Al límite
Thomas Pynchon
17 octubre, 2014 02:00Pynchon es un neoyokino intimamente autorizado a retratar aquel momento inconciliable que fue el 11-S
¿Están preparados para leer a Thomas Pynchon sobre el 11 de septiembre de 2001? Por un lado, su poesía de la paranoia y su comprensión de los pasajes surrealistas de la historia van como anillo al dedo. En cambio, su escurridiza indiferencia y sus bufonadas se exponen a desentonar con el tema. En todo caso, y a pesar de que su sensibilidad está anclada en el universo hippie californiano de la década de 1960, Pynchon es un neoyorquino íntimamente autorizado a retratar las acres nubes de humo gris y los trágicos lienzos de aquel momento inconciliable.El día fatídico se demora más de 300 páginas de Al límite, al cabo de las cuales los dos aviones se estrellan no sólo contra las torres gemelas, sino también contra una novela típica de Pynchon. Ésta en concreto, que presenta notas telúricas de Bret Easton Ellis y William Gibson, trata del desvío de fondos por parte de Lester Traipse, un delincuente de guante blanco, de una rompedora empresa emergente de Internet llamada hashs-lin-grz a una empresa intermediaria del sector de la fibra óptica, Darklinear Solutions, con el conocimiento del corrupto empresario de las puntocom Gabriel Ice. Estos personajes se mueven entre muchos otros en una conspiración deslumbrante y absurda, a la que es imposible (y quizá irrelevante) seguir la pista.
En nuestro fracaso por rastrearla estamos bien acompañados por Maxine Tarnow, detective especialista en fraude y madre de dos hijos, con la que, de los protagonistas de Pynchon, solo rivaliza en lo que a naturaleza tangible y encanto se refiere Doc Sportello, el detective privado de Vicio propio (2009). Aunque esta novela tiene más o menos la misma extensión que V., los amantes de las categorizaciones la etiquetarán de Relativamente Estable, junto con La subasta del lote 49 y Vineland, por oposición a Absolutamente Centrífuga, como Arcoiris de gravedad y Contraluz. Maxine va rebotando como la bola de un pinball entre su trabajo y su familia y entre los hombres de su vida: el ex marido, el corredor de materias primas Horst Loeffler; Shawn, su exasperante psiquiatra, y Nicholas Windust, el espectro neoliberal de los escuadrones de la muerte, última actualización de Pynchon de su prototípico madero. Al igual que Philip Marlowe, Maxine se zambulle en bares de mala muerte armada tan solo con su agudeza, con la diferencia de que Marlowe nunca bailó desnudo en una barra para vigilar a los clientes desde una posición privilegiada. También se pasa por DeepArcher, un feudo de la "Internet profunda" que ofrece refugio a las encarnaciones de jugadores de videojuegos fugitivos, a los ciberanarquistas y posiblemente a los muertos del 11-S. Una constante de Pynchon es la invocación de estos valles del anhelo casi místicos: espacios fuera del espacio y tiempos fuera del tiempo. DeepArcher es su último estado intermedio.
Pero esperen. Me comporto como si todos supiésemos qué es leer a Pynchon. De hecho, ninguno lo sabe, ya que desentrañar lo que significa leer a Pynchon es lo que significa leer a Pynchon. Uno no acaba nunca. Emplea una sarta de referencias a filmes reales o imaginarios de Bette Davis, pongamos por caso, igual que Pollock usa un color en un lienzo panorámico: incesante, hipnóticamente, aunque en apariencia sin un propósito acumulativo. Son más bien tramas para reírse de alguien, o para que se rían de uno. Los temas centrales se escurren desde el filo de uno de los lienzos de Pynchon y se extienden sobre el siguiente. A los fervientes seguidores de Pig Bodine (el del "olfato extraordinariamente agudo") de V., la novela de 1963, les encantará conocer ahora a Conkling Speedwell, "una Nariz profesional autónoma... con un sentido del olfato mucho más afinado que del que gozamos el resto de los seres normales". Tal vez los nuevos lectores se quejen, en parte, por esa referencia a los "seres normales". ¿Están los pynchonitas presumiendo de su condición de gafapastas?
