Anagrama publica en septiembre Todos se van, de Wendy Guerra, la historia de una joven cubana que lucha por sobrevivir en la asfixiante realidad de su país.

Todos se van (Anagrama), reedición del libro ganador del Premio Bruguera en 2006, es uno de los textos más íntimos de la escritora cubana Wendy Guerra. Relato en forma de diario personal que abarca de los ocho a los veinte años de la protagonista (Nieve Guerra), se cuentan aquí los avatares de una vida que pudo haber sido muchas otras: la de un niña que, desde su nacimiento, viaja a la deriva de su propia existencia, ya que el Estado cubano decide su destino, siempre supeditado a un incierto desenlace signado por un matiz político-social.



Nieve, en este contexto, ha de resistir, sobreponerse a la vida azarosa de sus padres y al pánico de crecer en una sociedad controladora que la asfixia y le va restando, poco a poco, como en un lento pero incesante desgaste personal, todas sus posesiones afectivas. Porque en este libro todos se van, y quienes se quedan, también se van de algún modo. Por eso, Nieve es una superviviente, sagaz símbolo generacional de los cubanos nacidos a partir de 1970 que anhelan una vida propia, en primera persona, frente al gregarismo a que les obliga la realidad cubana.



A continuación ofrecemos las primeras páginas del libro:




No sé en qué momento se me ocurrió dejar de ser niña. He pagado un precio muy alto por crecer sola mientras todos se marchaban de la isla. Me fueron abandonando poco a poco; hoy no puedo comportarme como una mujer común, estoy fuera del mundo. Las herramientas que me dieron no me sirven, vivo refugiada en el Diario y sólo me comporto cómoda y normal entre sus páginas.



Allí siempre fui un adulto; fingía ser una niña, pero no era cierto: demasiado adulta para el Diario, demasiado niña para la vida real. Desde que supe leer y escribir me confesaba entre sus páginas. Esperaba crecer, tomaba aire y escribía a escondidas para encontrar el exorcismo en una salida que aún no tengo. Ahora no soy capaz de atinar en lo que esperan de mí. Fui soltando los pedazos de lugar en lugar al que me arrastraron y hoy no sé cómo armar mi mundo disperso, cernido como arena en mi territorio personal.



Mis padres ya no están, se han ido poco a poco. Sin embargo, en esa orfandad se imponen con un peso mayor al de sus antiguas ordenanzas. Cienfuegos, la ciudad de mi infancia, me intimida; el expediente de mi madre, los días del juicio por obtener mi custodia, mi propio expediente. La lectura de mis Diarios de infancia y adolescencia fue un viaje al dolor. Me viró al revés como un guante, sólo que dentro del guante descubrí la seda, esa que nunca había notado porque sólo me dediqué a curtir la piel de la superficie para aguantar los golpes de estos últimos años.



El guante hizo las veces de instrumento para el boxeo y no caí, me sostuve en el milagro de lo que se salva por azar, con una coraza ajena. Nacer en Cuba ha sido mimetizarme en esa ausencia del mundo al que nos sometemos. No he aprendido a usar una tarjeta de crédito, no me contestan los cajeros. Un cambio de avión de país en país puede descontrolarme, dislocarme, dejarme sin aliento. Afuera me siento en peligro, adentro me siento confortablemente presa.



No sé en qué momento permití que me quitaran todo y me dejaran sola, desnuda, con el Diario en una mano y un carmín en la otra, tratando de colorearme la boca de un rojo que parece demasiado subido para esta edad indefinida.



Diario de infancia

Laguna del Cura, Cienfuegos, Cuba, 1978



Mi madre se ha casado con un extranjero, un sueco que trabaja en la Central Nuclear.



Tenemos una casa en la laguna llena de inventos raros, sogas que halan cordelitos y que con un ancla sacan del mar los calderos relucientes. Estos calderos se guardan allí para que la sal los mantenga limpios. Fausto, el marido de mi madre, es muy bello, rubio y alto. Nada desnudo, camina en cueros, lee el periódico en cueros. Es el mismo periódico siempre, el único de letras suecas.



Los vecinos vienen a dejarnos pescado de contrabando y a Fausto le cuesta mucho vestirse. Mi madre lo amenaza diciendo que vamos a ir presos. Se pone un pantalón de mezclilla desflecado muy escandaloso.



Somos la comidilla de los vecinos. Vivimos en un barrio elegante donde las casas dan al mar. Otras, como la nuestra, que es prestada por el Estado a Fausto, dan a la laguna. Mi madre no quiere que me encariñe con esta casa ni con ninguna. Vivimos prestadas, ésa es la verdad. Las cosas materiales no importan. Así que vivo como en una beca. Pero me gusta y nado por las tardes el tramo que va desde la laguna al mar. Tiro la maleta en el patio, me quito el uniforme, lo cuelgo en la hamaca y cuchuplum, para el agua.



Yo soy un pez en la corriente, ella me quiere arrastrar pero me resisto y demoro mucho en llegar a la playa. Me quedo flotando quieta, me dejo guiar al lugar en que me empuja. Soy un pedazo de bote, un cristal, una muñeca rota, un pececito de agua dulce aleteando, flotando a la deriva. Hasta que el agua salada en la boca me indica que hay que cuidarse porque ya estoy en la bahía.



