Marcel Reich-Raniki.

Cierto atardecer, nada más salir de una iglesia de Hannóver donde acababa de asistir a un concierto, como lloviese con fuerza corrí a refugiarme bajo la marquesina de una parada del tranvía. En los soportes laterales, iluminados, colgaban sendos carteles publicitarios. Uno de ellos atrajo mi atención, y no por cierto el de la muchacha en paños menores cuyos atributos físicos servían para promocionar un producto difícilmente vinculable con la juventud y belleza del cuerpo expuesto. El que suscitó mis reflexiones fue el otro cartel, en el cual se veía al crítico de literatura Marcel Reich-Ranicki posando con su calva, su semblante apenas atractivo y una sonrisa de circunstancias para un anuncio de páginas amarillas.



Era evidente que el gancho publicitario de la imagen consistía en mostrar en las manos del crítico, en unas manos avezadas a sostener los grandes monumentos de la literatura universal, un ejemplar de la guía telefónica. Detrás del anciano ilustre, al fondo de lo que parecía un salón burgués, varias filas de estantes repletos de libros contribuían de manera adecuada a reforzar el equívoco.



El anuncio no me era del todo desconocido. Con fotografía ligeramente distinta lo había visto en ocasiones anteriores repartido por la ciudad. Me agradó comprobar que el oficio de tasar los frutos del esfuerzo ajeno no estuviera, al menos en un lugar del planeta, reñido con el estrellato, entiéndase que con el estrellato en la versión más mundanal posible. Deduje a continuación que tan sólo el elevado índice de lectura de la población alemana podía justificar el hecho de que un experto en literatura figurase en el sitio que por regla general queda reservado a los deportistas, a las actrices y a gente más o menos poco señalada por su valía intelectual.



La fama obtenida por Reich-Ranicki fuera de los círculos especializados se explica fácilmente, puesto que se la ha dado la televisión. Hay que tener en cuenta que Das literarische Quartett, su programa sobre libros, se emitía en horas de máxima audiencia, con cotas de aceptación que las cadenas privadas alcanzan tan sólo por la vía tradicional de halagar los instintos más bajos de los televidentes.



Seis veces por año desde 1988, durante setenta y cinco minutos sin cortes de publicidad, las cámaras enfocan a cuatro personas talludas que comentan, sentadas en un círculo de poltronas, cinco libros (por lo común novelas) de publicación reciente. Hablan y gesticulan, se exaltan y enternecen, se dividen en bandos variables de opinión, porfían como parroquianos de taberna, se enojan como sargentos y ríen, si hace falta, a carcajadas, todo para regocijo de miles de espectadores que al día siguiente correrán a las librerías antes que se agoten los libros juzgados. Como fomento de la lectura, el programa de Reich-Ranicki no admite parangón. Demuestra, además, que, aunque parezca mentira, incluso a las diez y cuarto de la noche la televisión es compatible con la inteligencia.



Das literarische Quartett está cortado a la medida de Reich-Ranicki, que fue quien concibió el programa y quien lo ha dirigido de principio a fin con mano de hierro. Él comunica a sus compañeros, minutos antes de iniciarse la emisión, el orden en que habrán de ser sometidos a debate los cinco libros de turno. Él saluda a los espectadores, presenta al huésped invitado para la ocasión y despide el programa con unos versos, siempre los mismos, de Bertolt Brecht, en los cuales se constata la precariedad connatural de todo parecer humano. Él, en fin, estableció las normas que de vez en cuando no tiene empacho en contravenir, privilegio vedado a los otros participantes, como leer extractos anotados en chuleta (lo hizo la noche en que encumbró a Javier Marías) o adornar sus intervenciones con tiradas a veces prolijas de confesiones íntimas.



Sus arrebatos de cólera o de entusiasmo; su recio acento del Este, que da de comer a imitadores y parodistas; su perfecto dominio de la exageración; la tenacidad con que mete cucharadas de cultura literaria en las bocas del vulgo, simplificando si es preciso para facilitar la digestión de la papilla, y en definitiva sus grandes dotes de comunicador han posibilitado un triunfo que, sin embargo, va mucho más allá del aprovechamiento laborioso de la fortuna y el talento. El triunfo de Reich-Ranicki comporta en cierta medida la consumación de un desquite personal o, si se prefiere, una cuenta saldada en favor propio, pero también en favor de la dignidad de sus familiares gaseados en Treblinka y de la de tantos otros congéneres que por el azar de su condición judía hubieron de padecer humillación, crueldad y muerte en nombre de la nación alemana.



No por casualidad la sintonía con que se abre y se cierra Das literarische Quartett proviene del Cuarteto para cuerda, opus 59, de Beethoven. Los vivos compases del comienzo del alegro entrañan un homenaje a los habitantes del gueto de Varsovia, donde Reich-Ranicki permaneció confinado hasta su fuga en febrero de 1943. Sugieren al mismo tiempo la idea de que la cultura elige a sus dueños y no al revés, seleccionándolos entre quienes se toman el esfuerzo de conocerla a fondo y amarla con pasión. Aquella música prohibida en el gueto, interpretada a escondidas por instrumentistas andrajosos, famélicos, aterrados, suena ahora, por decisión de un superviviente, en los televisores de los hijos y los nietos de quienes pusieron por obra la barbarie.



