Según su biógrafo Herbert R. Lottman, en 1957 Albert Camus recibió con más angustia que satisfacción el Premio Nobel. Pensaba que el reconocimiento del jurado venía a dar su obra por cerrada, condenándolo a muerte literaria, cuando él tenía el convencimiento de que su carrera como narrador acababa de empezar. Las tres novelas publicadas hasta entonces le parecían más bien ejercicios de aprendizaje, y era en aquel momento cuando estaba escribiendo la que tenía que ser su gran obra, su personal Guerra y paz (así la llamaba). El novelista tenía cuarenta y cuatro años, más o menos la edad en que Tolstói escribió su libro.
Con El extranjero (1942), su debut como narrador, Camus le había ofrecido a la literatura universal un libro extraordinario: en una prosa brillante como metal bruñido, contaba el estúpido crimen de un tal Meursault y el juicio a que se le somete, más interesados jueces y testigos en culpabilizar a alguien cuyo comportamiento no se ajusta a lo previsible, que en ponderar su responsabilidad y en dilucidar las circunstancias que rodearon el suceso. “Qué importaba si, acusado de asesinato, lo ejecutaban por no haber llorado en el entierro de su madre”, dice el propio Meursault. En el texto, ecos de El Proceso de Franz Kafka, aunque Camus aseguró que, para inspirarse no había necesitado del checo (al que había dedicado un artículo), le había bastado con trabajar como reportero de tribunales en Argel. La desazonante visión de un universo absurdo le permitía filtrar en la novela la irracionalidad del nazismo que ocupaba Francia.
El extranjero desarrollaba la idea de que “una novela es siempre una filosofía puesta en imágenes”, principio que inspiró también La peste (1947), metáfora del irreparable dolor que provocan las infecciones ideológicas: “llega siempre una hora en la historia en la que quien se atreve a decir que dos y dos son cuatro es condenado a muerte”. En el libro, que tiene algo de auto sacramental, la epidemia pone a prueba y redime a una serie de personajes-idea. Entre los bastidores del texto se deja notar cierta sobrecarga filosófica: de nuevo, la falta de sentido del mundo, el difícil compromiso del hombre en lucha contra el dolor, o en su intento de no acrecentar la cantidad de dolor; la culpa y su complicada redención: formas de rebeldía camusianas que tienen más que ver con la honestidad que con el heroísmo. El doctor Rieux, protagonista de la novela, afirma: “Yo no sé lo que es (la honestidad) en general, pero en mi caso sé que consiste en hacer mi trabajo”. Puro Camus que, sin embargo, se muestra inconsecuente con respecto a sus propias teorías: el voluntarismo del novelista no duda en romper el asombroso juego de equilibrios que sostenía El extranjero. Lo hará también en la siguiente novela.
De hecho, ya en la crítica que le había dedicado a La náusea de Jean-Paul Sartre en 1938 acusaba a su colega de no respetar el frágil pacto entre idea e imagen y acabar convirtiendo la novela en un monólogo, mera ilustración de las teorías de unos cuantos filósofos: pues exactamente eso (un monólogo, escaparate de teorías) resultó ser La caída (1956), el largo -y brillante- parlamento de Jean-Baptiste Clamence, 'juez-penitente' que, en un bar de Ámsterdam, se confiesa portador de una culpa de la que no puede redimirse (no salvó a una mujer que se había arrojado al Sena). Uno no llamaría exactamente novela a ese texto, si no fuera porque a estas alturas no sabemos distinguir los límites del género, o si no intuyéramos que obras tan poderosas como las de Bernhard, o la de Zorn, han nacido en los aledaños de esa voz profundamente camusiana que se vuelve contra Camus.
Un par de años después de que le concedieran el Nobel, Camus seguía empeñado en escribir su propia Guerra y paz. Entre los restos del automóvil en que perdió la vida el 4 de enero de 1960, encontraron un portafolios de cuero cuyo interior guardaba ciento cuarenta y cuatro páginas anotadas con letra apenas inteligible: en ellas estaban los emigrantes sin pasado, la madre analfabeta y sorda, el desconocido padre que murió en la guerra, la infancia y adolescencia en Argel, el mar y el sol como regalos piadosos que la naturaleza deja caer sobre los desheredados del Mediterráneo: toda la semilla novelesca de ese personaje cargado de contradicciones que había acabado por ser Albert Camus, hijo de pobres que se esfuerza en recuperar lo que -son sus palabras- sólo los ricos recuperan: el tiempo perdido; sospechoso argelino en la metrópoli y colonizador francés en la colonia.
Ahí estaba el germen del tipo que desconfiará de los intelectuales pero acabará por ser uno de ellos y disfrutará de su poder en un mundo que considera ajeno; el que, sin sentirse existencialista, goza de las ventajas de esa moda filosófica parisina y, seguramente por eso, ama y odia apasionadamente a Sartre; el filocomunista que sirve argumentos a los anticomunistas; el ateo que guiña el ojo a los católicos (de nuevo la moda y su coquetería: fueron signo de aquellos tiempos las conversiones de escritores); el hombre que arrastra una culpa imperdonable y, sin embargo, se vuelve cuerpo inocente en contacto con la belleza azul de Tipasa.
Por acabar de una vez: el triunfador que vive el éxito como derrota, porque tal vez eso viene impreso en la genética de los pobres: gente que sólo posee sustantivos comunes (el florero, el plato hondo) frente a los nombres propios que guardan los mejor situados (la cerámica de los Vosgos, la vajilla de Quimper). Eso era lo que había empezando a contar Camus en aquellos papeles, texto frustrado que no vio la luz hasta 1994 (treinta y tantos años después de su muerte), bajo el título de El primer hombre: en aquellas letras apretadas estaban su guerra y su paz, las que proyectaba alcanzar más allá del Nobel, las que no alcanzó pero aún nos deslumbran.