Pedro Sorela. Foto: Domenec Umbert

Menoscuarto. Palencia, 2015. 234 páginas, 17'50€

Como ya ocurría en Cuentos invisibles, Pedro Sorela (Bogotá, 1951) propone en Lo que miran los vagos un conjunto de relatos breves y saltarines que tienen como nexo común la idea de viaje, o para ser más exactos, una mirada viajera que pasea su sentido lúdico de la literatura por medio mundo. Aquí aparecen Tánger, Edimburgo, Roma (y el Vaticano), Bogotá (varias veces), Bristol, París, Tokio, Bilbao, Palermo, Bangkok, Lisboa, Badajoz (ciudad en la que este libro sólo hallará las simpatías de quienes sepan encajar que su hogar le parezca feo a alguien), Marbella, Casablanca, Halong, Hanói, Madrid o Dartmouth; y esta lista ni siquiera es exhaustiva, porque estas 23 piezas no paran quietas ni cuando llueve sobre ellas, que es a menudo.



A veces Sorela se interna por unos instantes en el territorio del microrrelato, con resultados tan favorables que casi logran reconciliarnos con el género: "las flores de Margareth MacKay crecieron tanto, pero tanto, que terminaron convirtiendo su cottage en la casa del perro, y a ella, en la perra". Otras veces, se travisten de fábula animalesca o cuento tradicional, y entonces hablan los animales, se enamoran, discuten. A propósito de Casablanca, dice el narrador: "no quiero estereotipos, ni postales ni atardeceres". Y cumple con su palabra a lo largo de todo el volumen, porque este no es un libro de postal, ni de paisajes conocidos, ni turístico, sino más bien nacido de una imaginación que no renuncia a observar cada entorno (y a los tipos que los pueblan) pero necesita multiplicarlos de forma insólita, mágica: una turista se deshincha de golpe como un globo, los ejecutivos se enteran de sus ascensos asistiendo a su propio entierro, las habitaciones de los hoteles se encogen...



En "América sufre en Palermo", el narrador se burla de un profesor que ha convertido los tópicos sobre una América Latina doliente en su negocio particular. Es curioso, porque otro tópico sobre el continente es la literatura más o menos cercana a lo que llamaremos, sólo en un sentido amplio, realismo mágico (ya sea deudor de García Márquez o simplemente ubicable en unas coordenadas entre folclóricas y pastelosas): a veces, como en ese relato sobre una oficinista que escapa volando por la ventana, Lo que miran los vagos amenaza con asentarse en ese tópico, tan amable pero casi siempre insípido. Si lo evita, y lo hace sin duda, es gracias al talento de Sorela para el tono menor y el timbre original. El estilo del autor es cuidado, pero lo que cuida es su levedad, una gracia indudable que convierte la lectura en una experiencia ágil, bienhumorada, civilizada.



Todo esto no evita que el libro tenga su propia seriedad. Porque aquí el verdadero tema es el tiempo. Puede que esa sea la razón de tanta lluvia y de tantos peces nadando en libertad o cautiverio: al narrador le preocupa el tiempo histórico (de ahí el guiño al género de la ciencia-ficción, o la idea de la arquitectura como sedimentación) y el íntimo. Todo esto se advierte con especial intensidad cuando nos habla de Bogotá, una ciudad sometida a un encantamiento ambiguo consistente "en que de pronto alguien cree que el tiempo no pasa... No, tampoco es eso... Consiste en que de pronto alguien cree que el tiempo no pasa, y que tampoco hay distancias... Acaso es lo mismo...". En estas vacilaciones se resume el fondo y el encanto de este libro majísimo, casi una poética del decrecimiento.