En las memorias de Marcel Reich-Ranicki, publicadas con éxito de ventas en 1999, ocupa un lugar central la cuestión de la identidad. El autor no se limita a consignar pormenores de una biografía rica en experiencias de desarraigo, sino que se afana desde las primeras líneas del relato por elucidar, con sentido de denuncia muchas veces, los porqués de una peripecia vital forzada en algunos tramos a transcurrir por los bordes del abismo.



Nacido en Polonia, la ruina económica determina que la familia emigre a Berlín cuando él tiene nueve años. Desde chiquillo lo acicatea el prurito de la lectura. Su maestra, al despedirlo, le ha dicho, acaso para levantarle el ánimo, que va al país de la cultura. Los hechos no tardarán en demostrarle que Alemania no es por esa época un jardín apacible con estatuas de Goethe o de Schiller. A punto de empezar la década de los treinta, Alemania se apresta a transformarse en un infierno para los de la estirpe del pequeño Reich (Ranicki es un seudónimo adherido largos años después al apellido paterno). El niño ansioso de asimilarse ha viajado con pasaporte polaco y es judío: pésimas cartas para afrontar la partida atroz que se avecina.



Ya en el colegio sufre el desdén de sus condiscípulos. Herido en su amor propio, tomará callada venganza por la vía de convertirse en el mejor alumno de la clase. Esa actitud de confrontación intelectual no lo abandonará jamás. Ha dejado escrito en su libro de recuerdos que no sabe odiar, también que el placer constituye el cimiento de su labor crítica. Son afirmaciones que despiden aroma a generosidad, incluso a perdón. Palabras que certifican la cicatrización de antiguas heridas, conclusiones de marinero que ha llegado a puerto. Al mismo tiempo manifiestan otra cosa que tiene que ver con la conciencia plena del triunfo. Revelan un gesto: el del que habiendo alcanzado con tesón lo que le fue negado se permite derrotar públicamente al resentimiento.



En el verano de 1958, el bloque comunista europeo aún no se ha encastillado detrás de fronteras impermeables, de modo que si la suerte acompaña les es posible a algunos individuos valientes atravesarlas en dirección oeste. Marcel Reich-Ranicki aprovecha la ocasión para escapar de Polonia con su familia. Lo alienta el propósito de instalarse para siempre en la República Federal de Alemania, donde aspira a cumplir un sueño concebido en la adolescencia: transmitir a un gran número de lectores, con libertad absoluta de criterio, sus propias experiencias de lector.



No llega a un lugar cualquiera. Llega al país en que de joven le fue prohibido emprender estudios universitarios, espina que nunca ha dejado de dolerle. Llega al país del que fue desterrado y en el que nacieron y se formaron los hombres abyectos que pusieron su energía al servicio de un sistema eficaz de aniquilación. Vuelve como se fue, sin apenas equipaje, sin dinero, sin perspectiva laboral. Los dedos de una mano no le alcanzan para contar las veces que ha tenido que rehacer su vida desde cero. Un libro llevó consigo cuando lo forzaron a abandonar la nación en cuya historia cultural siempre anheló intervenir; un incompleto diccionario polaco-alemán trae a la vuelta. En todos los momentos destacados de su vida se ha hallado presente la literatura. Otro hogar seguro y confortable no ha conocido sino su pasión por ella, por la 'patria portátil', como la ha denominado en sus memorias.



Con frecuencia se le ha oído afirmar que sin amor a la literatura no hay crítica. El público aplaude de buen grado la llaneza de su vibración humana. Nada le interesa a Reich-Ranicki menos que elevar la crítica literaria al rango de ciencia. Nada detesta más que los tecnicismos, la jerga filológica y, en general, los usos lingüísticos propios de profesores, terminantemente prohibidos en su programa de televisión. Su ideal de estilo, según ha declarado en repetidas ocasiones, es la claridad, así como la fuente de sus conceptos el gusto personal curtido en lecturas innumerables. No quiso Reich-Ranicki ser un reseñista al uso que se conforma con redactar para la página cultural del periódico cuatro cositas sobre este o el otro libro de actualidad y después se va a su casa a enfrascarse en la lectura del siguiente volumen.



Desde la prensa y la radio al principio, más tarde desde la televisión, el crítico se erigió en guardián celoso de la casa literaria alemana, ejerciendo desde la década de los sesenta del siglo XX, bien como entrevistador radiofónico, bien como responsable máximo de las páginas culturales del Frankfurter Allgemeine Zeitung, un poder de intervención en los asuntos literarios del país como no se había conocido nunca antes en Alemania. La consecuencia natural de todo ello es que se le teme, se le ataca y se le odia, hasta el punto de que algún escritor ha habido que le ha deseado la muerte en voz alta. Hombre de veredictos implacables, la fama de verdugo ha seguido a Reich-Ranicki como una sombra, afianzada por revistas y periódicos pródigos en caricaturas que lo muestran de ordinario en actitudes sañudas. Dos portadas del Spiegel se han hecho célebres en este sentido: una de 1993 en que aparece convertido en un perro al que le cuelga de la boca un jirón de libro destrozado a dentelladas y otra de 1995 en la que se le ve rasgando una novela de Günter Grass. Imágenes sin duda excesivas para un apasionado de la literatura que, según cuenta, tan sólo aspiraba a ser comprendido.