El Cultural ha convocado a algunos de nuestros mejores escritores actuales con el fin de armar relatos a cuatro manos. La segunda entrega de la serie corre a cargo de Elvira Navarro, que inicia la narración que continúa Alberto Olmos.

A
día, al poco de bajar los quince pisos hasta mi estudio, el cielo se cubrió de nubes y una tormenta tropical hizo a los viejos abandonar la terraza, despavoridos ante la amenaza de que les alcanzase un rayo. El niño Braulito se presentó en mi habitáculo. Me traía un folleto con los horarios de los autobuses de la costa.



-De parte del señor Cosme -me dijo. Se había levantado un viento tan osado que tuve que retirar mis muebles de las paredes para que no las echasen abajo, pues el edificio iba de un lado para otro, como un barco. Sin que yo le dijese nada, el niño se erigió en guardián de mis paredes.



-Me quedaré aquí hasta que pase la tormenta -me advirtió en tono protector. Le miré burlona y acepté su compañía.



-¿Y tu estudio? -le dije.



-¡Bah! -contestó.



Pensé que su padre debía de ser un tipo bastante machote, dada la manera que tenía el niño de sacar pechito.



-¿Me llevarás a la playa? -preguntó.



-No -respondí.



-Pues yo quiero ir aquí -alegó, señalando con su impertinente dedo un recuadrito del folleto.



Me quedé tan fascinada que casi podía escuchar las olas del mar y los gritos que los monos proferían al estrellarse contra los cocos

-¿Dónde?



-Aquí -insistió. Arrimé mi nariz al papel. En el cuadro se veían unos colores azules y ocres.



-Es una fotografía para lupas -le dije.



A Braulito los ojos se le convirtieron en dos centellas, y con gran esfuerzo sacó una enorme lente de su bolsillo.



-Mira.



Puse la lente sobre el cuadrito y ante mí apareció, a tamaño natural, una playa desierta con palmeras y monos. Me quedé tan fascinada que casi podía escuchar las olas del mar y los gritos que los monos proferían al estrellarse contra los cocos. Advertí que no era el suelo de la playa el responsable de que los monos anduviesen como locos, sino el de mi estudio. Antes de que me diera tiempo a contarlos, Braulito atrapó la lente y el folleto. Los puso sobre una baldosa y, muy serio, me dijo:



-Si tú no me llevas, entonces iré yo solo.



-Pues vete -respondí.



Sacándome la lengua, el niño pegó un enorme salto sobre la lente, que quedó hecha añicos.



-Mira lo que has hecho.



El niño lloró.



-Está bien -le dije-. Iremos.



En la playa no había monos, pero sí unos enormes cocoteros por los que unos hombres con arneses subían y bajaban cargados de frutos. Varias veces intentaron alzar a Braulito hasta la mitad de un árbol. Al muy tonto le castañeaban los dientes y tenían que devolverlo al suelo, donde de nuevo el niño se sentía valiente para alcanzar la cima y agarrar el coco. Acabé llevándole de los pelos al agua. Estuvimos muchas horas saltando olas, y cuando casi era de noche pensé que Braulito y yo nos habíamos hecho amigos, y que en verdad no era un niño tan idiota. Sin embargo, en el autobús de vuelta, cuando le expuse mi plan, asomó de nuevo el repipi mimado que siempre había sido. Temí que se chivara a los infames viejos.




B
se dejó sobornar fácilmente: bastaron unas chuches que tenía en el fondo de un cajón. Eran las sobras dejadas por un sobrino que me tocó cuidar el verano en que mi hermana se estaba divorciando, y al que anestesié con este tipo de porquerías. Una piruleta abarquillada, una bolsa de gominolas comprada en la tienda de la esquina y media tableta de chocolate pusieron al niño Braulito de mi parte.



La tormenta había pasado. El edificio se recuperaba del temblor y la zozobra, y los viejos, uno a uno, se desplegaban ya por la terraza para aprovechar los últimos instantes de luz; los últimos rayos, de hecho.



Braulito había salido corriendo de mi estudio, pues le dije que no teníamos mucho tiempo. Envié de inmediato un whatsapp a mi novio, a ese piso décimo quinto, proponiéndole que bajara en cinco minutos y nos reuniéramos los dos con su padre en la terraza. Su padre era el anciano más infame de toda aquella turba.



Desde que salía con Luis, me había obligado a pasar los veranos en esa playa minúscula y poco abastecida, con la excusa de disponer allí de un apartamento que su familia compró hacía mil años, cuando en verdad sólo quería vigilar a su padre, que estaba cada día más zumbado. Particularmente, odiaba a las mujeres. Yo acabé por alquilar un estudio en la planta baja del edificio, para verle menos y poder trabajar con tranquilidad en mis novelas.



Mi suegro sólo era feliz en verano, al juntarse con todos esos ancianos también misóginos -unos, viudos; otros, solterores; muchos, simplemente abandonados-, y ocupar esa terraza para proferir, como monos, todo tipo de improperios contra las muchachas o señoras que pasaran por delante.



Braulio volvió con una lupa nueva. Resultó que su padre coleccionaba lupas, decenas y decenas de lupas.



-¿Qué vamos a hacer con la lupa? -me preguntó.



-Ahora lo verás.



Salimos al descansillo y nos quedamos de pie frente a la puerta del ascensor. Al rato, vi que empezaba a bajar desde el número 15.



-Ya viene -dije.



-¿Quién?



Luis abrió la puerta y se topó conmigo, con mi amigo de un metro de altura y con la lupa.



-¿? -dijo.



-Atiende.



Metí a mi novio en el estudio y dejé a Braulito fuera. Oía cómo daba puntapiés cada vez más desesperados en los bajos de la puerta.



El anciano negaba con la cabeza, se reía también, finalmente accedió a tomar la lupa y ponérsela delante de la cara

Luego fuimos todos a la terraza.



-¡Zorra! ¡Pedazo de zorra!



-¡Anda y cúbrete, pelandusca!



-¡Zorrupia!



La turba estaba aprovechando sin lugar a dudas los últimos rayos de sol.



Mi novio llevaba la lupa en la mano, esa lupa idéntica a la que me hizo ver monos móviles y cocos que caían en una fotografía fija de un folleto turístico. Le dije a Braulito que mirara bien al anciano de las esparteras azules, mi suegro.



-Fíjate en su cara -subrayé.



Mi novio se dirigió hacia el otro extremo de la terraza y se acuclilló ante su padre, con la lupa en la mano. Le habló entre susurros durante un buen rato. El anciano negaba con la cabeza, se reía también, finalmente accedió a tomar la lupa y ponérsela delante de la cara. Su ojo se hizo tan grande que Braulito me clavó el palo de la piruleta en el la espalda.



-Tranquilo, Braulito.



Luis se colocó junto a su padre, sin perder de vista su ojo gigante. Yo vi venir por el paseo marítimo a dos chicas de unos quince años, luciendo pareo y la más apoteósica adolescencia. Los conmilitones de mi suegro se dispusieron a maldecir tanta belleza, para lo cual miraron hacia mi suegro, que solía iniciar las hostilidades. Pero mi suegro no decía nada. Miraba por la lupa con el ojo derecho y mantenía cerrado su ojo izquierdo; su hijo observaba ese ojo enorme lleno de chicas guapas y parecía también aturdido.



Uno de los viejos conminó a mi suegro:



-Venga, Cosme, ¡diles algo!



Las chicas ya estaban doblando la siguiente esquina.



Vi abrirse los labios de mi suegro, pero apenas pude escuchar sus palabras. Es increíble, creo que dijo.



Una lágrima se había formado en el ojo que no miraba.