La librería Shakespeare and Company, en París. Foto: flo21 (Flickr).

Con unos facinerosos pisándole los talones, el cronista de canalladas Jeremy Mercer se planta en París a la espera de algo. Cierto día, cuando deambula con aguacero y sin techo por la orilla izquierda, le ofrecen té en una fábula conocida como Shakespeare & Co. Aquella librería-guarida es, en realidad, el segundo avatar de una fantasía ideada por Sylvia Beach en los años veinte como domicilio de una generación no más perdida que cualquier otra, un templo ya difunto pero resucitado durante los cincuenta con extravagantes consecuencias. Allí, sin ir más lejos, residieron Ginsberg, Burroughs, Ferlinghetti y otros tambores de la percusión beat. George Whitman, su nuevo sacerdote, ofrece hospedaje a cambio de trabajo a los letraheridos sin rumbo, y nuestro Jeremy acepta la generosa oferta para acabar convertido en huésped, confidente y factótum del estrafalario posadero.



Lo acompañará en su aventura un formidable reparto de exotismos humanos decididos a llevar la bohemia parisina hasta las cotas más sublimes de lo descabellado. Y lo entrañable. Y lo literario. Porque la librería más famosa del mundo aloja el sueño de unas vidas reales hechas con la materia de la ficción. Este libro, que abre la colección de crónica de Malpaso, es la memoria de esos días.



Jeremy Mercer es canadiense pero vive en Marsella. Tras The Champagne Gang (1997), Money for Nothing (1999) y When the Guillotine Fell (2008), La librería más famosa del mundo es su cuarto libro.




1.

Llegué a la librería un gris domingo de invierno.



Paseaba, como tenía por costumbre en aquella época complicada. Nunca llevaba un destino concreto, sólo necesitaba un buen número de manzanas y esquinas dobladas al azar que me ayudaran a perder la noción del tiempo y me distrajesen de los problemas que me atenazaban. Era sorprendentemente fácil olvidarse de uno mismo en medio del ajetreo de los mercados y bulevares, entre los parques cuidados con esmero y los monumentos de mármol.



A primera hora de la tarde de aquel día había empezado a caer una fina llovizna. Al principio apenas mojaba la lana de mi jersey, así que ni se me pasó por la cabeza interrumpir la grave ejecución de mi paseo. Pero después, conforme iba anocheciendo, los truenos cruzaron el cielo y dio comienzo un chaparrón. Había que ponerse a cubierto y desde donde el aguacero me había cogido, cerca de la catedral de Notre Dame, podía vislumbrar el cartel amarillo y verde de la librería al otro lado del río.



Llevaba ya un mes en París, lo suficiente para haber oído rumores imprecisos sobre la legendaria tienda. Naturalmente, había despertado mi curiosidad y más de una vez pensé en ir. Sin embargo, mientras cruzaba el puente con el viento silbándome entre las perneras y los paraguas abriéndose a mi alrededor, aquellos rumores fueron lo último que me vino a la cabeza. Mi única preocupación era escapar de la tormenta y dejar pasar el tiempo a resguardo de la lluvia.



Frente al local, un grupo posaba valerosamente para la última ronda de fotos. Protegían las cámaras con gruesas guías turísticas y sonreían mostrando el castañeteo de sus dientes. Una mujer dirigió una mirada furiosa a su marido por debajo de la capucha del impermeable mientras éste giraba un aparatoso objetivo: «Rápido -lo apremió-, date prisa».



A través de los cristales empañados del escaparate se apreciaban una luz acogedora y unas siluetas que se movían en su interior. A mi izquierda había una estrecha puerta de madera con la pintura verde descascarillada. Se abrió con un leve crujido para revelar un modesto delirio.



Una resplandeciente lámpara de araña colgaba de un falso techo de madera agrietada; en un rincón, un hombre obeso estrujaba su muumuu1 color turquesa que estaba chorreando. Una horda de clientes rodeaba el mostrador berreando a la dependienta en una estridente mezcla de idiomas. Y los libros. Había libros por todas partes. Combaban las estanterías de madera, sobresalían de las cajas de cartón, mantenían un equilibrio precario en pilas demasiado altas y encima de algunas sillas. Tumbado en el alféizar de la ventana, un sedoso gato negro observaba la extravagante escena. Os juro que levantó la cabeza y me guiñó un ojo.



