El resultado es una dramática transformación de su condición de excéntrico literario: si la poesía del zamorano, hasta ese momento, había transcurrido por vías muy distintas a las que conformaban el panorama hispano, en esta fase lo vemos entablar un intenso aunque no siempre fluido diálogo con los escritores de la diáspora, y muy especialmente con los establecidos en suelo mexicano.
De la lectura de estos papeles -aquí divididos en "Aposentos" o escritos circunstanciales de índole más o menos pública, y "Moradas" o cartas semipúblicas o privadas- casi podría deducirse que el poeta zamorano, cuya poesía frecuentemente lo presenta en elocuente pose oratoria, más bien decide retraerse sobre sí mismo y contemplar con cierta distancia los acontecimientos. No es que permanezca ajeno a la efervescencia literaria que la llegada de los exiliados ha contribuido a crear: antes al contrario, en sus cartas de estos años lo vemos relacionarse con personajes de este entorno e incluso pronunciarse en términos polémicos sobre la valía de algunos de ellos. Pero lo que sí parece claro es que el poeta que había aceptado participar en la célebre antología de Gerardo Diego en 1932 es ahora renuente a nuevas operaciones de grupo. A una propuesta a tales efectos de la editorial Séneca, en 1941, responde en privado y en público con cajas destempladas: no es su deseo, dice, aparecer en una más de tantas antologías "hecha[s] (…) por el capricho de un coleccionista, por el resentimiento de un poeta dudoso o por los intereses de una casa editorial".
Ya en una temprana carta a Waldo Frank en 1943 el poeta pasa de una cuestión tan prosaica como la de dar cuenta de un cobro pendiente de cuatrocientos pesos, a declarar: "Ha habido un fogonazo en el horizonte que a mí me ha cegado y del que no he recogido más que el trueno". Partícipe de esa revelación, y también profeta de la misma, fue Juan Larrea, de quien León Felipe se declara por esas fechas humilde discípulo. Las especulaciones visionarias del poeta vasco serán, en efecto, a partir de entonces, piedra de toque con la que el zamorano contrastará su propia poesía, también atenta a esa revelación, pero quizá demasiado condicionada, como el propio Larrea le dirá, por "la letra muerta de [su] propio pasado". Asombra la humildad con la que el poeta mayor recibe los reparos del más joven; aunque no tanto, si confrontamos esta actitud contrita con lo que el primero dice de sí mismo a la altura de 1949: "Creo que soy el más torpe y el más ciego de todos los poetas españoles, pero creo que me salva el poder responder de todos mis versos con mi sangre".
Lo que no es, desde luego, una mera declaración retórica. Además de otros valores intrínsecos, estos "papeles" del León Felipe maduro dan fe de que la poesía era para él un recurso espiritual de primer orden, al que la vida debía respaldar siempre. Y ni siquiera el exilio sobrevenido y su feria de intereses creados lograron confundirlo.