Eugenio Trías. Foto: Julián Jaén.
Eugenio Trías (Barcelona, 1942-2013) fue uno de los filósofos españoles más reconocidos. 'De cine. Aventuras y extravíos' se constituye como un homenaje póstumo y personal al sétptimo arte, que junto con la música y la filosofía, constituían sus grandes pasiones. En esta obra aborda desde Fritz Lang a David Lynch, pasando por Alfred Hitchcock, Stanley Kubrik, Orson Welles, Francis Ford Coppola, Andréi Tarkovski e Ingmar Bergman. Sus palabras sobre este trabajo fueron: «este libro versa sobre grandes realizadores de cine. Es obviamente una selección o, si se quiere, un canon personal. El factor subjetivo no puede substraerse a esta antología. Quizás el lector lamente muchas ausencias. Mi intención, sin embargo, es ceñirme a aquéllos que mejor corresponden a mi mundo personal. Deseo y espero que el lector goce de lo que hay, sin deplorar lo que no hay».Aquí puede leer dos de los capítulos de 'De cine. Aventuras y extravíos' (Galaxia Gutenberg), dedicados a 'El resplandor' de Kubrick y a 'Twin Peaks' de David Lynch.
El resplandor (1980)
Muchas películas de Kubrick se caracterizan por la naturaleza inesperada, nada convencional y muy convincente de sus finales. Puede ser, en Senderos de gloria, la escena de una campesina alemana ante la soldadesca francesa, en plena guerra de trincheras, cuya canción logra conmover a la turba, al tiempo que es coreada su sencilla cantinela. Derrama lágrimas que se contagian a un auditorio inicialmente grosero, y que poco a poco siente empatía con esta sencilla muchacha, «que ni sabe bailar, ni es demasiado bella, pero que sabe una canción» (la actriz que encarna a la muchacha es Christiane Susanne, la futura esposa de Stanley Kubrick). La película da así un vuelco a toda la maligna trama que conduce al ajusticiamiento infame de tres soldados inocentes. Por no hablar del final de 2001, con la aparición del Niño-Estrella; o de la cadena de hongos atómicos en la última parte de Teléfono rojo. O ese final circular de Lolita, que conduce a la escena del principio, con Humbert Humbert (James Mason) empuñando la pistola asesina, al entrar en la gran mansión de Clare Quilty (Peter Sellers). O el revuelo de los billetesque escapan de la maleta de Johnny Clay, en los últimos instantes de Atraco perfecto.Pero la maestría de Stanley Kubrick por resolver de modo sorprendente sus películas consigue uno de sus mayores tour de force en El resplandor, donde en el último momento logra dar un giro de ciento ochenta grados a una truculenta historia a medio camino del cuento infantil de terror o de género fantástico.
El resplandor constituye una de las más gloriosas celebraciones que en el cine se han hecho al «lado oscuro» de la existencia. El arranque de la película es ejemplar. La banda sonora, con el Dies irae de Tomás de Celano adaptado por Hector Berlioz Stanley Kubrick: La inteligencia y sus fantasmas 115 para aquelarre final de su Sinfonía fantástica, acompaña a una cámara que se eleva a través de un helicóptero para mejor captar lo que hace grande al cine de Kubrick: la dilatación física y metafísica del espacio, hasta absorber el tiempo (como en el recinto del Grial del Parsifal).
El automóvil en el que viajan Jack Torrance y su familia se interna por parajes cada vez más desolados en su altitud, con coníferas perennes y nieves estacionarias. Una poderosa sensación de vértigo se contagia al espectador cuando el helicóptero sobrevuela la carretera, con el automóvil diminuto entrando en un túnel, en un diálogo de música e imagen portentoso. Y al final, en una ladera de la carretera, aparece en su esplendor el hotel Overlook, cuya imagen será recurrente a lo largo de la película.
El hotel irá poco a poco revelándose como uno de los principales protagonistas. A este respecto, El resplandor guarda importantes conexiones con 2001: una odisea del espacio, donde también desempeña un importante protagonismo la nave espacial en la que viajan David Bowman y el superordenador Hal 9000. También el hotel Overlook, por otro lado, está gobernado por una inteligencia superior, pero ésta permanece fuera de plano, y de ella sólo se perciben los emisarios, los intérpretes, en una perpetua metonimia. «Usted está invitado; son órdenes de arriba», le dirá a Jack Torrance el fantasmal barman de la Golden Room.
