La publicación por parte de WikiLeaks de teletipos confidenciales de embajadas estadounidenses de todo el mundo inspiró hace tiempo una noticia burlesca con el titular "Sarkozy admite que el francés es un engaño". Según el artículo, resultaba que las misivas diplomáticas francesas se habían escrito en inglés, lo cual hizo que el presidente de Francia confesase que "en realidad, los franceses hablan inglés, excepto en presencia de británicos". A continuación explicaba que "de hecho", el francés era "un completo galimatías" inventado por las tropas de Guillermo el Conquistador durante su invasión de Inglaterra con el fin de "parecer más exóticos" a los nativos.
Independientemente de su valor humorístico, este escenario absurdo pone de relieve hasta qué punto el inglés ha eclipsado al francés como el idioma preferido para su uso internacional. En su magistral estudio Cuando Europa hablaba francés, Marc Fumaroli (Marsella, 1932) se remonta a una época en la que la situación era exactamente la contraria. El autor muestra que en el siglo XVIII "la comunidad internacional de los eruditos" solía "hablar, escribir y publicar sobre todo en francés". Ya fuesen rusas o prusianas, suecas o españolas, austriacas o estadounidenses, las mejores mentes de la Ilustración se inclinaban por el francés llevadas por su veneración compartida por la sofisticación sin par del saber vivir de los franceses y los agudos intercambios intelectuales de los salones parisinos.
Para Fumaroli, eminente especialista en retórica clásica francesa y miembro de la Academia Francesa, la adopción de esa lengua conllevaba necesariamente la asimilación de todo un sistema de valores culturales. Al igual que el latín de Cicerón auspiciado por los intelectuales del Renacimiento, el francés del XVIII "era en esencia una lengua engorrosa, difícil, aristocrática y literaria", inseparable de "unos modales distinguidos, de un cierto saber estar en sociedad, y de una calidad del ingenio en la conversación alimentada por la literatura". Sin perjuicio del papel radical que desempeñaría en las revoluciones francesa y estadounidense, paradójicamente, la lengua del liberalismo ilustrado y del universalismo ponía de manifiesto las mejores cualidades de la aristocracia francesa: inteligencia, ocio, refinamiento y carisma.
El rey francófilo Federico el Grande de Prusia, que asociaba como correspondía el espíritu francés con los privilegios de clase, utilizaba ex profeso su alemán materno para dirigirse tan solo a los mozos de cuadra y a los caballos. De manera similar, Fumaroli señala con aprobación que "el francés de la Ilustración" se mantuvo "preciso y vivaz" incluso en los discursos del regicida militante Robespierre, "cuyo porte era impecable, cuyo cabello estaba siempre recién empolvado, y cuya dicción y modales eran los de un cortesano". Sin que este elitismo le haga sonrojarse, Fumaroli relata que hablar francés era "una iniciación a una manera excepcional de ser libre y natural con los demás y con uno mismo. Era algo totalmente diferente de comunicarse. Era entrar 'en compañía'".
¡Qué compañía! Concebida como "una galería de retratos de extranjeros rendidos a la Francia de la Ilustración", Fumaroli ofrece una serie de ensayos biográficos sobre un fascinante elenco. Algunos, como Catalina la Grande y Benjamin Franklin, son conocidos como líderes políticos y francófilos. Otros, como Francisco de Goya y lord Chesterfield, son célebres, pero no por sus relaciones con Francia en particular. Y otros son más o menos unos completos desconocidos. No obstante, el libro los presenta a todos como individuos maravillosamente distintos, personas reales cuyos intereses eclécticos, desordenadas vidas amorosas y excéntricas personalidades no concuerdan con las elevadas abstracciones filosóficas que "la Ilustración" evoca con frecuencia. La Ilustración de Fumaroli es un drama humano salvaje y confuso, cuyos actores son tan polifacéticos (e imperfectos) como los que hoy ocupan los titulares.
Fijémonos en Charlotte-Sophie d'Aldenburg, condesa de Bentinck, descendiente de una rama de la familia real danesa y educada totalmente en francés (aunque nunca estuvo en París). Hasta ahora la historia la ha recordado principalmente como una de las muchas grandes damas que mantuvieron correspondencia con Voltaire. En el relato de Fumaroli, la condesa aparece como una adorable amargada; una incisiva detractora de Rousseau; una científica entusiasta que manejaba con soltura el microscopio y el telescopio; una romántica sin remisión que escandalizaba a la estricta Europa protestante del norte engañando a su marido con uno de sus primos; y una irreprimible buscadora de emociones que, como escribió Catalina la Grande con admiración, "montaba a caballo como un miembro de la caballería, ... bailaba cuando se le antojaba, cantaba, reía, brincaba como un niño, a pesar de que debía de tener bastante más de 30 años".
Como la mayor parte de los lienzos de su galería, la descripción que Fumaroli hace de Aldenburg viene a respaldar su tesis de que "la excepcional alianza entre poder inteligente e insolente gozo de vivir" fue lo que proporcionó tantos devotos a la lengua francesa. Sin embargo, precisamente por eso, leer los textos "franceses" de sus protagonistas, anexados a cada capítulo, resulta un ejercicio en cierto modo insatisfactorio. Por ejemplo, Fumaroli elogia el "pulcro" estilo francés que Federico el Grande cultivaba en su correspondencia con Voltaire. Sin embargo, casi por definición, el espíritu galo de la prosa prusiana es imposible de distinguir.
Fumaroli conserva en cualquier caso una esperanza digna de encomio: "Como optimista que soy, tiendo a creer por experiencia que, en el mundo actual, el número de personas capaces de mantener una verdadera conversación en francés (que, inevitablemente, son también auténticas lectoras y poseedoras de una biblioteca) ha aumentado en la práctica" y se ha diversificado desde el siglo XVIII. Puede que ahora el inglés funcione como la lengua a la que recurren el comercio, la tecnología y la geopolítica. Pero, según nuestro autor, la sofisticación a la antigua usanza del francés sigue teniendo influencia en una pequeña, incluso recóndita, élite internacional.
Fumaroli concluye así que "es en esta minoría mundial clandestina en la que hoy día reside, sin que la mayor parte de los franceses lo sepan, la vida y el futuro de su idioma insustituible, cualificado como lengua literaria y lenguaje de la 'buena compañía'". Para todos aquellos que quieran así unirse a este "banquete de mentes ilustradas" de nuestros días, Cuando Europa hablaba francés es un excelente punto de partida.