Buena parte de la admiración y del respeto que todavía suscita la figura de Albert Camus van dirigidos a un personaje que él mismo había comenzado a detestar y del que sólo una muerte prematura impidió que se desembarazara plenamente.
Pocas veces se tiene la ocasión, como leyendo en secuencia las obras de Camus, de reconocer el argumento dramático de una vida, la tensión que en cierto modo organiza y da un sentido a toda una trayectoria. Una tensión que, por lo que a Camus toca, tiene su origen en la resistencia que su naturaleza de hombre y su vocación de escritor oponen a la ejemplaridad a que le empujan las circunstancias de su situación y de su época.
Cabe sugerir que, más que ningún otro de sus contemporáneos, Camus encarna la tragedia de los últimos intelectuales, impelidos a asumir una representatividad de la que han sido desposeídos, lo cual pone en falso sus aspiraciones de objetividad e imprime una dimensión retórica a su gestualidad y a su discurso.
Ya en una anotación de 1949 escribe: “Desde mis primeros libros hasta La soga y El hombre rebelde, todo mi esfuerzo en realidad ha consistido en despersonalizarme”. Un esfuerzo que, poco más adelante, califica de “desmesurado” y estima que “no ha servido para nada”.
Es sobre todo en la década de los 50 cuando este sentimiento de agotamiento y de rebelión hacia su propio personaje público alcanza en Camus una mayor acuidad, como se deja ver en los Carnets correspondientes a esos años. Refiriéndose a la época de la inmediata posguerra, Camus se reprocha amargamente “todos esos años de repugnante seriedad”, y denuncia la “ingenuidad del intelectual de 1950, que cree que hay que envararse para engrandecerse”. Escucha sus propias declaraciones por radio y se encuentra a sí mismo “exasperante”, abochornándose por su tono “helado”. Cada vez le parece más aterradora la vecindad de quienes “han querido repudiar la belleza y la naturaleza en beneficio únicamente de la inteligencia y de sus poderes conquistadores”, de todos cuantos “prefieren sus principios a su felicidad”.
“He abandonado el punto de vista moral. La moral lleva a la abstracción y a la injusticia. Es madre del fanatismo y de la ceguera”. Así se expresa, pocos meses antes de su muerte, quien sigue siendo considerado hoy día como uno de los referentes morales de este siglo. Un hombre que, el mismo año de 1959, anota: “Quise vivir durante años según la moral de todos. Me esforcé por vivir como todo el mundo, por parecerme a todo el mundo. Dije lo preciso para unir, aun cuando yo me sentía separado. Y al cabo de todo esto, llegó la catástrofe. Ahora me paseo por entre las ruinas, estoy sin ley, cruelmente dividido, solo y aceptando estarlo, resignado a mi singularidad y a mis discapacidades. Y debo reconstruir una verdad, tras haber vivido toda mi vida en una suerte de mentira”.
Este sentimiento de mentira, el reconocimiento de un imperdonable desajuste entre su proyección pública y sus aspiraciones personales, define, paradójicamente, la más ejemplar faceta de Camus, aquella en la que se pone de manifiesto el formidable malentendido que rodea su fama. “Cada vez que me dicen que admiran en mí al hombre, tengo la impresión de haber mentido durante toda mi vida”, asegura quien poco antes ha manifestado no estar “muy orgulloso” de sí.
La fatalidad quiso que la muerte sorprendiera a Camus cuando se hallaba a las puertas de lo que él mismo califica como “una segunda revelación, un segundo nacimiento”. Cuando tenía entre manos El primer hombre, la novela que refundaba su vocación literaria.
Su vida y su obra, así, constituyen ejemplos problemáticos de una pasión y de un compromiso que sólo adquieren su valor auténtico en la medida en que son negados. “Soy yo mismo quien, desde casi hace cinco años, me critico, critico lo que veo y aquello de lo cual he vivido. Por eso, los que compartieron mis mismas ideas se creen aludidos y me guardan rencor por ello. Pero no; me hago la guerra a mí mismo y me destruiré o renaceré, eso es todo”.
No puedo ser ni lo uno ni lo otro. Y la figura de Camus, permanece para devotos y contrarios en la equívoca penumbra de una destrucción incumplida, de un abortado renacimiento. Enseñando, a su manera, el camino. La dignidad del rechazo a la servidumbre y a la posesión.