A la Golden Room se dirige Jack después de sufrir una terrible pesadilla y de haber sido acusado por su mujer de pegar a Danny (Danny Lloyd), el hijo de ambos. Lo vemos en el corredor que conduce a esta sala de fiestas remedando golpes de boxeo, decidido a satisfacer su ansia alcohólica. (En la novela homónima de Stephen King, de la que la película de Kubrick es una adaptación muy libre, Jack Torrance asiste a reuniones de Alcohólicos Anónimos con el fin de regenerarse.)
Jack atraviesa el local vacío y se dirige a la barra del bar, con un fondo luminoso sobre el que se perfilan botellas de whisky, de coñac, de ginebra, de bourbon. Apoya los brazos en la barra y exclama: «Daría cualquier cosa por una cerveza». A continuación se tapa la cara con las manos, y entonces algo sucede: se produce una especie de fundido sui generis que clausura la primera parte de la película.
Al entreabrir las manos, Jack sonríe. Parece mirarnos a nosotros, pero no es así. Lo que ve es una presencia fantasmal perfectamente encarnada.
«¡Hola, Lloyd! ¡Poca gente hoy!» Y suelta una carcajada. Inmediatamente advertimos la aparición de un personaje inesperado: un atildado camarero, el barman (Joe Turkel), que atiende a Jack sonriendo. Conoce los gustos de Jack: «¿Una botella de bourbon, como siempre?». Sigue un cruce de cortesías. «Me caes bien, Lloyd; siempre fuiste el mejor barman en todo Portland, en Oregón», dice Jack. A lo que Lloyd responde: «Me alegra verlo aquí de nuevo».
Frase reveladora esta última: no es la primera vez que Jack Torrance visita esta dorada sala de fiestas, la Golden Room. En otra escena se le verá paseando por ella con toda naturalidad, pero esta vez rodeado de huéspedes vestidos con trajes de los tiempos del charlestón.
Jack explica a Lloyd, el barman, su pelea con Wendy, (Shelley Duvall), su mujer. «No le he puesto la mano encima [se refiere a su hijo Danny]; quiero mucho a ese cabrón. Haría cualquier cosa por él. Pero esa zorra [Wendy] nunca olvidará lo que pasó [Jack se refiere a un anterior episodio de violencia con el niño]. Le hice daño. Pero fue un accidente. Y fue ya hace tres años. El niño me tiró todos los papeles del libro que preparaba. Empleé un pelín más de fuerza de la que debía».
La conversación se interrumpe porque Wendy, con un palo de cricket en la mano, acude rauda hacia él y le grita consternada: «En este hotel hay alguien más; hay una loca que quiso estrangular a Danny».
Stanley Kubrick: La inteligencia y sus fantasmas. A medida que Jack enloquece, los fantasmas asaltan el hotel. Hay huellas de acontecimientos sucedidos. Esas huellas esparcidas por el hotel parecen materializarse en presencias fantasmagóricas. Son láminas de un libro que pretenden salir de su lisa superficie, tomando cuerpo en calidad de temibles fantasmas.
Tales fueron las advertencias del cocinero negro Hallorann (Scatman Crothers) a Danny, con quien comparte la virtud del «resplandor», del shining, una capacidad visionaria de acciones futuras, en flash-forward atraído al presente, y de cosas pasadas activadas como presencias, como la de las niñas gemelas vestidas de azul que le dicen a Danny: «¿Quieres jugar con nosotras?». O como esa cortina espeluznante de sangre espesa, de un rojo oscuro -oscurísimo- que cae de la puerta izquierda del ascensor e inunda los suelos, sillones y mesas convertidos en siniestras embarcaciones. O como esa palabra que asalta a un Danny enloquecido, y que pinta con lápiz de labios de Wendy en un cristal: REDRUM.
Claramente se ve el desdoblamiento trágico de Jack Torrance: padre de familia desquiciado por el alcohol, con sesgos violentos que había llegado a reprimir; y personaje perfectamente integrado en la comitiva de aparecidos de ese «buque fantasma» que en efecto termina siendo el hotel Overlook. Él es su eterno guardián, que recibe invitaciones de la Sociedad de Fantasmas que lo gobierna. Obtiene alcohol en abundancia por mediación de Lloyd, que siempre aparece sonriente y circunspecto en la barra iluminada de la Golden Room.