Cuando el grupo de turistas entró en el local se levantó una repentina corriente de aire. Me arrastraron con ellos hacia el interior, más allá del mostrador abarrotado, y me hicieron subir dos escalones de piedra con unas palabras pintadas, «vive para la humanidad », hasta llegar a una enorme sala central. Allí las mesas y las estanterías rebosaban de libros, dos puertas permitían adentrarse todavía más en la tienda, presidida desde lo alto por una claraboya sucia. Aún más insólito era el lugar sobre el que la claraboya arrojaba su luz: un pozo de los deseos con un borde de hierro, donde un hombre, rodilla en tierra, pescaba las monedas más valiosas. Al acercarme levantó la vista y se apresuró a proteger su botín con un brazo contrahecho.



Pasé lo más lejos que pude de aquel individuo, me adentré en un pasillo estrecho y me encontré rodeado de lo que parecían ser libros escritos en ruso. Me aventuré hacia un rincón sin salida en el que había un fregadero rodeado de montones de amarillentas revistas consagradas a la naturaleza. Sobre un número dedicado a las selvas de Madagascar había una cuchilla de afeitar con restos de jabón. Un pegote de espuma añadía una mancha poco natural a un leopardo recostado.



Retrocedí y llegué a la sección de novela alemana, luego, dando algún traspié, doblé otra esquina y me encontré con una pirámide inestable formada por libros de arte con tapas relucientes. A un lado, una alcoba con vidrios emplomados y una bombilla que parpadeaba. Una mujer agachada murmuraba en italiano tratando de descifrar los títulos de los libros bajo la luz intermitente.



Por fin, después de atravesar otra puerta, llegué de nuevo al cuarto del pozo de los deseos. El hombre que estaba metiendo la mano en el agua se había esfumado, pero ahora el grupo de turistas había colonizado el lugar. Casi cegado por los flashes de sus cámaras, tropecé contra los hombros mojados de la manada mientras se internaban en el laberinto del que yo acababa de salir.



Fue en esa coyuntura cuando decidí que un café sería un refugio más tranquilo para la tormenta. Batiéndome en cautelosa retirada dejé atrás a la dependienta y al gato negro de los guiños y salí de nuevo por la puerta verde. La virulencia de la lluvia hizo que me lo replanteara, y en ese instante de vacilación me fijé en un armarito de madera atornillado a la pared contigua al escaparate de la tienda. Estaba repleto de ediciones de bolsillo, húmedas y abombadas, pero costaban sólo veinticinco francos, cantidad que hasta yo podía permitirme en aquella época desesperada. Un ejemplar de Retrato del artista adolescente sobresalía apuntando en mi dirección. Pensando que sería un pasatiempo barato, me adentré de nuevo en la librería.



Cuando llegó mi turno, la joven del mostrador me dirigió una sonrisa luminosa y abrió mi libro. Con suma diligencia estampó el sello de la librería Shakespeare & Company en la portadilla. Luego me propuso subir y tomar un té.





2.

Yo era redactor de sucesos en el periódico de una ciudad mediana de Canadá. Nos gustaba decir que teníamos una población de un millón de habitantes, pero en esas cifras incluíamos comunidades rurales que quedaban a una hora del centro. Para mí, el índice de homicidios era una estadística mucho más relevante. Había unos quince o veinte anuales, veinticinco si la cosa iba bien desde la perspectiva de un periodista de sucesos.



La mía era una profesión ingrata. Se trataba de permanecer agazapado en los rincones sombríos de la vida y rapiñar todo lo ruin y enfermizo para exponerlo públicamente: una niña violada con una linterna, un bebé ahogado en la piscina del jardín mientras la niñera se echaba una siesta, un padre joven atropellado por un ruidoso coche lleno de adolescentes borrachos. Ésta era la rutina diaria, una corriente continua de dolor que coloreó gradualmente mi visión de la humanidad y embotó mi capacidad de compasión.



