Image: En movimiento. Una vida

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Letras

En movimiento. Una vida

Oliver Sacks

13 noviembre, 2015 01:00

Oliver Sacks

Traducción de Damià Alou. Anagrama. Barcelona, 2015. 378 páginas, 21,90 €. Ebook: 9,99 €

En un artículo directo, elocuente y devastador publicado en febrero en "The New York Times", Oliver Sacks (Londres, 1933-Nueva York, 2015) revelaba que padecía cáncer terminal con metástasis en el hígado y cerebro, y que sólo le quedaban unos meses de vida. Conocer este hecho, decía, le había permitido contemplar su vida "como desde una gran altura, como una especie de paisaje, y con una conciencia cada vez más profunda de la conexión entre sus partes". Se sentía agradecido por "haber amado y haber sido amado", y también por "el trato especial" con el mundo que los escritores y los lectores tienen el privilegio de conocer.

"Por encima de todo", añadía, "he sido un ser dotado de sentidos, un animal pensante en este hermoso planeta, y esto, en sí, ha sido un privilegio enorme y una aventura". Ese amor al mundo y la sabiduría de Sacks sobre los seres humanos -y sobre las misteriosas conexiones entre el cerebro, la mente y la imaginación- inspiraron su escritura a lo largo de los años, desde Migraña, publicado hace cuatro décadas y media [1970, Anagrama, 1988], pasando por Despertares (1973, Anagrama 1988) y El hombre que confundió a su mujer con un sombrero (1985, Anagrama, 1987), hasta obras más recientes como El tío Tungsteno (2001), Alucinaciones (2013) y En movimiento, sus nuevas memorias, profundamente conmovedoras.

Sacks, que fue catedrático de neurología en la Escuela de Medicina de la Universidad de Nueva York y que durante mucho tiempo ejerció como médico, escribió no solo con la comprensión de la medicina y de la ciencia propias de su profesión, sino también con una compasión chejoviana por sus pacientes y una apreciación metafísica de sus dilemas emocionales. Sus casos clínicos nos han permitido entender de manera palpable lo que debe de representar sufrir enfermedades como el síndrome de Tourette, la epilepsia del lóbulo temporal, el daltonismo o la pérdida de memoria, y, en ocasiones, tienen la rareza y la resonancia de los relatos de Borges o de Calvino.

Sacks se interesaba tanto por el efecto que los trastornos neurológicos de sus pacientes tienen en sus vidas interiores y en sus rutinas cotidianas como por las manifestaciones fisiológicas de sus enfermedades. Sus escritos sobre sus luchas dan testimonio de la resistencia humana, de la capacidad de la gente para adaptarse a sus infortunios y hasta de encontrar en ellos un estímulo para crear y lograr cosas.

En En movimiento. Una vida, Oliver Sacks practica su capacidad descriptiva y analítica con su propia vida, y de esta manera ofrece una reveladora visión de su infancia y su juventud, del descubrimiento y la entrega a su vocación, y de su desarrollo como escritor. Nos brinda conmovedores retratos, rebosantes de vida y afecto, de sus amigos y de los miembros de su familia (parientes entre los que, curiosamente, se encuentran Al Capp, dibujante del cómic Li'l Abner, y el diplomático israelí Abba Eban). Relata sus conversaciones sobre escritura con el poeta Thom Gunn, "las carreras y las interrupciones, las iluminaciones y la oscuridad", y describe cómo W. H. Auden abandonó Estados Unidos después de 33 años para volver a su Inglaterra natal "terriblemente frágil y envejecido, pero con la noble solemnidad de una catedral gótica".

El libro es más íntimo que las anteriores incursiones de su autor en el terreno de la autobiografía, como El tío Tungsteno, y cuanto más cuenta de sí mismo, más llegamos a percibir hasta qué punto sus dotes de artista y de médico están enraizadas en las tempranas experiencias con su familia en Inglaterra y en lo que en su momento consideró obligaciones emocionales.

Durante la Segunda Guerra Mundial, siendo un niño, fue enviado lejos de Londres a "un horrible internado", donde lo acosaban y le pegaban, y, si bien se adaptó a esa separación de su familia, confiesa que a lo largo de gran parte de su vida siguió teniendo problemas -en palabras de otro joven evacuado- "con la vinculación, la pertenencia y la capacidad para creer", dificultades que le ayudarían a simpatizar con sus pacientes, que a menudo se sentían inadaptados y extraños.

Su hermano Michael fue diagnosticado de esquizofrenia, y sus episodios psicóticos aterrorizaban al joven Oliver. Recuerda que sentía vergüenza por no pasar más tiempo con él, y al mismo tiempo, la necesidad de mantenerse alejado, lo cual fue una de las razones que lo llevaron a mudarse a Estados Unidos en la década de 1960. La ciencia -con su promesa de orden y lógica- le proporcionó un refugio frente al caos que representaba la enfermedad de Michael, y la medicina fue tanto el cumplimiento del destino familiar (su madre, su padre y dos hermanos mayores eran médicos) como una forma de "explorar la esquizofrenia y los trastornos mentales y del cerebro asociados a ella en sus pacientes y a su manera".

Tímido y con tendencia a vivir "a una cierta distancia de la vida", Sacks cuenta que se enamoró inesperadamente -"(¡Por el amor de Dios!) Yo tenía setenta y siete años"- de un estadounidense llamado Billy, lo que significó abandonar "los hábitos de soledad de toda una vida", como décadas de comidas que consistían sobre todo en cereales y sardinas tomados "directamente de la lata, de pie y en treinta segundos".

Si bien es posible que, en su juventud, la timidez y la dificultad para reconocer las caras (una afección conocida como prosopagnosia, que analizó pormenorizadamente en un artículo de 2010 en "The New Yorker") le inhibiesen socialmente, Sacks era consciente de que si encontraba a alguien que compartiese sus intereses, habitualmente científicos -como los volcanes, las medusas o las ondas gravitacionales-, podía dejarse arrastrar a una animada conversación.

Su curiosidad y su entusiasmo por un amplio abanico de pasiones (entre las que se encontraban la fotografía, la natación, la halterofilia, el motociclismo y, durante una época, las anfetaminas) consumían el poco tiempo libre que le quedaba cuando dedicaba 18 horas diarias a trabajar, visitando pacientes e investigando. Y la escritura. Siempre la escritura. Empezó a llevar un diario cuando tenía 14 años, y cuenta que, al final, tenía casi un millar de ellos, a lo que hay que añadir su voluminosa correspondencia y las más de 1.000 notas clínicas anuales sobre sus pacientes que registró durante décadas. Sacks afirma que la escritura lo transportaba a otro lugar, "donde estoy absolutamente absorto y ajeno a los pensamientos, los temores y las preocupaciones que nos distraen, e incluso al paso del tiempo". "En esos raros y divinos estados mentales", continúa, "puedo escribir ininterrumpidamente hasta que dejo de ver el papel. Solo entonces me doy cuenta de que ha llegado la noche y de que he estado escribiendo todo el día".

Esa escritura, que, en palabras de Oliver Sacks, le proporcionaba un placer "como ningún otro", ha sido también un regalo para sus lectores; un regalo de erudición, compasión y comprensión perdurable de las alegrías, las dificultades y los consuelos de la condición humana.

© NEW YORK TIMES BOOK REVIEW