Se inicia así una poderosa inflexión que decide el rumbo de la película. A este respecto, un crítico se refería a una «recuperación de cosas perdidas».
Al tiempo que Jack enloquece y va contagiándose de las visiones fantasmales del hotel, hasta convertirse él mismo en un fantasma, el hotel Overlook parece revivir en animadas fiestas que invaden todo su espacio, sin quedar confinadas a la Golden Room.
En el despacho del director, cerca del amplio Salón Colorado de la planta baja, se halla el radio teléfono que permite comunicar el hotel con el mundo exterior. Pero Jack termina destruyend a hachazos esos aparatos por medio de los cuales cabía conectarse con la policía del distrito. A partir de ese momento, la situación se convierte en una encerrona. El hotel deviene cápsula, mónada sin aperturas ni ventanas (y sin armonía preestablecida). La cápsula se cierra en sí misma albergando en su seno una pléyade de fantasmas.
Allí donde la tecnología falla, se impone el recurso al «resplandor», ese misterioso y telepático poder que da título a la película. Cuando arrecia el peligro crece esa fuerza salvadora. La comunidad «resplandeciente» se enfrenta a la antagónica y hostil «sociedad de los fantasmas». Tal es, quizás, el tema mayor de esta película.
Pues los fantasmas forman una sociedad, con su cerebro, su gobierno y su capacidad de mando. Esa mónada suprema queda en perpetuo «fuera de campo». Podría imaginarse como un poderoso Ahriman (Ormuz) opuesto eternamente al dios de luz (Ahura Mazda, Sabio Señor) de la religión iraní, de un dualismo fundamental que presagia la religión de la luz de Mani, el fundador del muy tergiversado y mal comprendido maniqueísmo, una religión gnóstica que fue siempre perseguida: en Irán, en el norte de África, en Bulgaria, en Italia, en el Midi francés (Provenza, Rosellón, donde adoptó la denominación de catarismo), incluso en Mongolia y China.
En El resplandor se narra el perpetuo renacimiento del guardián de esa maligna sociedad fantasmal -del cortejo de Ahriman- que tiene al hotel Overlook por sede. Allí nace y fructifica una semilla diabólica.
De ese cerebro dia-bálico del hotel proceden las órdenes que, de lo más alto de un fantasmal organigrama, deciden sobre Stanley Kubrick: La inteligencia y sus fantasmas personajes que aparecen y desaparecen de sus habitaciones. Todos proceden de esa inquietante sociedad de huellas transmutadas en fantasmas. En ese hotel, le dice el cocinero Hallorann a Dick, sucedieron muchas cosas, y no todas buenas. Su rastro ha quedado esparcido por todo el espacio del hotel, que al llegar el crudo invierno y quedar aislado, y sobre todo al recuperar para su causa a Jack Torrance, su guardián, comienzan a tomar cuerpo. Simulacros de lo que fueron, sus fiestas todavía pueden oírse, o verse en su prestancia onírica; sobre todo si, como le sucede a Jack, termina uno perfectamente integrado en ese escenario de sueño y de pesadilla.
«Hola, Lloyd», exclama Jack Torrance. «He estado fuera y he vuelto.» Lloyd le prepara sin preguntarle un bourbon con hielo y rechaza su dinero: «No tiene valor aquí. Son órdenes de arriba». Jack: «Sí, pero a mí me gusta saber quién me invita». Lloyd: «Eso no es asunto suyo».
A Jack Torrance le queda cumplir su trabajo, su encargo: decir unas «palabritas» a su mujer y a su hijo. Quizás algo más que «palabritas» (según le dirá Grady [Philip Stone], que asesinó a hachazos a su esposa y a las niñas gemelas que «resplandecen» ante Danny, y amontonó los cadáveres sangrantes, según la visión gore de un Danny aterrorizado).
Jack siempre, siempre estuvo aquí, en repetición estricta ritual, ceremonial; siempre estuvo como cancerbero (Can Cerbero) del hotel y guardián del laberinto.
Danny queda convertido en un Teseo infantil, y Wendy en Ariadna. Entretanto Jack Torrance, hacha en mano, ya no es el padre de su hijo y el marido de su mujer. Ha vuelto a ser lo que siempre fue: el eterno guardián del hotel.