Por despreciable que pueda parecer, era lo bastante fácil para que el esfuerzo mereciese la pena: estar al tanto de la actividad policial es un deber de los periódicos; informar de tragedias ayuda a la comunidad a comprender mejor la muerte y el sufrimiento; si se hace de un modo honesto, se evitan los rumores y las medias verdades que forzosamente rodean esta clase de historias. Y aquellas miserables noches en que me veía a la entrada de una casa, frente a una madre con el rostro devastado por el llanto, insistiéndole para que me diese una fotografía del hijo que acababa de perder, me consolaba pensando que tal vez otra madre abrazaría con más fuerza a su niño cuando viese la foto del chico muerto al día siguiente en el periódico.



Así se racionalizaba la mentira cada vez que el asesinato se convertía en tema de conversación entre los reporteros de mi ciudad. Nuestro éxito se medía por la frecuencia con que ocupábamos la primera plana o encabezábamos la edición vespertina, para nosotros nunca había suficientes crímenes. Soñábamos con trabajar en un sitio como Toronto, con cincuenta asesinatos al año. Uno por semana. Imaginaos. En una ocasión, a un colega muy borracho le dio por hablar más de la cuenta y se quejó amargamente de que había tenido que ir a una boda el mismo fin de semana en que, contra todo pronóstico, se habían cometido cuatro asesinatos atroces, dos de los cuales con un martillo que dejó el techo cubierto de estalactitas de sesos. Maldecía haberse perdido la diversión.



Al principio disfrutaba con mi trabajo. El escenario del crimen a altas horas de la noche; la caza de datos, hechos, fotografías de los muertos; la adrenalina de ir siempre contrarreloj y competir con los diarios rivales. La oportunidad de regodearse con los aspectos más repugnantes del alma humana. Todo el mundo vuelve la cabeza para mirar cuando pasa al lado de un accidente; yo tenía el dudoso placer de estar a pocos centímetros de los restos calcinados.



Pero también acepté aquel trabajo por motivos personales. Yo tenía mis propios esqueletos, por lo que hugarba con más ahínco en los armarios de los demás. Rodearme de oscuridad y desgracias hacía que me sintiera casi normal.





Entré en el periódico gracias a una beca. Era un veinteañero y estudiaba periodismo en la universidad local. El director me ofreció un período de prácticas durante el parón invernal, cuando la plantilla habitual se tomaba varios días de vacaciones y cualquier aprendiz bien predispuesto podía cubrir huecos importantes. Desde luego, las cosas no tardaron en ponerse interesantes.



La víspera de Navidad habían enviado a uno de los veteranos de sucesos a investigar una emergencia captada por radio a través del escáner de la policía. Volvió a la oficina con dos noticias cruciales. Primera: había cadáveres, cuatro cuerpos en lo que parecía un caso de asesinato con suicidio final. Y segundo: el susodicho reportero tenía reservado un vuelo aquella misma noche para ir a pasar las fiestas con la familia de su mujer. Alguien tenía que sustituirlo, y tras contemplar la sala de prensa casi desierta, el editor se encogió de hombros como diciendo «¿qué más da?», y me envió a cubrir el asunto.



Ya en el edificio de apartamentos baratos donde se habían encontrado los cuerpos, cogí el ascensor para subir al escenario del crimen. Cuando se abrieron las puertas, el empalagoso hedor de la carne en descomposición me produjo una arcada. En un extremo del pasillo, tras una la cinta amarilla y negra de la policía, se apelotonaban los periodistas y los cámaras de televisión. Al otro lado de la cinta, una agente uniformada vigilaba la puerta de la vivienda, cubierta con un plástico protector.



Mi tarea consistía en esperar tras la barrera policial hasta que saliese el inspector encagado del caso para ofrecer un resumen a la prensa. Una vez obtenidos los datos oficiales acerca del crimen, la tarea crucial consistía en descubrir, antes que el periódico rival, la identidad de la familia fallecida. Se trataba de un tabloide de esos que incluyen cotilleos de famosos y fotos de mujeres casi desnudas en la página tres, y hasta el momento nos venía ganando siempre por lamano en lo relativo a los detallesmás escabrosos de las muertes.



