digo muchas de las cosas que pienso de la sociedad en que vivo y de la condición humana, además de que es una fuente de satisfacción, no sólo cuando la escribo, sino también cuando la leo. Y aunque soy ateo, creo -a veces- que el mundo tiene una organización cósmica que supera la capacidad de acción o pensamiento humanos, o sea, que existe o pudiera existir algo así como un Gran Arquitecto del Universo -tal como lo llaman los masones. Pero ni le rezo ni le pido nada... Y creo, entre otras cosas en las que creo, que el mundo necesita un revulsivo profundo para ser un sitio más vivible. Tanta violencia, tanto fundamentalismo, tanto arribismo, tanta corrupción, tanto mesianismo, tanta desidia, tanto odio y envidia... es demasiado para una sociedad global que, también creo, puede estar entrando en una crisis irreversible.