Image: KL. Historia de los campos de concentración nazis

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Letras

KL. Historia de los campos de concentración nazis

Nikolaus Wachsmann

30 octubre, 2015 01:00

Campo de Buchenwald. En la segunda fila puede verse a Elie Wiesel, futuro Premio Nobel

Traducción de C. Belza y D. León. Crítica. Barcelona, 2015. 1.100 páginas, 38'90€ Ebook: 14'24€

Se calcula que más de 1,7 millones de personas murieron en el infierno de los campos de concentración nazis, bien gaseados, bien consumidos hasta los huesos. Muchos fueron directamente a la muerte. Otros soportaron una aniquilación más lenta, reducidos a lo que Hannah Arendt llamó "horrendas marionetas con rostros humanos". Varios millones más fueron asesinados por otros medios. Pero también hubo supervivientes, y al final de KL: Historia de los campos de concentración nazis -su monumental estudio sobre los campos de las SS-, Nikolaus Wachsmann se centra en uno de ellos. Su nombre es Moritz Choinowski, un judío de origen polaco detenido por la Gestapo en 1939. En el momento de su liberación, el 29 de abril de 1945, Choinowski había sobrevivido a Buchenwald, Auschwitz, a un campo llamado Gross-Rosen que fue aumentando paulatinamente de tamaño, y, por último, a Dachau, así como a las espantosas formas de traslado entre ellos. "¿Es esto posible?", sollozaba en la enfermería de Dachau. Y, sí, lo era.

A lo largo de su atroz odisea, Choinowski experimentó los diversos grados de depravación nazi. Hubo diferentes niveles de horror. Los campos evolucionaron a medida que el régimen hitleriano se iba desembarazando de cualquier restricción en la vorágine de la guerra total. Uno de los méritos de KL [del alemán Konzentrationslager, campos de concentración] es la manera en que capta la trayectoria inexorable, a lo largo de 12 años, de la represión y la crueldad feroces al exterminio industrializado. Como dice Wachsmann, "en un estado totalitario radical como el Tercer Reich, el terror no aminoró cuando el régimen se consolidó. Los líderes nazis perseguían objetivos cada vez más extremos, de manera que los campos de concentración seguían expandiéndose a pesar de que la oposición política interna disminuía".

Dachau en 1933 -el primero de los campos- y Auschwitz en 1944 eran completamente diferentes. No obstante, pertenecían al mismo universo ajeno a la ley. Al principio, Dachau estaba destinado a los adversarios políticos, generalmente comunistas, a los que se sometía a un riguroso encarcelamiento y, a veces, al asesinato arbitrario. Auschwitz, en el penúltimo año de guerra, era un complejo mortífero en expansión; una cadena de destrucción alimentada con carne de judíos, gitanos y otras comunidades europeas. En palabras de Primo Levi, "cada día entraban trenes cargados hasta los topes de seres humanos, y lo único que salía eran las cenizas de sus cuerpos, su cabello, el oro de sus dentaduras". En este descenso al abismo de la iniquidad humana, el campo de concentración era un elemento central. Wachsmann escribe: "Los campos de concentración encarnaban el espíritu del nazismo como ninguna otra institución del Tercer Reich".

Ese espíritu emanaba del propio Hitler a través de Heinrich Himmler, jefe de las SS; "el amo indiscutible de la máquina del terror del Tercer Reich", convertido en jefe de la policía en 1936. Se apoyaba en un cuerpo de militares de carrera de las SS de procedencias sorprendentemente similares: nacidos alrededor de comienzos del siglo XX, modelados por la humillación de la derrota alemana en la primera guerra mundial, y radicalizados por la lucha paramilitar contra la República de Weimar. Su modus operandi quedó bien retratado por Hans Loritz, oficial de las SS a cargo del campo de Esterwegen: "En lo tocante a la disciplina, soy un cerdo".

Un ejemplo típico es Rudolf Höss. Nació en 1900 (el mismo año que Himmler), fue herido de guerra, se alistó en las SS en 1933, pasó a ser guardia de Dachau en 1934, lo ascendieron al rango de oficial (subteniente) en 1936, fue trasladado a Sachsenhausen en 1938 antes de ascender en 1940 para convertirse en comandante en Auschwitz, donde, como escribió en sus memorias, "se cumplían todos los deseos de mi esposa y de mis hijos". Su familia vivía en un espacioso chalé, y su mujer tenía un séquito de prisioneras trabajando como modistas y peluqueras. Los campos nutrían a los suyos y empujaban a sus responsables a grados de brutalidad que quizá ni siquiera ellos habían imaginado al principio.