Al poco de llegar, las puertas del ascensor se abrieron y apareció un agente con unas bolsas de la hamburguesería de abajo. Cuando cruzó la barrera y apartó el plástico protector de la puerta para entrar en el apartamento, la oleada de aire putrefacto obligó a los periodistas a retroceder al unísono. Aparecieron dos técnicos forenses vestidos conmonos esterilizados, redecillas para el pelo y, cubriendo los zapatos, bolsas de quirófano pegajosas y salpicadas de jirones de carne. Se quedaron allí de pie, enmedio del hedor y la sangre, comiéndose tranquilamente sus patatas fritas y sorbiendo sus batidos.



Finalmente salió el inspector al mando, apartándose de la boca una mascarilla azul de cirujano para poder hablar. Un hombre había matado a su esposa y sus dos hijos con una escopeta, y después se había suicidado. Era difícil distinguir a un niño del otro porque las balas de gran calibre les habían destrozado la cara. Y, para colmo de males, la calefacción estaba muy alta y los cadáveres habían estado un mínimo de diez días descomponiéndose en el caldeado apartamento Aunque la policía sabía el nombre de la familia, no pensaban dar ninguna información hasta que se les hubiese notificado a los parientes más cercanos. Y ya está, eso es todo, que pasen una felices Navidades.



Nadie se movió, a excepción de dos cámaras que salieron disparados hacia sus emisoras con la grabación de las declaraciones para el noticiario de la noche. El reportero del tabloide se acercó al inspector y garabateó algo en su cuaderno. El mismo agente me dio la espalda, diciéndome que no hablaba extraoficialmente con periodistas que no conociese. Como no se me ocurría qué hacer, telefoneé a la redacción.



«¿Ni un nombre?» Me ordenaron que insistiese.



Llamé a cada uno de los apartamentos del edificio, pero no saqué nada más que un trago de ponche navideño de ginebra, cortesía de una anciana que pasaba las fiestas en soledad. Hablé de nuevo con la redacción para probar con el directorio telefónico inverso, pero al parecer el número de la familia no estaba registrado. Llegué incluso a pedir ayuda a la agente que hacía guardia frente a la puerta diciéndole que no era más que un pobre becario; ella respondió a mi atrevimiento negando con la cabeza.



Atribuyo lo que sucedió a continuación a mi profundo deseo de impresionar al director y a una enfermiza competitividad que no podía soportar perder la primicia de aquella historia. Bajé en ascensor al vestíbulo y me encontré con una hilera de baratos buzones metálicos. El de la familia muerta rebosaba de correo acumulado. Hice saltar sin esfuerzo la cerradura con las llaves del coche y al momento tenía entre las manos facturas de la luz, tiques de aparcamiento, felicitaciones de Navidad: el nombre de la familia repetido una y mil veces. El inspector puso mala cara cuando le dije que sabía el nombre de los fallecidos; el redactor jefe de la noche estaba más que complacido. Evité contarles cómo había obtenido aquella información.



No fue la mejor de las Navidades, pero la hazaña demostró al diario que tenía madera de periodista, y a raíz de ello me contrataron como redactor a tiempo parcial. El incidente me convenció de que estaba dotado para el trabajo. En vez de repugnancia, el escenario del crimen despertaba mi curiosidad. No me hizo falta más prueba que la del buzón. Junto con las facturas de teléfono y el correo comercial encontré un ejemplar del catálogo de lencería de Victoria's Secret a nombre de la mujer asesinada. Me lo llevé a casa para hojearlo en mis ratos libres.





Durante cinco largos años trabajé siguiendo este sistema, sometido al doble desgaste de la inmundicia y la presión. Cada vez que me cruzaba con un hombre de mediana edad acompañado de un niño me preguntaba si sería un pederasta en pleno secuestro. Los días en que las noticias escaseaban me sorprendía deseando que tuviese lugar un asesinato o al menos un creativo atraco a un banco con algo de violencia para tener la oportunidad de colarme en la primera plana. El estrés de competir con el tabloide me consumía poco a poco, y en una ocasión llegaron a suspenderme de empleo y sueldo por estrellar una silla en la redacción porque se me habían adelantado en el caso de un niñita abandonada en un coche bajo el abrasador sol de agosto.



