El lobo de Wall Street
Jordan Belfort
21 marzo, 2014 01:00Fotograma de El lobo de Wall Street
A propósito de este libro, la autobiografía de Jordan Belfort, y de la película del mismo título, dirigida por Martin Scorsese, pudimos leer que "los delincuentes hoy no llevan pistolas sino hipotecas subprime", o "el poder desmedido y arbitrario destruye también al que lo ejerce", o que hoy "te miden por el peso de tu chequera", o que este relato y el filme homónimo son "una crítica a una sociedad que ha convertido al dinero en una droga más".Pero Stratton Oakmont, la financiera que crean Belfort y sus secuaces, ni era un banco, ni concedía créditos, ni préstamos hipotecarios, ni prime ni subprime ni nada por el estilo. Tampoco estaba en bolsa ni operaba con títulos cotizados. Era un "chiringuito financiero", o una intermediaria extrabursátil. Nada de esto es de por sí ilegal, aunque sí suele ser un negocio más volátil y menos transparente que los de los mercados organizados. La volatilidad es lo que hace que se pueda ganar mucho cuando hay burbujas. Y el contexto es precisamente el de los años más locos que precedieron al estallido -el original inglés apareció en 2007.
Pero aquí la burbuja, igual que las responsabilidades de las autoridades, está en la trastienda. Lo que relata el protagonista es simplemente un robo. La estrategia (por cierto, mejor explicada en el libro que en la película) es conocida como pump and dump: inflar y tirar. Los defraudadores compran inicialmente acciones muy baratas y que no se negocian (penny stocks) cuyo precio a continuación elevan artificialmente mediante mentiras, rumores, exageraciones, noticias sesgadas, etc.
La clave es conseguir inversores que se lancen a comprar esas acciones, generando un movimiento alcista. De ahí la consigna que repiten en Stratton Oakmont: "sacarles los ojos a los clientes", justo la estrategia opuesta a la de los negocios honrados. Finalmente, los estafadores, que siempre han sabido que las acciones no valían más que su escaso precio original, venden las suyas, compradas muy baratas, al precio que ellos mismos han inflado, lo que empuja su valor hacia abajo: ellos amasan fortunas y los inversores pierden todo (esas acciones, una vez pinchada la burbuja, recuperan la magra liquidez que tenían al principio). Es una historia parecida a la de las llamadas chop stocks, aunque éstas se venden en la Bolsa, pero el mecanismo fraudulento es similar, y los intermediarios cosechan pingües beneficios a expensas de sus clientes, lo que sólo pueden conseguir engañándolos.
Y esta es la historia de Stratton Oakmont y lo que cuenta Belfort: una frenética sucesión de mentiras y estafas, en un desenfreno que incluye todo lo demás, desde las drogas hasta el sexo. La conocida cortedad de las patas de la mentira queda ratificada una vez más: el negocio colapsa y sus responsables acaban en la cárcel. Sin embargo, a diferencia de Madoff, otro gran estafador, Belfort quiere darnos lecciones económicas y morales, y ahí es cuando desbarra entre tópicos. Algunos son explícitos: por ejemplo, que las finanzas no construyen nada, o que su empresa era paradigma del capitalismo, o que la riqueza brota habitualmente de la extorsión o la trampa. Otros son implícitos pero igualmente disparatados: casi no habla de política, como si las autoridades no tuvieran nada que ver con la burbuja sobre la que Belfort cabalgó delirante: no dice ni una palabra, por ejemplo, sobre la Reserva Federal.
Al final, tras la desintoxicación (asunto más desarrollado en el libro que en el filme), proclama Belfort: "Tengo intención de alejarme para siempre de las finanzas... ya terminé con las drogas, con las putas, con engañar a mi esposa, con toda la mierda con las acciones". Vamos, como si las acciones y las finanzas fueran viciosas de por sí, y como si Belfort y sus cómplices no habrían probado ser también unos sinvergüenzas si en vez de montar una financiera hubiese edificado un asilo de ancianos.