Wachsmann ha escrito una obra de una erudición prodigiosa. No es una lectura ligera en ningún sentido. Es claustrofóbica cuando evoca los abismos a los que se puede sucumbir. Es posible que los lectores lleguen a querer escapar, pero siempre les espera algo peor. El libro no cambia radicalmente nuestra idea de los campos de concentración, cuyos componentes básicos son de sobra conocidos, pero los impregna de una textura humana agónica y de un detalle extraordinario. Constituye la crónica más implacable del colapso de toda una sociedad y una civilización -desde sus médicos dedicados a los experimentos inhumanos hasta sus soldados rasos expoliando a los muertos- que uno pueda imaginarse.

¿Eran los campos de las SS "típicamente alemanes", como pensaban algunos prisioneros? A Wachsmann le "parece dudoso", ya que "las personas que había detrás del sistema de los campos estaban mucho más imbuidas de la ideología radical nazi que la mayoría de los alemanes corrientes, que tenían sentimientos más ambivalentes al respecto". No queda claro cuáles son las pruebas de esa ambivalencia. El autor apunta que "el papel de los campos en la Solución Final no penetró del todo en la conciencia pública". Sin embargo, él mismo demuestra hasta qué punto llegaron a ser parte integrante de la concepción racial, la economía, la industria, las fantasías médicas y el expansionismo territorial alemanes.

Los campos de concentración de las SS eran la expresión de la ideología nazi consentida por una aplastante mayoría de alemanes. Existían para liberar Europa de judíos y otros indeseables, proteger a la raza aria, vaciar el este de habitantes para obtener Lebensraum (espacio vital) para los alemanes, y amedrentar a toda resistencia mediante el terror sistemático. Durante 12 años, y con una intensificación constante, llevaron a cabo su repugnante tarea, mientras los Aliados hacían caso omiso, a pesar de la acumulación de pruebas.

El libro saca a la luz muchos detalles fascinantes: el enfrentamiento inicial entre Himmler y Hermann Göring, que quería poner freno a los excesos de los campos; el uso por primera vez de bolas de Zyklon B para matar a prisioneros de guerra soviéticos; los vínculos entre los primeros programas de eutanasia de Alemania y el empleo masivo del gas en Polonia; lo satisfecho que estaba Höss de que su método fuese menos estresante para las SS que los fusilamientos; la fuerza corruptora del terror y la lucha por la supervivencia, evidente en el sistema de los kapos e incluso en la decisión de algunos médicos prisioneros de Auschwitz de matar a recién nacidos con el fin de salvar a sus madres, que, de lo contrario, habrían sido asesinadas.

Wachsmann hace palpable lo inconcebible. Ese es el mayor de sus logros. Por eso resulta extraño que critique implacablemente al psicólogo Bruno Bettelheim, superviviente de Dachau y Buchenwald, por decir que los judíos de Europa fueron a la cámara de gas "como ratones". Afirma que eso es "lamentablemente erróneo". Pero lo cierto es que la gran mayoría de los judíos asesinados en los campos de concentración o fusilados en los bosques apenas opusieron resistencia. No podían creer lo que les estaba pasando. De esa experiencia inimaginable surgió el sionismo del "nunca más" que desembocó en la creación del moderno Estado de Israel en 1948.

Los Aliados no podían dar crédito a lo que encontraron en Dachau, Bergen-Belsen, Buchenwald y otros lugares. A decir verdad, no se habían preocupado realmente de prestarle mucha atención. La justicia, inevitablemente, fue imperfecta. Los imperativos de la Guerra Fría se impusieron al intento de hacer justicia, ya que Alemania Occidental era necesaria para combatir a Stalin. El país se recuperó poco a poco y, al final, se unificó. El misterio permanece. El Holocausto no puede ser digerido del todo, aun cuando se diseccione con tanto detalle. Buchenwald estaba cerca de Weimar, la ciudad natal de Goethe. Como escribe Wachsmann, "en los terrenos del nuevo campo se alzaba un gran roble, bajo el cual se suponía que [Goethe] se encontraba con su musa. Como estaba protegido, las SS tuvieron que construir a su alrededor".

Así lo hicieron y, paso a paso, Rudolf Höss y los de su ralea encontraron la manera de que Alemania pasara de la inspiración de su más grande literato al infierno del asesinato en masa.

© NEW YORK TIMES BOOK REVIEW