Vargas Llosa presenta en Madrid su novela El héroe discreto. Foto: El Mundo

Un bronceado Mario Vargas Llosa había prometido en la mañana a dos señoras que no hablaría de política durante la presentación en Madrid de su nueva novela, El héroe discreto (Alfaguara), que a partir de este jueves se pone a la venta en todo el ámbito hispanohablante: "Les dije a mi editora y a mi esposa, a la que le tengo cariño pero también mucho miedo, que hoy hablaría de literatura", advirtió. Mientras la lluvia presagiaba que el otoño, también el literario, avanza, el premio Nobel iba incumpliendo su promesa, respuesta a respuesta, en el auditorio de la Casa de América, empujado por la ambición de titulares de casi un centenar de periodistas.



¿Cómo no tocar la política cuando el gran tema de su novela es la corrupción? ¿Cómo no mojarse con la que cae afuera? De modo que para desentrañar los pormenores de su libro no sólo se refirió a sus personajes, sino que asuntos como el nacionalismo catalán o la deleznable praxis de la clase política también protagonizaron el acto. La novela narra la peripecia paralela del ordenado y entrañable Felícito Yanaqué, un pequeño empresario de Piura que es extorsionado; y de Ismael Carrera, el dueño de una aseguradora en Lima que urde una venganza contra sus hijos, dos holgazanes que ansiaban verlo muerto. En este escenario aparecen también viejos conocidos de su narrativa, como el sargento Lituma, don Rigoberto, doña Lucrecia y Fonchito, resucitados por el escritor en el Perú de la prosperidad.



Los dos protagonistas tienen en común una heroicidad callada, esa que, según Vargas Llosa, practican algunas personas en todos los países, gentes que tratan de ir contra el curso de los acontecimientos y adoptar una conducta de acuerdo a unos principios. "La buena gente está en las sociedades pero no alcanza el control. Sin embargo, hay ejemplos de naciones que han pasado del horror al progreso cuando el poder ha estado en este tipo de personas. Eso vale para muchos países de América Latina, en Gobiernos de izquierda y de derecha", ha defendido Vargas Llosa, preguntado por los vicios de la política. "Hoy hay una orientación que justifica la esperanza. El Perú de mi juventud estaba bloqueado, no había una salida... Después de todo lo que ha pasado y de toda la sangre que ha corrido, una cierta sensatez ha ido echando raíces en sociedades como la peruana. Para eso es importante que haya muchos héroes discretos", ha ampliado, exigiendo que se anime a esos héroes a que entren a formar parte de los gobiernos. "Detrás del protagonista de este libro está ese optimismo medido y mesurado que hoy tengo respecto al futuro de Perú", ha rematado.



Claro que la prensa quería oír al Nobel manifestarse en torno a casos más inmediatos: "La corrupción es un problema sólo en América Latina, parece que hay quien dice que, puesto que todo el mundo es corrupto, por qué no serlo yo también. Es algo que se ve en la novela. Pero el problema no es sólo el de la corrupción sino el de la decadencia. La situación que vivimos nos empuja al pesimismo y a olvidarnos de que existe gente decente que se esfuerza para que su conducta se ajuste a unos principios, que se niega a ser un delincuente, que cree que hay un honor, una dignidad que no puede sacrificar. Esos son los héroes anónimos, cuyo sacrificio no es recompensado, aquellos que no llegan a la primera plana de las noticias, héroes del montón que son la reserva moral de un país. Si esa reserva moral se pierde, entonces es cuando el país entra en bancarrota. Es un tema al que le daba vueltas en el personaje de Felícito y en el de Rigoberto. Quería escribir sobre los peligros que corren y las consecuencias que sus actos tienen en beneficio de la sociedad", ha continuado Vargas Llosa llevando de nuevo el debate a su libro.



Pero poco tardaron los asistentes en requerirle hablar del presente rabioso. Preguntado por el debate de la independencia catalana y desoyendo el consejo de su mujer y de su editora, ha zanjado: "La globalización provoca reacciones negativas que tienen que ver con el llamado de la tribu de Popper. Cuando el personaje se aparta de la tribu, adquiere soberanía, independencia... ese es el comienzo de la civilización, gracias a ello hay democracia, derechos humanos, soberanía individual... Pero Popper afirma que este llamado siempre está en el fondo de la conciencia y que en ciertas circunstancias es muy fuerte e implica volver a formar parte de una comunidad. Eso es el nacionalismo, el regreso a la tribu, la abdicación de la responsabilidad, elegir la vida no según la conducta y los actos de uno sino como tribu. Como suramericano he visto los estragos atroces del nacionalismo, los millones de muertos que son un producto de él. Lo que es terrible es que en sociedades tan avanzadas pueda volver a atacar. Ocurrió en el caso de Alemania, ha ocurrido en Japón... Si queremos desterrar la violencia hay que combatirla con cultura".



Por suerte, el autor de La fiesta del chivo ha podido hablar más tarde de literatura. Por ejemplo, de la urgencia con la que algunos viejos personajes le pedían ser recuperados: "Es como si me dijeran: 'Yo no fui suficientemente aprovechado, corrige tu error'. Siempre me ha intrigado por qué siguen urgiéndome para comparecer en nuevas historias". También ha regresado a un tema que toca con frecuencia después del Nobel, la inseguridad cada vez mayor con la que se enfrenta a la escritura: "Algunas personas creen que con el ejercicio y la experiencia uno adquiere una mayor capacidad, pero es al contrario. El ejercicio crea una voluntad que conspira contra esa seguridad. Ahora soy más consciente de lo difícil que resulta alcanzar el tope que uno se fija cuando se enfrenta a una historia. Me hace pasar muy malos ratos", ha admitido.



Optimista, y preguntado por la vejez que le sobrevuela, el escritor ha regalado esperanza a los presentes: "La veo con cierta preocupación, desde luego. Pero creo que lo importante es vivir como si uno fuera inmortal, organizar la vida como si uno fuera a vivir siempre, no perder el entusiasmo, la capacidad de proyectarnos en anhelos, aunque sepamos que no los vamos a alcanzar. Para mí escribir significa abolir ese aspecto tan negativo de la temporalidad y, sobre todo, anula la preocupación por la extinción o el final. Desde hace algunos años repito que me gustaría morirme escribiendo, con la pluma en la mano. No morir en vida, pues ese es el espectáculo más triste, que uno deje de tener ideales o ilusiones y que deje de sentir que la vida es esa cosa maravillosa que es, ¿verdad? La vida sería horrible si no se acabara, tiene esa intensidad maravillosa de que se acaba. Y yo espero vivir joven aunque sea ya muy viejo. Morir lúcido, ilusionado...".