Grabado de Edoardo perino para la edición italiana del Quijote de 1888

El Día del Libro recordamos las muertes paralelas de Cervantes y Shakespeare, pero este 2015 se cumple además el cuarto centenario de la publicación de la segunda parte de El Quijote. En sus páginas, "el ingenioso hidalgo" de la primera aventura se transforma en "el ingenioso caballero", un prodigio -razona Darío Villanueva- de verosimilitud y exaltación del lenguaje radicalmente moderno.

En otoño de 1615 Cervantes transformaba al ingenioso hidalgo de 1605 en El ingenioso caballero Don Quijote de la Mancha cerrando así, con su segunda parte auténtica, la publicación de una de las obras clásicas de la literatura universal.



En el año 2002, la Asociación de Escritores de Suecia realizó una encuesta entre cien escritores del todo el mundo para determinar, entre otras, la lista de las cien mejores novelas de todos los tiempos. La ganadora fue, precisamente, El Quijote, que obtuvo un cincuenta por ciento de votos más que la segunda, A la búsqueda del tiempo perdido.



Una obra determinada alcanza la condición de clásica mediante un complejo proceso que no resulta fácil objetivar. Se trata, en definitiva, de la adhesión de los lectores a ella de forma constante, sin fronteras espaciales ni temporales. No es inoportuno, pues, en recordar aquí a Harold Bloom. De hace ya una década data precisamente el hermanamiento entre William Shakespeare y Miguel de Cervantes que Bloom establecía en su libro ¿Dónde se encuentra la sabiduría?, en el que los situaba, hombro con hombro, entre las parejas de autores que fundan su concepto de literatura sapiencial.



Shakespeare, como es bien sabido, representa para el crítico de Yale la summa de las letras universales, a veces con argumentaciones que resultan, cuando menos, hiperbólicas. El propio Bloom parece consciente de ello cuando, después de haber afirmado que "Falstaff y Hamlet son la invención de lo humano, la inauguración de la personalidad tal y como hemos llegado a reconocerla", concede que "a los eruditos les provoca bastante resistencia que yo diga que Shakespeare nos inventó".



No menos interesante que esta equiparación entre el maestro inglés y nuestro Cervantes, resulta el distingo que Bloom establece entre ambos: "La poesía, sobre todo la de Shakespeare, nos enseña cómo hablar con nosotros mismos, pero no con los demás. Las grandes figuras de Shakespeare son magníficos solipsistas". Por el contrario, "Don Quijote y Sancho se escuchan de verdad el uno al otro, y cambian a través de su receptividad". Porque los dos personajes cervantinos "saben exactamente quiénes son, no tanto gracias a sus aventuras, sino a sus maravillosas conversaciones, ya sean riñas o intercambios de intuiciones".



Afirmaba René Girard que ni una sola idea de la novela occidental deja de estar presente germinalmente en Cervantes, y, por ejemplo, una de las grandes figuras de la Filología rusa, Mijail Bajtin concuerda con Girard al prestarle especial atención a Cervantes y El Quijote. Según Bajtin, uno de los dos modelos -el más evolucionado, clásico y puro- del género novelesco es Don Quijote, que realiza todas las posibilidades literarias de la palabra novelesca "plurilingüe y con diálogo interno". Porque Cervantes hizo suyo este objetivo y lo convirtió en arquetipo de lo que Bajtín denominaba dialogismo, entendido como "el diálogo de lenguajes" que puede adquirir, en el seno de la obra narrativa, múltiples manifestaciones. Entre ellas, el perfeccionamiento de los recursos de la verosimilitud que consolidaron el paradigma de la moderna narrativa realista, la que cuenta cosas que aunque no hayan ocurrido bien podrían haberlo hecho, sucesos a los que concede carta de veracidad precisamente el mero de hecho de aparecer impresos.



Estamos ante una novela en la que se da el máximo aprovechamiento de las diferentes instancias que enuncian la narración para producir efectos de verosimilitud y favorecer una lectura intencionalmente realista de la novela. Cervantes cree en las capacidades de convicción que la palabra tiene, y lo hace en un momento de transición todavía no resuelta entre la oralidad arcaica y la modernidad tipográfica.



Por otra parte, la demanda bajtiniana de que "la novela debe ser un microcosmos de plurilingüismo" se cumple a rajatabla en la novela cervantina, tal y como es expresamente reconocido por el teórico ruso. Es difícil pensar en un escenario más abiertamente dialogístico, con varias voces, jergas, idiolectos o niveles de expresión diferentes, que el que Cervantes nos ofrece en su obra. Pone en ella, cara a cara y en comunicación directa, caballeros y escuderos, duques y cabreros, curas y moriscos, canónigos y galeotes, bandoleros y alguaciles, bachilleres y barberos, mozas de partido y amas, vizcaínos y manchegos, pastores e hidalgos, poetas y menestrales. Y todo ello mediatizado por un lenguaje arcaizante, anacrónico y elevado que, gracias a la imprenta, hace pervivir las esencias caballerescas.



Pero hay una última manifestación de este dialogismo que no se puede obviar, relacionada como está, por lo demás, con la nueva Galaxia Gutenberg en la que Cervantes y sus criaturas de ficción ya viven.



Me refiero a que los personajes del Quijote de 1615 se convierten en lectores de la primera parte de 1605. Más aún: todos los episodios relacionados con los Duques tienen que ver con el hecho de que "los dos, por haber leído la primera parte desta historia y haber entendido por ella el disparatado humor de don Quijote, con grandísimo gusto y con deseo de conocerle le atendían, con prosupuesto de seguirle el humor y conceder con él cuanto les dijese, tratándole como a caballero andante…" (II, 30).



Esta relación dialogística entre un referente impreso -la primera parte de El Quijote- y el desarrollo in fieri de la segunda ofrece otra interesante muestra por cuenta de la continuación apócrifa de Alonso Fernández de Avellaneda, publicada en 1614. En II, 59, don Jerónimo y don Juan se la enseñan al propio don Quijote, que decide cambiar su ruta a este propósito. Llegado a Barcelona, ve en una imprenta cómo se corrigen las pruebas de una nueva edición del Quijote de Avellaneda, y ello le da pie para denostarlo. Es fundamental destacar aquí la intromisión de un texto, un libro -el Quijote de Avellaneda-, que desde el mundo empírico, al que pertenece también la primera parte de Cervantes publicada en 1605, irrumpe en el universo textual de la segunda parte auténtica para incrementar así, dada su condición apócrifa, la veracidad del Quijote verdadero, el cervantino.