Julio Ortega (Casma, Perú, 1942) sabe bien cuál es el libro más importante de su biblioteca. Su ausencia le golpea desesperadamente. Es una edición del Quijote que leyó a los catorce años, "en dos tomitos ilustrados, que recuerdo como si los tuviera en las manos. Todas las ediciones son el Quijote, pero la mía es más asombrosa. Cada vez que vuelvo sobre una página leo una mera copia de aquélla". El culpable de esa pasión fue un amigo "que prefería el fútbol a la lectura" y que le dijo "para vengarse, que el próximo año en la escuela tendríamos que leer el Quijote. Era una broma, pues él sabía que lo leería de inmediato". Ahora el profesor, esnayista y poeta no recuerda si el libro estaba en su casa o si lo compró en la única librería del puerto, pero sí que "lo leí para siempre". Fue además el primero que devoró "casi sin pausas. Lo leía camino al colegio y lo seguía leyendo de regreso. Lo leía en mi cuarto,tendido en la cama, riendo pero también con un nudo en la garganta. Oyéndome reír, la criada le dijo a mi madre: ‘Si el niño sigue leyendo, enloquecerá'".



Loco o no, el Quijote decidió su camino. Antes había leído a César Vallejo "y creía, con los amigos vallejianos de la escuela, que para ser poeta uno debía sufrir, viajar a Paris, y tener a su madre muerta. Mirábamos a mamá con impaciencia. El Quijote me enseñó que la realidad es cruel pero que los libros imaginan otro mundo. Sólo se puede huir de La Mancha gracias al lenguaje".