Danny, en su fuga por el laberinto, perseguido por su padre que ha dejado de serlo, desanda sus últimas huellas, aprovechando la lentitud de Jack que arrastra una pierna herida, y logra así liberarse del dédalo laberíntico, consiguiendo huir con su madre en el auto con cadenas que ha traído Hallorann, brutalmente asesinado en su pelea con Jack.
Jack Torrance está desdoblado en la novela de Stephen King, y en la mediocre película de la que él mismo escribió el guión, dirigida por Mick Garris e interpretada por Rebecca de Mornay y Steven Weber. Pero también lo está en la gran coreografía de Stanley Kubrick, si bien a éste le gusta dejar las cosas en la ambigüedad y evitar explicaciones banales.
Todas las pseudoprecisiones psicológicas de la novela, con la que su autor quiere hacer verosímil el relato, terminan por ser tediosas y poco convincentes; lo mismo sucede con su acercamiento a los poderes extraordinarios de Danny, en herencia de una larga tradición de visionarios y profetas.
Jack Torrance experimenta en el film su paulatina destrucción -o autodestrucción- como persona real, esposo y padre de familia. Y provoca la progresiva desintegración del núcleo familiar. Siente que va enloqueciendo. Suelta alaridos que aterran a Wendy. Oye los gritos de Jack en la cámara en la que controla la caldera del hotel. En esta escena impactante, Jack se va convirtiendo en animal; su rostro semeja el de un hombre-lobo, de la misma raíz zoológica que el Minotauro de la leyenda y del mito cretense, con Argos, Parsífae, el Toro, Dédalo, Ícaro, Teseo y Ariadna.
Lleva barba de varios días; Wendy lo encuentra derrumbado en el suelo, babeando. Le confiesa a su mujer: «He tenido una pesadilla horrible. Soñé que os mataba a Danny y a ti, y que os cortaba con un hacha en pedacitos». Al mismo tiempo, en acompasada coreografía de ballet de terror, Danny avanza con el dedo pulgar en la boca, con extrañas marcas rojas en las mejillas y en el cuello, en pleno brote psicótico.
Stanley Kubrick: La inteligencia y sus fantasmas Aquí comienza la conversión del sueño en pesadilla. Jack personificará al Lobo Feroz de los cuentos infantiles, ávido de víctimas propiciatorias; o el Minotauro apostado en el centro del laberinto, que exigía un tributo anual de doncellas y mancebos para su manutención.
El resplandor es una coreografía proyectada hacia un pasado que de forma fantasmagórica se recrea. La memoria, envuelta en canciones, en ritmos de los años veinte, revive en escenas de gran fuerza visual. Ahí esta la barra iluminada de la Golden Room, o la sala de fiestas con todas las mesas repletas de gente elegante. Jack está tan integrado en ese escenario onírico que el no llevar esmoquin y pajarita no le resulta incómodo, por much que en un momento dado le diga al camarero Grady: «Justo ahora quería subir a mi habitación y cambiarme». Remeda un baile solitario, danzando entre la barra del bar y las mesas muy concurridas. Y de repente se cruza con Grady, que le derrama Advocat por el traje.
En unos aseos de color rojo, con luces blancas, blanquísimas, Grady, le intenta limpiar la mancha, y tiene con Jack una reveladora conversación. Los dos parecen petrificados, inclinados el uno sobre el otro en una postura poco natural.
Jack dice: «Vi su foto en los periódicos. Cortó en pedacitos a su esposa y sus dos hijas y luego se voló los sesos». Y Grady le replica: «No consigo recordarlo». «Por cierto», añade a continuación, «su hijo trata de introducir un elemento extraño en esta situación. Un cocinero negro. Su hijo tiene un gran talento. Pero trata de utilizarlo contra usted. Es un chico muy terco y travieso.» Jack le dice entonces: «Es la puta de su madre la que lo instiga». Y Grady: «Tal vez necesiten los dos unas palabritas. Tal vez incluso algo más. Yo me enteré de que una hija mía quiso incendiar el hotel con una cerilla. Las escarmenté. No querían que cumpliese mi deber».
Toda esta última parte del film conduce hacia una imagen final poderosa: una fotografía colgada en la pared del pasillo que separa el Salón Colorado del despacho de dirección. En esa foto se conmemora una fiesta celebrada el 4 de junio de 1929, Día de la Independencia, con todos los participantes, hombres y mujeres, con vestidos de la época. En la parte inferior de la foto, justo encima de la fecha, se distingue el rostro sonriente de un Jack Torrance encantado de la vida, que la cámara atrae hasta un primer plano, antes de un fundido en negro, al compás de una evocadora canción de aquel tiempo (Midnight, the stars and you), que sigue sonando mientras se suceden los carteles de crédito del final, y que concluye con aplausos de todos los participantes en la fiesta.
