Rainer Maria Rilke. Foto: Martinie

Acantilado. Barcelona, 2015. 1.168 páginas, 44€

Hacia el final de este libro de más de mil páginas, y justo cuando va alcanzando su mayor temperatura dramática y su más seguro paso novelístico, su autor, Mauricio Wiesenthal (Barcelona, 1943), narra en estilo demorado y melancólico un paseo por París en compañía de Paul Morand y en dirección al palacio en que vivía una de las amigas y patronas aristocráticas de Rilke, la princesa rumana Marthe Bibesco. La conversación, como puede deducirse del espléndido decorado, versaba sobre el sentido de la cultura europea y algunos de sus logros: "Los jardines franceses primorosamente bordados, los sillones de respaldo bien recto, los cuellos duros ingleses, los zapatos a medida que hacía en Sevilla un talabartero de la plaza de la Loza, los densos libros de Proust..."; lo que lleva al autor a concluir, dos páginas más adelante: "pensaba que debía guardarlo todo en mi alma para atravesar la noche (...) y contar luego a los jóvenes lo que había visto".



Las palabras precedentes podrían ser el lema al que se ajusta este libro personal, en el que los datos espigados a lo largo de treinta años de investigación erudita en torno a la vida y obra del poeta Rainer Maria Rilke (Praga 1875-1926) se mezclan con recuerdos, reflexiones y opiniones del propio Wiesenthal, siendo el resultado una especie de apasionado memorándum en torno a una cuestión que el biógrafo juzga crucial: el ocaso de la vieja civilización europea y el esfuerzo de sus últimos representantes cualificados -entre ellos, el propio Rilke- por salvar del naufragio algunas de las grandes intuiciones que la animaron.



La persona, insiste Wiesenthal a lo largo de esta apasionada biografía, no siempre estuvo a la altura de la altísima misión que le fue enconmendada. Este gran poeta de la espiritualidad visionaria, que en sus Sonetos de Orfeo y en Las elegías de Duino fue capaz de interpelar directamente a lo invisible y formular poéticamente la conexión entre lo humano y lo divino, fue, en su encarnación civil, un hombre débil y contradictorio.



Ni en su modo de vida -más bien parasitario, en su un tanto anacrónica pretensión de vivir del mecenazgo aristocrático- ni en el tenor de sus afectos -sus decenas de amoríos no testimonian otra cosa que su incapacidad para crear lazos duraderos-, así como en sus variables prejuicios y convicciones -que van del antisemitismo al coqueteo, en sus últimos años, con el incipiente fascismo, pasando por periodos de bohemia artística y fraternidades revolucionarias- fue lo que podemos llamar una figura de referencia, como lo había sido Goethe o llegarían a serlo Thomas Mann o André Gide. Sin embargo, el personaje huidizo que le tocó interpretar sirve admirablemente al propósito de Wiesenthal de documentar, desde la emoción, un periodo muy concreto de la historia europea: los años que vieron el hundimiento definitivo de los imperios transnacionales, el surgir de los nacionalismos y el fin del civilizado cosmopolitismo que había servido de caldo de cultivo a las grandes creaciones de la cultura continental. En su peregrinaje de escritor sin recursos, siempre de la mano de generosos anfitriones, Rilke encarnará a la perfección el papel de intelectual europeo que se encuentra igualmente a sus anchas en San Petersburgo, París o Venecia, y que tiene como interlocutores a gentes tan diversas como los franceses Rodin y Valéry, el español Zuloaga o la rusa Marina Tsevietáieva.



También, cómo no, a la ubicua Lou Andreas-Salomé, que ocupa un lugar preeminente en la larga sucesión de "Reinas de la Noche" -así las llama Wiesenthal- a las que el poeta praguense debe su compromiso con un modo de entender la cultura anterior a las simplificaciones del racionalismo asociado a la revolución industrial. La primera de ellas, nos dice Wiesenthal, fue la propia madre del poeta, que se opuso siempre al designio paterno que pretendía hacer de Rilke un funcionario o un banquero. El poeta no se lo agradeció: vio siempre en ella a una mujer obsesionada por los prejuicios e hipocresías de la pequeña burguesía. Y es posible atisbar en este desapego, insinúa Wiesenthal, el origen de la complicada relación de Rilke con las mujeres, y el hecho incontestable de que las que mayor ascendencia tuvieron sobre él fueron las que, como la propia Andreas-Salomé -o, más tarde, la princesa Marie von Thurn und Taxis-, combinaron el atractivo erótico o mundano con una firme autoridad intelectual o moral.



El lector, naturalmente, está en su derecho de aceptar o no este esquema. ¿Efectivamente fueron estas mujeres, tan de su tiempo, puentes efectivos con un modo ancestral de entender la cultura en el que el sentimiento y la emoción, junto con una cierta presciencia de lo mágico y espiritual, iban a la par de lo puramente práctico y racional? Lo que parece indudable, a la luz de los testimonios conservados -entre ellos, la copiosa correspondencia del poeta-, es que mujeres como Lou Andreas-Salomé fueron decisivas en su formación, e incluso sirvieron de eficaces salvaguardas contra los "desvíos" en los que incurría el poeta en los años en que buscaba su voz.



Y aquí es donde la de Wiesenthal se alza con autoridad de lector cualificado para lanzar algunas fundadas opiniones que, sin embargo, no parecen gozar de plena aceptación entre la clientela rilkeana: por ejemplo, la consideración de que Los cuadernos de Malte Laurids Brigge, la más ambiciosa creación en prosa de Rainer Maria Rilke, es una obra escrita a contrapelo de la verdadera sensibilidad del poeta, atraído por los cantos de sirena del malditismo finisecular; o de que la colección que tituló Nuevos poemas -de nuevo, una presa predilecta de traductores y exégetas-, que suponía un intento de incorporar a la poesía la "objetividad" de las artes plásticas, fue en realidad un nuevo desvío del camino espiritual y místico que tempranamente se había abierto ante el poeta cuando compuso su juvenil Libro de horas (1905), inspirado en los rezos monacales y en la aspiración a la pobreza entendida como desasimiento.



Hay, en estas y otras consideraciones del biógrafo, no poca ironía: la que permite la admiración cuando llega a tales extremos de familiaridad con su objeto. No fueron éstas las únicas ocasiones en las que veremos a Rilke ceder al lado más novelero e influenciable de su carácter, a la vez que avanzaba hacia lo que su biógrafo llama, también con resabios de ironía, su "condición sacerdotal"; que ejerció, es cierto, en medio de frívolos ambientes aristocráticos, pero también en la intimidad de sus cartas con admiradores más jóvenes, como fue el caso del militar y escritor en ciernes Franz Xaver Kappus, a quien Rilke hizo destinatario de sus espléndidas Cartas a un joven poeta, en las que posiblemente, a la vez que se dirigía a su corresponsal, el indeciso Rilke se explicaba a sí mismo en qué consistía la alta vocación a la que había de dedicar su vida.



Esta biografía demuestra, desde el conocimiento y la pasión, que esas llamadas vocacionales son inapelables; y que frecuentemente el poeta no es sino un mal actor destinado a poner voz a una verdad que casi siempre lo supera. Fue el caso de Cervantes o de Shakespeare. En Rilke, tan cercano a nosotros por tantos motivos, lo vemos si acaso más claro.