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Ambrosio Leda vive escondido desde hace quince años en Balma, la Ciudad de Sombra, en un tiempo que quedó inmóvil, petrificado tras la guerra y que, desde entonces, hace que sus habitantes se mantengan en una suerte de incómoda tensión, apresados por las desgracias y el arrepentimiento. Todo tipo de sucesos ocurren en las noches de Balma, en donde vaga el protagonista de La soledad de los perdidos (Alfaguara), la última novela de Luis Mateo Díez (Villablino, León, 1942), en la que ha trabajado durante los últimos dos años.



El protagonista, Ambrosio Leda, tuvo que huir tras la guerra, después de la depuración que siguió a su final y a la victoria de un bando, y en esa huida se convierte en un habitante de la noche, y vaga desde que cae el sol hasta el amanecer. La novela transcurre, íntegra, durante setecientas páginas, en una de esas noches desasosegantes de Ambrosio Leda y compone una incursión en un paisaje desolado -el que sucede a toda contienda, con sus contendientes en ruinas- que hace que nuestro protagonista adquiera, para soportar ese vacío, la visión sonámbula y grotesca de un extraviado.



A continuación, ofrecemos las primeras páginas del libro:




1.-



La noche viene con la niebla y lo que Ambrosio Leda no acaba de decidir, cuando desde el Alto de Listán ve los grumos en la distancia, que se parece más a la profundidad que a la lejanía, es el sentido de sus primeros pasos.



Una dirección acorde a lo que en Balma, la Ciudad de Sombra donde vino a esconderse hace ya quince años, llaman la orientación de la voluntad urbana. Dar sentido a esos primeros pasos, ahora que la noche llega con la niebla y en la humedad del precipitado oscurecer la lengua lame los desmontes, puede ser la garantía de un mínimo orden en la cabeza de Ambrosio Leda.



Del desorden de los sentimientos y del altercado de las emociones es mejor precaverse sin dar rienda suelta a la imaginación o posponiendo lo que la memoria en cualquier momento reclama. El orden en la cabeza es necesario en la vida de Ambrosio Leda para que el desorden del mundo no le afecte tan imperiosamente. Siempre tuvo Ambrosio, ya mucho antes de venir a esconderse en Balma, la reclamación de una existencia contraída entre las deudas pendientes, como si vivir precisase de un esfuerzo lleno de débitos o el mero acto de abrir los ojos cada mañana supusiera un déficit.



Los grumos no tienen una atracción especial en el paisaje, casi hay que adivinarlos en la sustancia de la niebla, pero existe una palpitación en las indecisas coagulaciones y los ojos de Ambrosio, que suman a la opacidad de sus cataratas una curiosidad visual en la que no puede interponerse el humor vítreo, detectan la palpitación y retienen la resonancia de un agobio respiratorio, como si la noche vecina mostrara el desgaste de los pulmones.



Los primeros pasos de Ambrosio Leda, cuando cierra la puerta del chamizo y, al fin, camina por el sendero de la derecha en la línea menos arriesgada del cercano desmonte, corroboran ese orden incipiente en su cabeza, ajustan la voluntad urbana de una decisión orientadora.



Balma tiene una puerta de tierra por donde Ambrosio asoma al Norte de la Ciudad de Sombra. La puerta horadada en el extremo del último desmonte, tras cruzar la carretera y demorarse en la Vaguada de Letio, es el resultado de una incisión que perdura como la cicatriz de la herida, el único indicio de que Balma estuvo sitiada y llegó a desangrarse en la escorredura del barro y la ceniza.



Hay un susurro en la cavidad que contiene la niebla y apura el viento. La cabeza de Ambrosio late requerida por lo que el susurro musita en la puerta de tierra, y antes de pasar por ella al interior de lo que en la Ciudad de Sombra es un Norte devastado, la cabeza descifra las palabras que tienen igual desgaste que las de cualquiera de los sueños con que Ambrosio se va desprendiendo del pasado en el que los quince años de su huida son los quince tramos de su desaparición.



La línea más oscura, o acaso más sucia y mugrienta, de la Ciudad de Sombra, que en la mirada de Ambrosio Leda, cuando la puerta de tierra queda atrás sin que su murmuración se prolongue en otro eco que el de las palabras que perdieron el pensamiento y el deseo, cimenta la opacidad que favorecen las cataratas, como si el cristalino se complaciera en la niebla, y la noche fuese el acicate de una ceguera a la que sólo le falta el tiempo de su maduración.



Un Norte sin otra visible ruina en su corona que la de los paredones demolidos del Cedal, donde ya son pocas las piedras sillares que mantienen la ordenación originaria sin que apenas se distinga en alguna de ellas el labrado paralelepípedo rectángulo, donde la señal de la esquirla no se sabe si proviene del cincel o del disparo.