Quizás sólo hubo eso: una fiesta en el día de la conmemoración de la independencia americana. Quizás todo lo demás fue soñado; una posibilidad imaginada; o todo sucedió según se relata en la película, pero tuvo su inicio en esa fiesta, en ese día; siempre el mismo día; siempre el mismo guardián del mismo hotel Overlook; ese hotel que es todo él un laberinto, en el que deben arrojarse migas de pan para transitar por su cocina, y cuyos pasillos recorre una y otra vez Danny subido a su triciclo. Toda la película ha sido la larga iniciación mediante la cual Jack Torrance ha vuelto a su propia mansión, al lugar del que siempre fue guardián -el hotel y su laberinto-, pero del que se extravió a causa de sus amores con Wendy. Al fin vuelve para siempre, según su deseo, que le expresa a un aterrado Danny: «Quiero estar aquí siempre, siempre, siempre».
La inflexión, la cesura, que tiene lugar hacia la mitad de la película, nos muestra ese paulatino proceso de enloquecimiento que lo arranca del núcleo familiar y le restituye a la sociedad de fantasmas, al tiempo que el hotel se anima, vibra en huellas redivivas de fiestas que un día le dieron celebridad.
Los fantasmas, en el tramo último de la película, son vistos a Stanley Kubrick: La inteligencia y sus fantasmas ráfagas también por Wendy (que, aterrorizada, parece también participar del «resplandor», acaso contagiada por su hijo): un hombre erguido y corpulento que brinda sonriente, con el cráneo rajado, a punto de ser partido por la mitad; un enmascarado de rodillas, culo al aire, efectuando una felación a otro enmascarado, sentado en una cama.
Vemos así cómo el hotel absorbe progresivamente, cual agujero negro que no admite salida, a un encantado Jack, asistido por Grady para ser librado del encierro en la despensa del hotel, donde lo ha recluido Wendy tras golpearle en la cabeza y dejarle inconsciente.
Finalmente su rol de persona real, esposo y padre queda definitivamente petrificado en la poderosa imagen de Jack Torrance muerto, helado, fundido con los arbustos de la puerta del laberinto. Pero subsiste el fantasma, evocado en la fotografía con la que se cierra el film: el eterno guardián de ese hotel Overlook al que en propiedad pertenece.
El tema de la película, como ya se ha dicho, es un combate a muerte entre la comunidad que «resplandece» y la sociedad de fantasmas. Pugnan -en hegeliana lucha a muerte, en tablero de ajedrez, pero de forma invisible- quienes se comunican a través del «resplandor» y quienes, mutados en fantasmas, dan vida de simulacro a sus presencias evanescentes.
Dos fuerzas enfrentadas: la inteligencia de Danny (junto con la astucia de Wendy), y la poderosa maquinaria fantasmal de un hotel que revive y se recrea a partir del enloquecimiento de Jack, justo cuando el hotel queda aislado del mundo y se convierte en cápsula que encierra su propio arsenal de presencias fantasmagóricas. Pero en la película de Stanley Kubrick no sólo importa la conversión en fantasmas de los personajes muertos. Se narra una liberación. Se relata el modo inteligente y astuto en que un Teseo infantil -con algo de Pulgarcito- logra engañar a su padre y salir del laberinto.
Los fantasmas, en la película de Kubrick, siempre son simples fantasmas, con la evanescente sustancia de la eídola platónica. Son simulacros. Mientras que en la novela y en su otra adaptación fílmica parecen encarnarse, tomar cuerpo, estar vivos.1 La novela es excesivamente explicativa; se nutre de grandes disquisiciones psicológicas. La película, en cambio, se mantiene en una consentida y sabia ambigu¨edad. Lo que le importa a Kubrick no es la penosa explicación del desquiciamiento del personaje principal, o de la absorción de éste por la sociedad fantasmagórica, con un cerebro que dicta órdenes y decisiones (ese único sujeto que sería el hotel encantado de la novela). A Kubrick le importa tramar una coreografía, una películaballet, con latidos en las alfombras y el parquet al ser recorridos por el triciclo de Danny, o el ritmo terrorífico que conduce también a Danny a la habitación de su madre, en la que escribe REDRUM.
