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Letras

Diario del Nuevo Mundo

Juan Larrea

23 octubre, 2015 02:00

Juan Larrea

Edición de Gabrielle Morelli. Prólogo de Juan Manuel Díaz de Guereñu. Fundación Banco Santander. Madrid, 2015. 183 páginas, 10€ Ebook: 2'99€

Acaso en la mal acotada nómina de los diaristas españoles -el Diccionario de los mismos que hace unos meses dio a la imprenta Anna Caballé no es más que una muy somera aproximación al asunto- la figura disonante de Juan Larrea (Bilbao, 1895-Córdoba, Argentina, 1980) no haga más que complicar la pregunta de partida que parecen hacerse todos los estudiosos: ¿qué es un diario?, ¿y qué requisitos debe cumplir para que mantenga un perfil genérico claro, que lo distinga, por una parte, del cuaderno de anotaciones dictadas por intereses varios y, por otra, de las cada vez más numerosas obras de ficción urdidas a partir de la vida de sus autores?

Larrea nunca definió sus abundosos escritos autobiográficos como "diarios", ni asumió los compromisos de veracidad, asiduidad y disciplina que parecen caracterizar al diarista típico. Discontinuo, inconexo y desbordado es, por ejemplo, Orbe, que compuso en París entre 1926 y 1932, y cuya publicación quedo frustrada por la guerra civil española, hasta que una versión reducida del mismo vio la luz en 1990. Orbe anunciaba lo que había de ser la escritura autobiográfica de Larrea: los hechos externos -la salsa de cualquier diario convencional- sólo comparecen en cuanto que acicates de lo que el autor entiende como revelaciones, en un proceso obsesivo de observación de la propia conciencia en espera de asistir a lo que él mismo entendía como transformaciones o renacimientos de su espíritu. Lo milagroso -para el lector incauto, al menos-, es que, en estas condiciones, lo escrito alcance a tener consistencia de relato, y que el autor ejerza un eficacísimo control sobre las leves tramas que lo articulan, hasta el punto de que el lector, privado de otras claves respecto a lo que está sucediendo, dé por buenas las arriesgadísimas interpretaciones, más o menos simbólicas, que el autor asigna a esos hechos. Nace así el Larrea visionario; el que, después de renunciar a la poesía, brillantemente cultivada hasta entonces, se entrega a la tarea de convencerse de que su modesta existencia es el instrumento que una hipotética conciencia poética universal ha elegido para manifestarse.

No es de extrañar que la guerra civil y el exilio contribuyeran a consolidar en él estas convicciones salvadoras. Y de una de las fases más delicadas de ese proceso viene a dar testimonio este Diario del Nuevo Mundo que se conservaba en los archivos de Larrea custodiados por su albacea, Alejandro Finisterre, y que ha editado el hispanista Gabriele Morelli. Escrito, con algunas discontinuidades, entre abril de 1940 y agosto de 1947, se corresponde, en efecto, con los años de estrecheces económicas y dificultades familiares que Larrea y su familia vivieron en México antes de la traumática separación del matrimonio y el traslado del escritor a Nueva York. Hubiera podido esperarse que estas páginas dieran cuenta del caudal de dolor humano que cabe atribuir a esas circunstancias. Pero, por el contrario, lo que el autor hace, en la estela de sus escritos parisinos, es consignar muy escuetamente los hechos más dolorosos -las enfermedades, por ejemplo, que se ceban en el propio Larrea, en su hijo y en su mujer-, a la vez que se sobredimensionan otros de apariencia nimia -la pérdida de una estilográfica, por ejemplo-, para convertir unos y otros en meros acicates del relato de una transformación personal de resonancias místicas. La nueva tierra de promisión, llamada a sustituir a la Europa destruida por la guerra y el agotamiento de sus energías creativas, viene a ser también el símbolo de una nueva fase en el desarrollo de la humanidad, una prometida "edad del espíritu" en la que el hombre cobrará conciencia de que a través de sus hechos y percepciones opera una redescubierta conciencia universal, que es también -dice Larrea en 1945, cuando su discurso ha alcanzado ya un notable grado de elaboración- "el proceso de transformación de lo humano desde la actitud pasiva de la criatura a la activa del creador".

Lo verdaderamente original de estas formulaciones es que suponen una incorporación al pensamiento español de ideas y principios que había ejercido una benéfica influencia sobre la civilización europea siglo y medio antes. En ellas se condensa la doctrina romántica de la imaginación creadora, tal como la entendieron místicos como Blake y contemplativos como Wordsworth, amén de revolucionarios como Shelley. A propósito de este último, por cierto, hay que señalar que, aunque estos diarios son más bien parcos en declaraciones políticas -apenas hay alguna alusión a las amenazas totalitarias que representan tanto el nazismo como el comunismo-, sí se percibe en ellos la certidumbre de que esa "edad del espíritu" en ciernes va unida al triunfo de las democracias sobre los totalitarismos; con la curiosa paradoja de que el gran líder de la coalición de potencias democráticas, el presidente Roosevelt, murió antes de asistir a esa victoria; y que, al igual que al Moisés bíblico, la tierra prometida le fue negada, quizá, por haber incurrido en un imperdonable pecado nefando, que no fue otro que el cometido "contra la democracia en el caso de España". Es significativo también que, en la aparente arbitrariedad con la que el autor destaca unos hechos sobre otros, le afecte profundamente la recepción del reloj que quiso legarle la militante antifascista Alicia Rühle antes de suicidarse. La llegada a sus manos de ese simbólico reloj se convierte para Larrea en una muestra del modo de operar de esa "conciencia" sobrehumana que opera a través de las acciones particulares de los individuos.

Tal es el mundo mental que refleja este fascinante "diario" de Larrea apenas concebido como tal; y que, sin embargo, podemos pronosticar que pasará a ocupar un destacado lugar en el todavía dudoso canon del género en castellano. También en esto su incomprendido autor abrió camino.