El 6 de Junio de 1944 los americanos desembarcan en normandía en la que luego sería conocida como "la playa del infierno" o "La sangrienta Omaha"

Traducción de Juan Rabasseda-Gascón, Teófilo de Lozoya y Silvia Furió Castellví. Crítica, 2014. 1.112 páginas, 29'90 euros. Ebook: 14'99 euros

El día en que París fue liberado de la ocupación nazi, los camiones se detuvieron chirriando delante del hotel Ritz. Varias docenas de combatientes de la Resistencia francesa armados hasta los dientes y encabezados por un fornido estadounidense con mostacho se apearon de un salto. Los "irregulares" franceses reverenciaban hasta tal punto al hombre al que se referían como Le grand capitaine que habían tomado la costumbre de imitar lo que el fotógrafo Robert Capa llamaba su "andar de oso marinero" y su forma de hablar como una ametralladora, "escupiendo breves frases por las comisuras de los labios". El cabecilla se dirigió pavoneándose al bar del hotel y pidió: "¿Qué tal si nos pone 73 martinis secos?". Acto seguido, Ernest Hemingway liberó el Ritz de una buena cantidad de alcohol.



Esta aparición estelar es tan solo una de las muchas escenas inolvidables que contiene la última entrega de la épica trilogía de Rick Atkinson sobre la guerra de Estados Unidos en Europa, un libro que une multitud de momentos como este, pequeños pero elocuentes, para confeccionar un tapiz de una riqueza y una complejidad fabulosas. Atkinson es un maestro de lo que se podría denominar "historia puntillista", que ensambla los diminutos puntos de color puro en un relato vívido y trepidante.



El primer volumen de su Trilogía de la Liberación, Un ejército al amanecer (Crítica, 2004), trataba de la guerra en el Norte de África y ganó el premio Pulitzer de Historia. El día de la batalla (Crítica, 2008) retrataba el combate en Sicilia y en Italia. El volumen final empieza el Día D, en junio de 1944, y termina con la rendición formal de Alemania en Reims 11 meses después. Es la guerra contada a través de los ojos de los soldados rasos y de los generales, de los corresponsales de prensa y de los civiles, de los grandes y los recordados tanto como de la gente corriente y de los olvidados. Es la guerra que se combatió en las playas, en los setos y en las calles, pueblo a pueblo, río a río, evocando los olores, el sonido y la textura de la batalla cuando el gran Ejército aliado entró en masa en Normandía.



El arte está en el detalle, en el expresivo despliegue de números: los 2,3 millones de gafas que se fabricaron para que el Ejército estadounidense viera con nitidez; los francotiradores alemanes a los que se recompensaba con 100 cigarrillos por cada 10 presas y con la Cruz de Hierro y un reloj de pulsera de Himmler por cada 50; el 3.500% de incremento de las Fuerzas Armadas de Estados Unidos en una guerra que costó al país el equivalente a cuatro billones de dólares. Al principio de la intervención estadounidense en la contienda, un combatiente tenía que tener al menos 12 de sus 32 dientes originales. En 1944 se le podía enviar a pelear sin dientes, con un solo ojo o sordo de un oído. Ni siquiera tenía que tener el dedo índice para apretar el gatillo.



Atkinson, ex-redactor de The Washington Post, sabe en qué momento preciso dejar caer el hecho conmovedor, cáustico o espeluznante. Al mismo tiempo que Hemingway se atiborraba de champán y de espinacas a la crema en el Ritz de París, cerca de allí los liberadores estadounidenses descubrían las cámaras de tortura sin ventanas de los barracones alemanes en las que algunas víctimas de los nazis habían vivido lo justo para dejar sus testamentos garabateados con lápiz o carbón en las paredes: "Gaston Meaux, mi tiempo se ha acabado. Deja cinco hijos. Que Dios se apiade de ellos". O, simplemente, "Vengadme".



La línea narrativa puede ser confusa. Pasamos de un frente y un bando a otro. Los personajes aparecen y luego se esfuman. Pero la calidad deliberadamente caótica del estilo no hace sino acrecentar la sensación de que en las batallas se peleaba con uñas y dientes. Porque así es la guerra: nítida cuando se ve retrospectivamente, pero desconcertante y caótica para los que están atrapados en ella. Tradicionalmente, la guerra se describe como una táctica, como los movimientos en un tablero de ajedrez. Pero también es una cuestión de carácter y personalidad, de individuos que, en el fragor de la batalla, toman decisiones inspiradas, calamitosas, desacertadas o sencillamente afortunadas (la cualidad que Napoleón más apreciaba en sus generales).



Los personajes se dibujan en unas cuantas líneas audaces. Tenemos al mariscal de campo Walter Model, "el bombero de Hitler", enviado a apuntalar el tambaleante frente oeste del Führer: "Un luterano cáustico y devoto con una memoria adhesiva, aficionado al vino francés y firme partidario del empleo generoso del pelotón de fusilamiento para los haraganes". Y al general Bernard Montgomery -del que ya se había dicho que era "tenso como una trampa para ratones"- encaramado a su arrogancia, convencido de que él "conocía el camino a casa", o al general George Patton, ese gallito presuntuoso, motivador y malhablado, con su repugnante amor por la batalla: "¿Podría haber algo más esplendoroso? Comparadas con la guerra, todas las demás formas de empeño humano quedan reducidas a la insignificancia".



La Trilogía de la Liberación es una hazaña monumental. En total, unas 2.500 páginas densamente investigadas pero sumamente legibles. Atkinson maneja con aplomo un gran despliegue de materiales, sin perder de vista en ningún momento el panorama más amplio mientras las tropas continúan su avance dejándose la piel. El Ejército alemán fue aplastado por una combinación de genialidad logística, potencia de fuego, puro coraje y un "gigante económico" estadounidense "que producía muchísimo más de casi cualquier cosa de lo que Alemania era capaz". Churchill se refirió al esfuerzo bélico estadounidense como un "prodigio de organización". Lo mismo se puede decir de este libro.