El jardín-laberinto tiene mayor coeficiente visual, ideológico y mitológico que los setos esculpidos con formas de animales de la novela: un perro cancerbero, un león, un conejo que de pronto parecen tener vida propia. Elevarse al mito de Teseo, Ariadna, Dédalo y Minotauro constituye un gran mérito de esta película épica con un héroe de cuento infantil, con Lobo Feroz y Minotauro incorporado.
El resplandor es una película de fantasmas, pero también -o sobre todo- un canto a la inteligencia, en este caso infantil. «Posee un cerebro privilegiado», «Es muy inteligente, mucho más que usted», le dice Grady a Jack Torrance acerca de su hijo. Perturbada inteligencia fantasmal que dirige el hotel responde con brillantez la mente de un niño que se salva a sí mismo y a su madre de la persecución de Jack Torrance, su padre, agente y guardián de ese buque fantasma que revive al compás de su propio enloquecimiento.
Twin Peaks (1989-1990) y Twin Peaks . Fuego camina conmigo (1992)
Soy gran partidario de la muy denostada decisión de David Lynch de rodar Fuego camina conmigo. Y la razón no estriba en el culto a la extravagancia de buena parte de la crítica, a la que le gusta ver cómo se da la vuelta a la serie como un guante, de manera que aparezca en flashforward (hasta la muerte de Laura Palmer) lo que en la serie acontece desde que ésta aparece muerta y envuelta en plástico, a las orillas del mar, junto a un acantilado.El gran golpe de genio de la serie consiste en que el ser más vivo y omnipresente, protagonista absoluto de principio a fin, lo que se demuestra en el hecho de que cuando mengua su memoria los episodios se vuelven más anodinos, es el rostro de una muchacha asesinada de diecisiete años. Ella, sus amistades, su diario íntimo, sus padres, sus amantes: todo gira en torno a ese personaje muerto que sólo revive en sueños, o en una cinta de video con su amiga Donna.
La serie consiste en la investigación del excelente (y extravagante) detective Cooper (Kyle MacLachlan), que quiere a toda costa resolver el caso y dar con el culpable de ese acto criminal que tiene trastornada a la ciudad de 51.200 habitantes de Twin Peaks (aunque algunos piensan que en el cartel hay un cero de más).
Fuego camina conmigo no es un calcetín revertido de la serie, como si se vieran dos espejos invertidos: es algo más extraordinario. El inicio de la película se sitúa un año antes de la aparición del cuerpo de Laura Palmer, en el momento de la investigación de la muerte de otra muchacha, Teresa Banks. El primer investigador encargado del caso desaparece por razones miesteriossas y continúa el trabajo el genial agente Cooper.
Este introito revela ya desde el comienzo la ligazón de la película con la serie, pero sobre todo proporciona profundidad de campo para que sea mayor el gran impacto emocional e intelectual que la película nos va a deparar: ¡nada más y nada menos que la aparición de Laura Palmer en persona, en los últimos veinte días de su vida!
Aquí se trata de ver respirando, caminando, hablando, seduciendo y asustándose a esa muchacha de fuerte personalidad, sexualmente muy activa, con vocación de líder en su instituto y en su estamento de clase media, entre su vecindario, con un potente influjo en toda la población (lo que permite suponer que ésta es menor de lo que indica la hipertrofiada cifra del cartel que anuncia la ciudad).
Vista después de la serie, esa fulgurante aparición produce un impacto muy grande. Quizás eso se advierte mejor ahora, cuando estamos más inmunizados al narcótico de identificación colectiva que la serie y la imagen de la muerta -con todo su poder atractivo- produjo, lo cual posiblemente causó no poca desilusión al ver a Laura como lo que era: una chica en la que se combinaban luces y sombras, actos altruistas (como el cuidado del hermano lelo de Audrey Horne [Sheryl Fenn], una chica de su misma quinta, hija de un magnate de la pequeña ciudad) con su adicción a la droga.
A David Lynch se le reconoce por el tratamiento de las imágenes, algunas de fracciones de segundo, especialmente aquéllas que obligarían a retirar la vista de la pantalla, pero sobre todo por la música de su doble sonoro, Angelo Badalamenti, con todo su repertorio de melodías y canciones. Este músico vampiro echa mano de la hermosísima melodía de una de las Cuatro últimas canciones de un anciano Richard Strauss, dedicadas a su mujer, que había muerto, ya pasada la apocalipsis bélica de la Segunda Guerra Mundial, y al fin libre del penoso proceso de desnazificación que tuvo que sufrir.