Ambrosio siempre rehúye esas piedras y jamás se le ocurre sentarse en ellas, aunque en algunas mañanas, cuando regresa más exhausto de lo previsible tras el recorrido de la noche y el Norte no tiene otra meta que la cuesta arriba que le hace retroceder cada dos pasos para recuperar uno y llegar a su guarida, el cansancio lo doblega y la tentación de sentarse es casi insuperable.



Las rodea inquieto, y tampoco escucha lo que habitualmente dicen quienes en ellas permanecen: los hombres que en la mañana fuman despacio el que parece un cigarrillo que no tuvo fin, o que en la demora de consumirlo invierten los minutos finales de la existencia, el humo de su expectativa y de su fatalidad.





2.



Es una corona de espinas.



Lo dijo el Diario Vespertino en alguno de los artículos que en su día fueron evaluando los daños urbanos de la Contienda, al atestiguar que en el paraje devastado apenas pervivían las ruinas del Cedal. El resto del Norte en la corona mugrienta delimitaba la línea de una destrucción reiterada, con el brote arrasado en el muñón de las viejas edificaciones y la quemadura en las huertas y las camperas.



Las espinas forjaban la corona en la cabeza de la Ciudad de Sombra, si, como entendía Ambrosio Leda, la Ciudad no era otra cosa que un cuerpo derribado y con los brazos abiertos.



La cabeza reposada en el Norte con la inclinación y el peso de la nuca, sin que el rostro contuviera ninguna señal, ya que no existía gesto que diera la mínima identidad.



La Ciudad de Sombra tenía borrada la mirada, lo que equivale a decir que los ojos se habían extinguido en la antigüedad de su destino. De los brazos extendidos, la mano izquierda indicaba el Este, donde podía rozarse el distrito más extremo de la Condonación, y la mano derecha orientaba las avenidas y las vicisitudes urbanas del Oeste, con los distritos del Temblor y la Simiente. Hacia el Sur, las piernas juntas de la Ciudad de Sombra se estiraban como dos carreteras paralelas o una misma avenida escindida en dos direcciones. Los pies desnudos rezumaban un sudor frío en las Colominas o la fiebre del Ejido y la Manchuria.



Por el cuerpo derribado, que en el pensamiento de Ambrosio Leda tenía mucho más que ver con el cansancio que con la enfermedad o las heridas de los combates, resultaba costoso andar.



La encarnadura urbana no propiciaba el sosiego en ninguna dirección y, a pesar de la delimitación estricta de los puntos cardinales, el extravío era la opción más benigna entre los huesos y la piel agostada, el pergamino y la piedra, un tegumento que parecía más arañado que escrito.



En muchas ocasiones, cuando los pasos de Ambrosio eran más inciertos o la cabeza se le iba sin que lograra sujetar el vestigio de la imaginación más dolorosa, aquella que reincidía en el pasado como si los quince años de animal escondido de nada sirviesen, la intuición del cuerpo tendido se revelaba con un estremecimiento.



El cuerpo de la Ciudad de Sombra crepitaba con la respiración alterada, y Ambrosio era el único habitante que podía correr para guarecerse en un solar o un descampado mientras el cuerpo buscaba una postura más cómoda, en el vano intento de reposar de costado o de aliviar aquella inmovilidad que adormecía los músculos, la carne yerta.



Ambrosio era el único habitante de la Ciudad de Sombra que percibía las alertas. La respiración, el ahogo, un estallido muscular, el vacío del estómago o la conmoción que en el sueño le estiraba el cuerpo como si el alma del durmiente quisiese huir sin que la carne lo permitiera. Era una sensación paralela a la de los sueños de Ambrosio, fatalmente reconducidos, tras el vacío y la desolación de sus tramas, a esa tensión del alma prisionera de la carne, imposibilitada para un vuelo liberador que le permitiera escindirse de la materia.



Los sueños que atenazaban el espíritu de Ambrosio Leda, y que en el fértil río de sus emociones más turbias suponían la mayor contribución a su desgracia... Siempre hay un susurro que contiene la niebla y apura el viento, en esos primeros pasos que suscitan la orientación de la voluntad urbana.



La cabeza de Ambrosio late requerida por lo que el susurro musita desde la puerta de tierra hasta vislumbrar el interior de la Ciudad de Sombra en el Norte devastado. La cabeza descifra las palabras que tienen igual desgaste que las que se pronuncian en cualquiera de los sueños con que Ambrosio se va desprendiendo del pasado en el que los quince años de su huida son los quince tramos de su desaparición.



Ese primer latido en la cabeza de Ambrosio se parece al del eco milenario que resuena en la memoria de la Ciudad de Sombra. Siempre son voces anónimas que se esparcen con el requerimiento de los desaparecidos.