Teníamos a Máximo por el más intelectual de nuestros grandes humoristas. Y lo

era, en efecto. Pero él mismo sabía que tenía que controlarse para evitar que el lector se

sintiera desconcertado ante sus dibujos. Ya se lo había dicho a Iván Tubau en los años

setenta: "Para hacer buen humor, supongo que será necesario sobre todo ser un poquito

inteligente, pero no demasiado. La demasía a este respecto, como la deficiencia mental,

también pueden ser generadores de humor, como estamos hartos de comprobar. Tales

ciudadanos elaboran todo el humor malo que hay por ahí, que es la mayor parte."



No era altanería, por descontado, sino plena asunción de la batalla que libraba

desde los años cincuenta en pro de un dibujo de humor que fuese, en primer lugar, el

mejor de los dibujos posibles (como lo fueron los de su maestro, Saul Steinberg) y, en

segundo lugar, que estuviera indisolublemente unido (en pocos humoristas como él

sería tan arduo desvincular el fondo de la forma) a una reflexión sobre la realidad por la

que asomaban sus debilidades filosóficas.



Ese exceso de talento, que plasmaba también en sus escritos, le convirtió en un

autor que necesitaba de la complicidad de un director inteligente, capaz de resistir los

envites de los lectores menos dispuestos a aceptar las exigencias que él planteaba ("los

chistes de Máximo no tienen gracia" o "No entiendo lo que quiere decir" era una

cantinela frecuente entre "los indocumentados") y la tuvo en muchas ocasiones, hasta

que se cruzó en su camino Javier Moreno cuando, recién nombrado director de El País,

prescindió de su viñeta, tan consustancial a la imagen del periódico desde su

nacimiento, en 1976, como los artículos de Juan Luis Cebrián o la tira de Peridis.

Recuerdo que nos movilizamos unos cuantos para que el diario del grupo Prisa

reflexionara acerca de la decisión tomada. Pero todo fue en vano.



Él era el primero que no entendía nada de lo que estaba pasando y aquel golpe

se tradujo en un severo quebranto de su propia autoestima, del que ni siquiera se

recuperó cuando, un año después, el periódico ABC le acogió en sus páginas. Y aún así

seguía comprando todas las mañanas El País, convencido de que ese y no otro era su

medio natural.



Hoy estamos bajo el aluvión de los panegíricos en prensa, incluso de algunos de

los que le negaron su ayuda cuando más lo necesitó. Pero así es la vida y así hay que

tomarla. Nos sucederá también a nosotros y nada podremos hacer por evitarlo.

Yo quisiera recordarlo como el adalid de aquella excelencia gráfica, de la que

formó parte junto a dibujantes como Chumy, Julio Cebrián o Cesc, por ejemplo, que

será imposible que se repita. No porque no haya en este medio gente con talento, que

la hay (El Roto a la cabeza, sin duda), sino porque el signo de los tiempos corre a favor

de darle a la masa, también en esto del humor, lo que ella espera y sobre lo que incluso

puede votar marcando la pestañita virtual del "me gusta".