No obstante, lo que aquí se pasa por alto es la pura vitalidad y la fascinación, los vuelos en picado al interior de la belleza y el horror, los singulares destellos de epifanía galáctica, del método de Pynchon. Nuestra recompensa al malograrse las expectativas de que una novela debería aglutinar nitidez en vez de dispersarse en moléculas, no es la alienación, sino el deleite. El propio Pynchon es un buen compañero, lleno de afecto por su gente y sus lugares, incluso si se burla de ellos por padecer la condición posmoderna de ser solo parcialmente reales.
Es posible que, esta vez, Pynchon busque una pequeña clarificación en su histórico desfile conspiranoico. Al límite coquetea de forma desconcertante con el "Movimiento de la verdad" del 11-S, pero, en mi opinión, el malestar que provoca es intencionado. Igual que DeLillo en Libra, Pynchon está interesado en el misterio de la complicidad vasta y duradera, no en una inocencia súbitamente agujereada: "En algún lugar, en el fondo del algún bochornoso recoveco oscuro del alma nacional, necesitamos sentirnos traicionados, incluso culpables. Como si hubiésemos sido nosotros los que creamos a Bush y a su banda". Horst, que posee un don de sabio imbécil para hacer rentables predicciones de inversión observa una caída de las acciones de determinada compañía aérea la semana antes del 11-S, y se pregunta: "¿Cómo podría ser lo mismo predecir el comportamiento del mercado que predecir una terrible catástrofe?". Maxine le da la clave: "Si ambas cosas fuesen formas diferentes de lo mismo".
Mientras que los paranoicos cotidianos creen que las preguntas más difíciles tienen respuestas monstruosamente simples, el arte paranoide sabe que los descubrimientos más terroríficos son nuevos interrogantes. El arte paranoide trafica con la interpretación y reclama la interpretación de su público; desconfía hasta de sí mismo, y se convierte en apremiante rival del arte complaciente. Según Pynchon, los sistemas de liberación e ilustración de la modernidad -el ferrocarril, Internet, etc.- se desmoronan sin cesar en la Prisión de Hierro Negro del encierro, el monopolio y la vigilancia del capitalismo. Vivimos en la frontera de ese desmoronamiento. Sus personajes se alimentan de los retales de libertad que puedan caer de la cinta transportadora de esa despiadada máquina de transformación. Según Joyce la historia es una pesadilla de la que intentamos despertar; para Pynchon es una pesadilla dentro de la cual debemos convertirnos en soñadores lúcidos.
Thomas Pynchon tiene 76 años, y su negativa a desarrollar un estilo tardío resulta tan exasperante como congruente: por lo único por lo que Al límite no podría haberse publicado en 1973 es porque no existían Internet, la versión Giuliani/Disney de Times Square y la guerra contra el terrorismo. Este libro y Vicio propio constituyen un jubiloso apéndice de esta descomunal empresa, anuncios de neón de temas que el autor no se molestó en ocultar en primer lugar.
Pynchon retrata el mundo tal como él lo ve, acribillado por los estragos de la avaricia, la conspiración y la intolerancia, los desórdenes producto de los seres humanos o impuestos por el cosmos. Pero sus novelas adoptan la forma del mundo tal como él lo desea. Las libertades y los deberes que Pynchon se asigna a sí mismo son los que desea en nuestro nombre: la lascivia, la idiotez equívoca, la atención a lo rutinariamente sublime pero también a la inexorabilidad del dolor, el amor hacia el perdedor y un hogar en nuestros corazones para los muertos. Y también el permiso para intentar desaparecer en un espacio radical aledaño a la historia y a la vida diaria incluso si, a la postre, los costes de estas excursiones son lacerantemente elevados.
En suma: a pesar de no proporcionar información personal sobre el autor, resulta evidente, por el alcance e hilaridad de sus frases, por los iracundos estallidos de apetito venéreo, por la ira meticulosamente precisa ante la hipocresía y la gazmoñería popular, resulta evidente que el joven Pynchon es un escritor ilimitadamente prometedor, que con seguridad nos ofrecerá una larga hilera de deslumbrantes y carismáticas novelas. Creo que en él hay una o tres obras maestras. Estoy impaciente por ver qué será lo próximo que haga.