Nicanor Parra en 1963, en la Unión Soviética

Uno de los aspectos que más me interesa de Nicanor Parra es la manera en que quiso asentar la dualidad y la contradicción como puntos centrales de la creación literaria, estableciendo una solución alternativa al problema de la incertidumbre impuesto por la realidad de entreguerras, que la mayoría de las vanguardias europeas y americanas había enfrentado mediante brillantes manifiestos revolucionarios acerca de alguna nueva certidumbre más o menos plausible. Pasada la Segunda Guerra Mundial la solución parriana resultó, desde luego, provocadora: oponer a la incertidumbre no un nuevo dogma, sino más incertidumbre.



Mírese nomás esa palabra, incertidumbre, a la luz de la antipoesía. Mientras la convención literaria le otorgaría un significado estable, plano, paradójicamente concreto, en el sentido de la inseguridad y la incerteza, la convención parriana desprende de ella un hecho científico alarmante, el principio de Heisenberg, según el cual no es posible determinar simultáneamente algunos pares de variables físicas; por ejemplo, la posición y el momento de un cuerpo. A partir de eso Parra, por su formación científica, parece decirnos que no sólo sabe eso, sino también que del mismo modo las relaciones entre las cosas, es decir, entre las palabras, no son ciertas, porque nada es cierto salvo en sí mismo, nada, ni siquiera "el color del cristal con que se mira".



La propia noción de "poemas y antipoemas" incluye esa conciencia de la dualidad. El universo parriano no está constituido por unidades cabales, sino por pares: derecho y revés, humano y divino, poesía y antipoesía. Por ahí hay un famoso verso en que el autor se define a sí mismo como "un embutido de ángel y bestia". No un cruce, no una cohabitación, sino un embutido brutal, manual y doméstico. Es, en fin, el choque de opuestos -su fusión o su rebote- lo que da vida al artefacto literario. Y aquí volvemos a la física cuántica, en particular a la asociación de materia y antimateria: electrón y positrón que, con su encuentro, permiten el surgimiento del fotón, la luz.



Esa manera de ver el acto poético como una tensión física permanente, que admite y hasta necesita la oposición de pares entre una realidad y algo que pueda llamarse "antirrealidad" -certeza y azar, amor y odio, risa y llanto-, irrumpió con fuerza liberadora en la poesía chilena. Curiosamente, un frecuente antagonista de Parra, el poeta Gonzalo Rojas, fue acaso el único de todos sus contemporáneos y antecesores que también planteó en Chile algo por el estilo: la imagen de que en el corazón de su ejercicio literario había una lucha, una coreográfica pelea de víboras, entre verso y prosa. Creer y dudar, proclamar y negarse. Una cosa es tener la belleza en las rodillas e injuriarla, otra muy distinta es buscarla nada más que para escupirla. "Ordeñar una vaca/ y tirarle su propia leche por la cabeza", dice Parra, desbaratando la función poética ejemplar de las viejas voces, la torre de marfil en que la Poesía con mayúscula siempre tiene la última palabra.



E sa idea, que ahora parece tan familiar, es discordante con respecto al sentido común de las vanguardias chilenas, que desde Vicente Huidobro y Pablo de Rokha en los años veinte hasta los surrealistas del grupo Mandrágora en los cuarenta habían manifestado un compromiso radical con cierto absolutismo poético, entendido según quién en las esferas del inconsciente, la metafísica, la fe religiosa, la estética: todos esos ámbitos en que la poesía se rebelaba contra la prosa llana y mundana. El propio Huidobro, al definir al personaje Altazor con el par "antipoeta y mago", no pretendía ni remotamente desestabilizar su oficio; muy por el contrario, quería extender sus alcances hacia el máximo ideal creacionista, que es el pequeño dios o hacedor de mundos nuevos.



Sospecho que Parra abrazó ese sistema de opuestos porque en él confluyen al menos tres vertientes del conocimiento: la física cuántica, la tradición literaria y la cultura popular. Sin esa conjunción, me temo que el sistema no habría tenido efecto alguno, entre otras razones porque habría sido un lugar común, una mera boutade intrascendente, un dato conocido desde tiempos de Heráclito. En el caso de Parra, se produce el encuentro entre sus preocupaciones inmediatas de profesor de física, su vocación de hombre de letras enfrentado a las vanguardias de su tiempo y, especialmente, su biografía de chileno provinciano arraigado en la cultura campesina y en el habla popular del singularísimo sur de Chile. La antipoesía es así una respuesta basada en principios científicos "de punta", aplicados a una sociedad letrada occidental mediante argumentos de una cultura popular que atesora en el habla un precioso legado arcaico, fruto de siglos de mestizaje y opresión, en los que la cosmovisión mapuche se había entremezclado con la vieja tradición europea hasta fundirse en una mitología propia.



En 1958, de hecho, cuatro años después de la publicación de Poemas y antipoemas, Nicanor Parra presentó la conferencia "Poetas de la claridad" en el Primer Encuentro de Escritores Chilenos, realizado en la Universidad de Concepción. En su alocución, Parra se situó en oposición a cierto "hermetismo" dominante en la poesía chilena de entonces, ejemplificado en prácticamente toda la producción poética de la primera mitad del siglo veinte, aunque él mismo admitía allí que la antipoesía no era otra cosa que el encuentro entre el lirismo más convencional -que él asimilaba en García Lorca y en el romancero popular- y el surrealismo más ortodoxo.



En ese cruce, pues, descubierto a través del habla, manifestación genuina del pueblo, Parra encontró ese feliz Triángulo de las Bermudas en que el flujo de razón, literatura y lenguaje intenta impedir que la poesía, desprovista de su incertidumbre esencial, pueda ser instrumento de charlatanes ideológicos, oscuros sacerdotes o chamanes al kilo que pretendan establecer, por medio del uso de la palabra, algún reino bastardo sobre el planeta.