En los momentos más intensos de amor -abrazo y sexo- de Lula y Sailor en Corazón salvaje, esta canción se deja oír en sus vaivenes milagrosos, remontados en ascensos tonales y luego remansados en una estabilización armónica final de trazos cada vez más potentes y enérgicos.
Lo mismo sucede en Twin Peaks, en ese ritmo con que se inicia, con dos anuncios en staccato de cítara, esa brillante idea musical de Angelo Badalamenti que no nos cansamos nunca de oír, tanto en la serie como en la película. Más tarde descubriremos que ese anuncio rítmico esconde una hermosísima melodía, en temple poco intenso y en tonos bajos, que presenta el gran tema de la serie: el amor de Laura Palmer. Dicha melodía se hallaba latente en esos dos toques repetidos que acaban mostrando.
La melodía se oye también en los momentos de la serie en que se esboza un amor de buena ley, como el que se gesta entre el motero James (James Marshall) y la gran amiga de Laura, Donna (Lara Flynn Boyle), una mujer muy bella que no quiso participar en la película porque tenía que desnudarse (cosa que sin duda dañó a Fuego camina conmigo, pues la actriz que la sustituyó era mucho menos atractiva).
En Twin Peaks, después de Terciopelo azul, asistimos a la segunda fundación urbana de David Lynch, su versión controlable, en miniatura, de la inmensa Metrópolis de Fritz Lang. Se trata en ambos casos de la aparente calma de una provincia cercana al campo que esconde extrañas presencias, síntomas de profundos desarreglos: una oreja cortada con tijeras y llena de hormigas, encontrada en un paseo por el campo por el hijo de un ferretero, en Terciopelo azul; un plástico que envuelve un cuerpo humano, el de la chica de un pueblo maderero en la frontera con Canadá, Laura Palmer, en Twin Peaks.
En realidad fue rodada en Dakota del Sur, en un pueblo que cuenta con una importante empresa maderera que aparece en los comienzos, con ruedas dentadas afiladas que van tallando la madera, más una evocadora escenificación de la cascada de un río con las dos montañas gemelas como fondo esculpido entre el cielo y las nubes. Este hermoso paisaje permite un mayor contraste con el trasfondo de sexo y violencia, de intrigas empresariales y de crímenes que esa pequeña comunidad esconde.
Lo genial de la serie es que permite a todos los episodios de la primera y de la segunda temporada girar en torno al rostro amoratado de una muchacha muerta. Ese recurso órfico da especial fuerza mítica a esta nueva Eurídice caída en el infierno.
Un gran detective, Cooper, en colaboración con el sheriff Truman (Michael Ontkean), intenta reparar la injusticia de su asesinato descubriendo quién la mató.
Cooper es un exquisito sibarita que comenta sus comidas y cenas a una interlocutora, Diane, a través de una grabadora. Ella lleva el control de sus gastos, pero se adivina que son buenos colegas: «Quiero saber cómo se llaman esos árboles tan hermosos», le comenta él, «he comido una tarta de fresa exquisita », «estoy buscando un hotel medio, suficiente para mis necesidades ».
Su gran afición al despertar, en el desayuno, son los donuts de toda clase: con chocolate, con azúcar glaseado... Lucy, la ingenua, simpática pero siempre competente recepcionista de la oficina del sheriff, novia de un larguirucho agente que cada vez que ve un muerto rompe en gemidos, se los proporciona alineados de dos en dos a lo largo de la mesa.
Cooper alterna técnicas exóticas, disparando sobre una botella, recurriendo a la meditación tibetana (muy afín a David Lynch), con el más refinado arte detectivesco: la búsqueda de letras introducidas bajo la uña de Laura, que vuelven a aparecer en otra muchacha, hija de un obrero de la fábrica maderera, lo que le hace conjeturar que se trate de un asesinato en serie (ya que tuvo su comienzo el año anterior, con la muerte de Teresa Banks). O bien el seguimiento de la mitad de un medallón que debió entregar Laura a algún amante o un collar de la víctima que se le arrancó en el lugar del crimen, cuya localización aparece cada vez más evidente: el vagón de un tren apostado en una vía, ambos obsoletos.