En ese mundillo las cosas pueden ponerse feas rápidamente. Mi relación con una buena chica empezó a hacer aguas y terminó por irse a pique por culpa demi amargura. No soportaba hablar con nadie aparte de policías, abogados y periodistas de sucesos; gente que lidiaba con lasmismas pesadillas que yo. Como es fácil adivinar, comencé a beber bastante y a ahogarmis penas en alcohol casi cada noche.



Hacia el final estaba muy claro que el trabajo me había afectado, que había presenciado demasiados crímenes y cruzado demasiados límites morales. Todo indicaba que me convenía apartarme de aquello. Los de antidrogas se estaban interesando por mis actividades y amenazaban con ponerme una demanda. Me libré por los pelos de que me detuviesen por conducir borracho. Por no hablar de mi vergonzosa participación en un escándalo relacionado con un cirujano cardíaco y una prostituta callejera. Sin embargo, lo que de verdad me hizo tomar la decisión de abandonar aquel trabajo y aquella vida fue una llamada telefónica a altas horas de la noche.



Era el mes de diciembre de 1999, dos semanas antes del tan cacareado nuevo milenio. Estaba en mi apartamento pasando al ordenador la transcripción de una entrevista y puliéndome un paquete de seis cervezas. El teléfono comenzó a sonar ya bien entrada la noche y respondí de inmediato pensando que sería una propuesta para tomar la última copa en uno de los bares del barrio.



Pero era un ladrón a quien conocía. Tiempo atrás había escrito en el periódico sobre sus fechorías y él había terminado cogiéndole el gusto a la fama que los artículos le proporcionaban. A veces, el tipo añadía incluso algún detalle especial para que los casos resultasen más estremecedores. Tras varias colaboraciones trabamos una amistad un tanto forzada, nos tomábamos una pinta de vez en cuando, intercambiábamos cotilleos sobre los inspectores, abogados y presidiarios que conformaban nuestro universo.



Unos meses antes, como favor personal, me había dado los detalles concretos de un golpe perfecto de ciento cincuenta mil dólares que había orquestado. Era sobre un libro que yo había escrito, publicado algunos días antes de esa llamada nocturna y que contenía alguno de los datos que el ladrón me había prohibido expresamente que revelase, incluido desgraciadamente su nombre. Aunque, de algún modo, había logrado convencerme de no haber transgredido el espíritu de nuestro acuerdo, lo cierto es que esperaba su reacción con inquietud. Estaba fuera de sus casillas.



Era un hombre acostumbrado a la violencia, que había cumplido condena en prisiones de máxima seguridad junto a asesinos y Ángeles del Infierno, un hombre conocido por sus broncas y sus arrebatos de cólera. En una ocasión insinuó lo que me sucedería si traicionaba su confianza: me partiría las rodillas con un bate de béisbol o cualquier otro tormento por el estilo. Incluso fanfarroneó con lo fácil que sería organizarlo, lo breve que era la condena por agresión, la de gente que conocía lo bastante sádica para embutirse un pasamontañas y encargarse del asunto por unos pocos cientos de dólares.



Aquella noche de diciembre, el castigo parecía destinado a ser peor aún. Maldiciendo a gritos por el aparato me hizo saber que me había convertido en la más despreciable de las criaturas, una rata, la clase de tipo que vende a sus amigos a la policía o, en mi caso, al público lector. Por respeto, no pensaba ni tocarme en persona, pero otra gente lo haría, me avisó. Lo último que dijo antes de colgar fue que vigilase a mis espaldas.



Me entró el pánico. En retrospectiva, quizás no se trató de una verdadera amenaza de muerte, quizás reaccioné de manera exagerada, pero aquella noche el terror se apoderó de mí y me vi bañado en sudor. Tras dejar caer el teléfono al suelo, metí a toda prisa algo de ropa en una bolsa y me fui a casa de un amigo. En el transcurso del día siguiente dejé el trabajo en el periódico, abandoné mi apartamento, cancelé el leasing del coche, me deshice de buena parte de mis pertenencias y me sobresalté con cada ruido. A continuación, tres días antes de Año Nuevo, cogí un vuelo a París y dejé todo atrás.