Mireya Hernández.
Asistimos en los últimos años a un neorruralismo literario que tiene diversos exponentes en las últimas hornadas de narradores, como Jenn Díaz, Manuel Darriba, Ginés Sánchez, Lara Moreno o el más veterano Jesús Carrasco, a quien algunos ven como el abanderado de este nuevo fenómeno, que nada tiene de nuevo y que emparenta con autores como Julio Llamazares, Miguel Delibes o José María de Pereda.Esta primera novela de Mireya Hernández (Madrid, 1981) es continuadora de esta tendencia, y no sólo en su temática. Estamos ante una especie de reverso de la naturalista Peñas arriba, en la que el protagonista llegaba a un pequeño pueblo procedente de la gran urbe -Madrid- y terminaba enamorado de sus bondades. En este caso, la autora nos presenta el proceso contrario: un escenario hostil, que tiene que ver con la tradición romántica pero también con nuestra contemporaneidad: el retorno a lo rural que han propiciado los tiempos de crisis, sumado a los nuevos hábitos de vida de las generaciones más jóvenes. Todo eso está aquí.
Los dos protagonistas, Martina -narradora en primera persona- y Pablo, su pareja, llegan desde Madrid a un pequeño pueblo aragonés y se instalan en una casa vieja y destartalada. Aquí todo parece un error. Martina no encuentra su lugar ni entre las paredes de su nuevo hogar -donde trabaja como traductora- ni entre las pocas gentes que habitan el pueblo, y que siempre la observan como a una forastera. Poco a poco, la relación que tiene con cuanto la rodea se va pervirtiendo. Incluso ellos mutarán: Pablo parece un ser cada vez más maniático e intratable. Ella enfermará. El entorno ejerce una influencia dañina pero sutil, y a lo largo de la novela seremos testigos de este lento proceso de degradación.
El estilo de Mireya Hernández, conciso, afilado, sin florituras ni sentimentalismos, logra crear un ambiente obsesivo con apariencia de levedad. Leemos en vilo, atrapados por las preocupaciones de la voz protagonista y por su destino fatal, que adivinamos. Al terminar, sentimos que ella y nosotros hemos logrado escapar de uno de esos abismos que tentaban a los románticos. Interesante.