La infancia, el origen social y familiar, la parentela de la gente de poco dinero y la Argelia pobre de los años genealógicos constituyen el temperamento libertario de Albert Camus. Nunca fue, ni aquí ni en las demás ocasiones, un doctrinario, ni un seguidor de la ortodoxia, ni un pensador sistemático, de modo que no es anarquista como discípulo, sino como maestro. En ningún caso quiere ser stirneriano, bakuniano o proudhoniano, algo que carecería absolutamente de sentido un siglo después del florecimiento de esos pensamientos anticuados. Camus inventó el pensamiento libertario del siglo XX inscribiendo su nombre en una historia que, ciertamente, supone una filiación, pero destaca sobre todo por lo que concibe de forma inédita: un estilo libertario, una sensibilidad libertaria y un carácter libertario.
Camus inventa ese pensamiento singular reaccionando personalmente ante lo que constituye ese siglo: anticolonialista a partir de 1938 con Miseria en la Cabilia; pacifista, pero que realiza los trámites para alistarse una vez constatada la infructuosidad de sus esfuerzos por impedir la guerra en 1939; miembro de la resistencia en Combat a partir de 1943 (otros esperarán a la Liberación para henchirse de 'compromiso'): negándose a desempeñar un papel en la purga mientras algunos tratan de recuperarse en ella; oponiéndose a cualquier forma de fascismo cuando los resistentes de la vigésimoquinta hora convertidos en purgadores reanudan unas turbias relaciones con el totalitarismo, siempre que sea de izquierdas; no dando la razón a los fascismos rojos de la URSS, del Este, de los trópicos o de China, ni a los pardos del nacionalsocialismo de la Italia mussoliniana o de la España franquista, ni tampoco al bloque estadounidense, especialmente con Hiroshima y Nagasaki; rechazando la tortura, el terrorismo y los atentados ciegos que causan víctimas civiles, ya sea con la OEA o con el FLN. Camus inventa el pensamiento libertario de su siglo contentándose con aparecer en él como una figura rebelde y refractaria, con una moral recta y con una inteligencia crítica incorruptible e intransigente; dicho de otro modo, como un filósofo.
En las antípodas de Sartre, del que es el anti-retrato, Camus ocupa en el par ancestral resistente/colaborador respecto a los poderes el papel del resistente emblemático. Mientras Sartre convierte al general De Gaulle -que se opone al nacionalsocialismo y expresa el honor de Francia en los años de ocupación- en un fascista emblemático al tiempo que loa a los fascistas siempre que apoyen el socialismo, Camus no es amigo de ningún jefe de Estado; buscaríamos en vano fotografías en su iconografía que le comprometan con jefes de Estado de países socialistas.
Por haber hecho frente a la jauría sartriana organizada a partir de Les Temps Modernes, que no retrocedía ante nada (mentiras, calumnias, insultos, vaguedades, palizas conceptuales, abyecciones, falsificaciones) desde la publicación de El hombre rebelde, que constituye un hito en el honor de la filosofía francesa que estaba casi toda vendida a los fascismos rojos en esa época, Camus se convirtió, por la ejecución de un secuaz sartreano en su época, en un comparsa enviado, en un “filósofo para clases terminales”. En efecto, al contrario que Sartre que, hijo de buena familia, burgués preparado por y para la Escuela Normal Superior, dotado de un formidable espíritu de casta, parisino, y deseoso de una gloria que por una lógica de clase consideraba que le correspondía por derecho, Camus, hijo de pobre, con un padre peón agrícola y una madre limpiadora, nunca legítimo, siempre preocupado por justificarse de ser lo que era, aprende la pobreza en las calles de Argel y no en el ambiente silencioso de la Escuela Normal Superior leyendo a Hegel o a Marx.
Mientras que el alumno de la Escuela Normal Superior ahúma con el arsenal conceptual que ha tomado prestado a la fenomenología alemana, utiliza la jerga, intimida y se propone liberar al proletariado con las cogitaciones de la Crítica de la razón dialéctica, el filósofo de lo concreto y el pensador de la inmanencia construye su visión del mundo apartada del concepto que aterroriza y aleja al pueblo y a los modestos, que le dan su estima y su cariño. La novela, las novelas cortas, el teatro, el periodismo y los ensayos constituyen para Camus otras tantas vías de acceso al pueblo. Sartre justificaba el terror, siempre que fuese de izquierdas: legitimaba los campos, si estaban motivados por el socialismo; le parecía normal el terrorismo de Estado soviético así como el terrorismo artesanal de la banda de Baader o el de los activistas palestinos; consideraba justa la pena de muerte si concernía a un notario de Bruay-en Artois, al que una “justicia de clase” condenaba por el mero hecho de su profesión. Por su parte, Camus rechazaba por principio que se torturase, que se encarcelase, que se masacrase, que se ejecutase. Sí, no estaría de más leer ahora, o releer, sus Reflexiones sobre la pena de muerte.
Medio siglo después de El hombre rebelde, y después de que la historia haya enseñado un cierto número de lecciones, parece que Sartre se ha convertido sin duda, y para el resto de los tiempos, en un “filósofo para clases terminales”. El compañero de viaje de los comunistas ha quedado atrás; el clon de los fenomenólogos alemanes ya sólo impresiona a los que hacen tesis; la producción anticuada del filósofo ha envejecido 1.000 años desde la caída del Muro de Berlín; ya nadie duda de que su estrategia fue oportunista y arribista; y no hablemos ya ni de sus novelas inacabadas, ni de su teatro cubierto de polvo. Mientras tanto, Camus se ha convertido en un filósofo intempestivo, en el sentido nietzscheano de la palabra.
El autor de El mito de Sísifo ve por fin cómo llega su hora. Su invento del pensamiento libertario en el siglo XX cogió a todo el mundo desprevenido, incluidos, y quizás sobre todo, a los anarquistas enquistados. Su trayectoria singular nos ofrece lecciones para inventar el pensamiento libertario del mañana. Nunca se ha recurrido tanto a un filósofo para disipar el nihilismo de nuestra época decadente.