Se sospecha de compañeros de instituto que son encarcelados en celdas: el infatigable y simpático payaso que es Bobby (Dana Asbrook), su novio oficial, amante también de Shelly (Mädchen Amick) e hijo de un enigmático policía federal especializado en contactos con extraterrestres, o también el motero James, amante de Laura y ahora de Donna, su amiga. Pero al final Cooper y Truman se dan cuenta de que ellos no pudieron ser. Sus sospechas se centran en la generación anterior, sobre todo en Benjamin Horne (Richars Beymer), que intenta quedarse con el negocio maderero compinchado con su pérfida amante, Catherine (Piper Laurie), la esposa de Pete, que espera el momento de arrebatárselo a su cuñada, la bellísima japonesa viuda del hermano propietario de la empresa.
Ben delega en Leland (Ray Wise), padre de Laura, para que logre persuadir a un grupo de islandeses que quieren quedarse con la empresa. En un año terminaría quebrando, según interesada conjetura de Ben. Pero Audrey, la hija de Ben, consciente de la trampa de su padre, les descubre a los islandeses que acaba de cometerse un crimen espantoso, con lo que éstos huyen despavoridos. Cooper termina encarcelando a Benjamin, hasta que se convence de que tampoco él es el verdadero asesino. Entonces se acerca a la verdad: es Leland, el propio padre de Laura, quien poseído por el espíritu del mal, del Mal en mayúsculas que aquí se personaliza con el nombre de Bob, se abalanza hasta violar a su hija. Bob es una presencia monstruosa con pelos largos y revueltos que posee a Laura en la figura de Leland mientras ella duerme.
Bob es «aquella parte del Mal que todos, y cada uno en particular, poseen, unido y fundido en una espantosa criatura, un auténtico monstruo». Es una especie de Belzebú secularizado. En David Lynch, lo sagrado ha sido eliminado.
En la serie, lo mismo que en sus películas, algo se echa a faltar en aras del realismo: el estamento sacerdotal, pastores de todas las especies protestantes, obispos, curas de aldea, rabinos, predicadores, incluso los de pequeñas ciudades provincianas de Norteamérica.
Esta ciudad de la libido, donde sexo y sensualidad erótica circulan por cauces subterráneos, constituye también una alegoría en microcosmos del Mal que hay en el mundo. Eso conduce, cada vez con más apremio, justificando la irregular segunda parte de la serie, hacia un espacio que puede parecer irreal, pero que acaso sea más real que la vida humana, un ámbito recoleto cubierto de cortinas rojas que caen en dobladillo delimitando un pavimento con ángulos negros dibujados en el suelo.
Un inquietante enano con aspecto de gnomo (Michael J. Anderson) parece ser el introductor a ese extraño recinto, y en el vestíbulo recibe a un personaje al que le falta un brazo. Éste discierne quién puede ser recibido por el mandatario del Mal personificado en Bob, con su melena de fiera corrupia y su avidez letal. Bob toma posesión de Leland, viola por la noche a Laura Palmer, que acaba por huir de su habitación, salir de la casa y refugiarse en unos arbustos; desde allí reconoce a su padre en el violador, lo que le lleva a un llanto inconsolable y desesperado.
Esto sucede en Fuego camina conmigo, donde vemos todavía viva a Laura Palmer, antes de que ésta, en una elipsis, aparezca envuelta en plástico junto a la orilla del mar, donde Pete la descubre. Aquí termina la película rodada después de la serie, aquí da comienzo ésta. Una mujer muerta, pero que resulta ser el icono de una comunidad, domina de forma hegemónica esa larguísima serie que cosechó un éxito inesperado y una popularidad excepcional. Y la película nos permite que esa mujer muerta resucite, al menos durante los días finales de su vida antes de ser cruelmente asesinada.
En la anamorfosis que se constituye entre la imagen poderosa de Laura Palmer muerta y su evolución tormentosa en sus últimos días de vida, huyendo de Leland, encarnación de Bob, culmina esta compleja duplicidad entre serie y película. También se resuelve así el gozne entre la primera parte de una serie ceñida a una investigación criminal, que termina con el descubrimiento de Leland como asesino inconsciente, y una segunda parte esotérica que se interna en los corredores del Ángulo de Maldad encarnado en Bob.
De este modo se crea y se recrea esta ciudad de la libido, segunda fundación urbana de David Lynch.