Sábado, 13 de noviembre de 1978



Mi padre vino después de muchos meses. No conocía la casa. Se mantuvo alejado, desconfiado, pero aceptó el café. Mi madre le mostró mis libretas, las notas, todo estaba bien. Cuando fue a buscarme a la laguna se insultó. Quiso pegarle a Fausto cuando nos vio jugando desnudos a la ballena asesina en la playa. Mi padre rabiaba, no pudo soportarlo.



Cuando vinimos a saludarlo arremetió con fuerza contra la cara de Fausto, le dejó el puño marcado en la cara. Yo vi a mi padre en el agua, tirando piñazos. Fausto, que no podía entender todo aquello, lo miraba muy sorprendido. Mi padre gritaba y se defendía sin que nadie lo atacara. Mi padre siempre termina pegándonos. Nunca en público, siempre lo hace con cuidado. Pero ahora fue delante del sueco. Pasé mucha vergüenza.



Mi padre se fue y nos dijo que no quería vernos nunca más. Dejó el olor a ron por toda la casa. Mi madre no sabe ni inglés ni francés suficiente para explicarle al extranjero: «Simplemente nos pega.» Fausto se ha dormido con las dos en la cama. Mi madre parece una niña. Está llorando. Yo me siento mayor que mi mamá.



20 de diciembre de 1978



A mi madre la vemos muy poco. En la radio la hacen ocuparse del deporte y de los teletipos, horas y horas. Dicen que ya no es confiable y no puede trabajar con noticias. Sólo transmite los partidos de béisbol.



La amenazan con mandarla para Angola. Me da miedo quedarme sola con Fausto, nunca he estado sin mi madre. No sé cómo es posible que no pueda recibir al presidente de la RDA sólo porque Fausto sea extranjero. Mi madre dice que eso se llama racismo. No sólo existe el racismo con los negros, hay muchos tipos de racismo.



Me da miedo de que mi madre vaya a la guerra. Quisiera enfermarme de algo muy malo, incurable, para que no se la lleven. Ojalá me enfermara. Mi madre dice que esa guerra no tiene explicación. Pero me pide que no lo repita.



Si se llevan a mi madre sí me voy a morir, pero de tristeza. Ella se va a morir de cualquier cosa, es muy pequeña, casi como yo, calza mi mismo pie y usa mis medias. No va a aguantar esa guerra. Mi madre le tiene más miedo a las cosas de afuera que yo. Tiembla cuando estamos solas y se le cae la linterna cuando vamos a buscar cualquier explicación para los ruidos. Ella dice que no es miedo, le llama precaución, pero yo sé bien que es un tipo de miedo respetuoso. A mí me da tremenda risa. En una laguna puede haber tantos bichos... Mi madre no va a aguantar una guerra completica.



Junio de 1979



Mañana llega mi madre.



Durante seis meses nos quedamos solos Fausto y yo, esperando cada tarde oír su voz a través de la radio, reportando desde Angola.



Fausto es Gulliver en el país de los enanos. Me abrazo a su barba y me mece hasta que me quedo dormida.



A mí no me importa que ande desnudo.



Sé que los vecinos protestan y que mi padre nos ha acusado. Pronto tendremos que ir a un juicio, mami no lo sabe. Mañana cuando llegue de la guerra se lo diremos. Guerra y juicio, todo nos ha caído a la vez.



Fausto no lee bien el español, así que tuve que ser yo quien le explicara el papel que acaba de llegar hoy a la casa. Mi padre puso un juicio contra mi madre por inmoralidad, abandono y unas cuantas cosas más. Exige la guarda, custodia y patria potestad de su hija.



«Divide y vencerás», me dijo Fausto.



En las madrugadas se ven luces raras que yo confundo con relámpagos, me paso a la cama de Fausto, él me explica que es una cámara, que son reflejos de alguien que nos chequea desde lejos.



«Soy un sueco peligroso. Debes tenerme miedo ¡uuuuh!», hace como un fantasma y me meto bajo la colcha para esconderme del ojo que nos mira. Me hace cosquillas interminables. Yo me duermo de risa y de cansancio.



Ahora pienso que me miran. No sé si es cierto o no, pero me parece que hay que andar con cuidado. Yo no he hecho nada malo en estos meses. Me he portado mejor que nunca. Lo juro.



Julio de 1979



Mi madre ha llegado de la guerra de Angola. Trae la piel muy amarilla, anda con temblores y dice que van a venir por ella en cualquier momento. Tiene más miedo que antes.



Toma muchas píldoras que Fausto le alcanza a la cama. No tiene que ir a trabajar, así que le leo los libros porque ella dice que no se le concentra la vista. Está muy flaca. Mi madre ha venido enferma de la guerra en África.



Ella no quería ir y no va a volver nunca más. Ella cree que no habrá juicio, pero Fausto me guiña el ojo, significa que mi madre es como una niña y no sabe lo que nos espera. Yo le leo el libro de Eliseo Diego que ella prefiere, El libro de las maravillas de Boloña. Leo en alta voz, me quedo quieta cuando veo que se duerme, luego despierta y sigo con paciencia en el lugar en que me había quedado.



Mi madre se tiene que curar antes de que yo regrese a las clases. No quiero que mis amigos la vean tan débil. No me gusta verla así. Las venas parecen dibujos azules en sus piernas y en su cuello. Los padres pueden morirse cuando uno es niño, yo lo sé. Pero tengo que alejar ese pensamiento de mi cabeza.