Steve Tesich

Traducción de Javier Calvo. Seix Barral. 556 pp, 19'90 e.

Antes de revelarse definitivamente como el libro desesperado y doloroso que es, Karoo ha dado muy buenas razones para que las citas que reproduce su solapa vayan desbordadas de alusiones a las carcajadas que provoca el talento de Steve Tesich (Serbia, 1942- Canadá, 1996): este festival de cinismo americano a expensas de la industria del cine, el noventero prestigio del divorcio en diferido y otras formas de esnobismo, o la desaparición de la privacidad, conforma un magnífico retrato de la tontería (o, por usar un término al que apela el mismo texto, de la banalidad) contemporánea. Y sin embargo, Tesich ha ido dejando desde el primer momento abundantes pistas, algunas sutiles y otras no tanto, de la capacidad devastadora del relato que se trae entre manos: por ejemplo, cuando el protagonista traiciona a su joven amiga en una cena animada por cascabeles; o en cada uno de los encuentros con su hijo. Hay una furiosa e implacable Nada asomando en cada página, colándose entre las grietas que dejan el azar y la exuberante desvergüenza de Saul Karoo. Si quieres bañarte en ácido mientras contemplas tu imagen en un espejo, better call Saul.



Lo cierto es que Tesich, guionista reconocido (ganador de un Oscar por El relevo) y novelista casi oculto en el momento de su muerte, nos dejó en herencia una creación impresionante que se publicaría póstumamente. Su protagonista es fascinante: un prestigioso reescritor de guiones de cine que se ha hecho rico desvirtuando las creaciones artísticas de otros para que tengan mejores expectativas comerciales. Muchos consideran que es un genio, o al menos eso dicen, mientras que Karoo, cual Andreotti del entertainment, se conforma con comprobar que no le rodea gente mucho mejor que él, tal vez con la excepción del productor Jay Cromwell, armado de una maldad vampírica químicamente pura. Cromwell es mejor porque es peor, claro.



Al fondo, tenemos la Historia: el mundo de la guerra fría derrumbándose y dando paso a los frenéticos noventa, con su fin de la Historia, con su guerra de Irak, con su obscenidad. En primer plano, mediante una primera persona magistralmente construida por Tesich, el locuaz Karoo nos va relatando sus problemas con la verdad (quizás la palabra más repetida del libro), su patológica necesidad de rehuir cualquier momento íntimo, y su convicción de que acumulando mentiras puede construirse un personaje "más sustancial y considerablemente más comprensible que yo mismo". ¡Ser autor de uno mismo, ante un público, cualquiera, aunque sean los de la mesa de al lado en el restaurante! Por cierto, que estas actitudes les permiten a Tesich lanzar una de las invectivas más brutales que he leído contra la crítica de periódico: Karoo nos confiesa que lee la demoledora carta que le escribe su hijo como lo haría un reseñista, porque así "más se disipan su sentido y su propósito". La crítica como estrategia para eludir la verdad, menudo bofetón.



Honestamente, Karoo lo tiene todo para ser un tipo bastante grimoso, un mentiroso compulsivo abonado a la indiferencia moral. Pero si el lector zigzaguea entre sus ocurrencias, si se anima a desbrozar las farsas y las farsas de las farsas que va elaborando Karoo, tal vez pueda toparse de pronto con la voluntad genuina de hacer algo valioso. De dejar un legado, sea en forma artística o, más bien, en de generosidad amorosa.



Y por aquí precisamente se despeñará este relato cáustico por el barranco de la verdadera aniquilación. Karoo es un libro duro. Las risotadas que nos arranca, porque es cierto que a menudo resulta histéricamente humorístico, sólo logran que este efecto se muestre aún más desnudo. Cuando el protagonista decide ser bueno y feliz, volverá a traicionarlo la necesidad tramposa de llegar a la verdad a través de la mentira. Menudo giro nos reserva Karoo y qué lleno de sentido, narrativo y dramático, se muestra el cambio de la primera a la tercera persona.



El final cósmico de este libro adictivo, que por supuesto no voy a contar, puede parecer redentor, pero cabe preguntarse ante quién se redime alguien que está solo, tan solo que podría contenernos a todos. A Seix Barral le agradecemos dos cosas: la ilustración en portada de Miguel Brieva (que entre otras cosas juega, como una edición americana, con las correcciones de guión en rojo, algo nada irrelevante) y la traducción de Javier Calvo.