En Orden mundial, Kissinger combina historia, política y una buena dosis de pasión. Foto: Archivo
Quien quiera comprender la forma de pensar de Henry Kissinger (1923), que se lo imagine dirigiendo la política exterior estadounidense desde el 11 de septiembre del 2001, en lugar de los dos grupos que se pasaron buena parte del último cuarto de siglo condenándolo. Primero llegaron los neoconservadores que pregonaban la democracia y veían la realpolitik de Kissinger como apaciguamiento, y ahora los demócratas, que insisten en que la construcción del país ha de comenzar en casa, y odian los enredos internacionales y las estrategias a gran escala.¿Habría sido útil un poquito de realismo en Irak, y no el amateurismo de Bush y su "son cosas que pasan"? ¿Habría implicado a Estados Unidos en el establecimiento de un gobierno en Kabul "plenamente representativo" un estadista que conociese lo dicho por Churchill sobre Afganistán ("excepto en tiempos de cosecha […] las tribus pastunes siempre están librando guerras públicas o privadas")? ¿Habría trazado Kissinger una línea roja de advertencia y luego permitido que al-Asad se fuese de rositas tras usar armas químicas? ¿O permitido que se crease paulatinamente un vacío de poder en las fronteras de Putin?
Quien considere que Estados Unidos está haciendo lo correcto, que pase directamente a las reseñas de poesía. Sin embargo, quien se preocupe por un mundo fuera de control ha de leer Orden mundial. El libro combina historia, geografía, política moderna y una buena dosis de pasión. Sí, pasión, pues estamos ante el llamamiento vehemente de un célebre escéptico, una advertencia a las generaciones futuras por parte de un anciano empapado de pasado. El libro tiene sus defectos, y está distorsionado por la preocupación del autor por su legado y por unas ansias innecesarias de no molestar a los líderes liliputienses sobre los que aún intenta influir, pero es un libro con el que se debería encerrar a todo congresista, obligándolo a leerlo, antes de jurar el cargo.
La premisa es que vivimos en un mundo donde impera el desorden: "Aunque es probable que ‘la comunidad internacional' se invoque ahora con más insistencia que nunca, no presenta un conjunto claro ni pactado de objetivos, métodos o límites [...]. El caos amenaza, acompañado de una interdependencia sin precedentes". De ahí la necesidad de construir un orden capaz de equilibrar los deseos encontrados de los diferentes países, tanto de las potencias occidentales establecidas que escribieron las normas internacionales existentes (principalmente Estados Unidos) como de las emergentes que no las aceptan, principalmente China, pero también Rusia y el mundo musulmán.
Será una tarea ardua, porque nunca ha habido un auténtico orden mundial; por el contrario, las diferentes civilizaciones dieron con sus propias versiones. La musulmana y la china eran casi completamente egocéntricas: si no formabas parte de la comunidad de creyentes del islam o gozabas del privilegio de ser un súbdito del magistral emperador, eras un infiel o un bárbaro. A pesar de ser más reciente y tener más matices, la versión estadounidense también es un tanto egocéntrica: un orden moral donde todo será perfecto cuando el mundo entre en razón y piense como Estados Unidos. Así las cosas, el mejor punto de salida sigue siendo el equilibrio de poder europeo de corte westfaliano.
Kissinger recorre detenidamente en el libro la historia europea. Sus héroes son, qué duda cabe, exponentes de la realpolitik como el cardenal Richelieu, el austríaco von Metternich y el pragmático lord Palmerston. Europa ha dado el modelo histórico más plausible, pero ya no es el escultor. Perdió su poder en dos guerras mundiales y ahora está obsesionada con la construcción interna de la Unión Europea. Y no tendrá un papel relevante en el escenario internacional hasta que resuelva ese debate.
Kissinger también dedica unas palabras elocuentes a Rusia. El nacionalismo de Vladimir Putin tiene más sentido cuando se comprende el resentimiento histórico y la expansión implacable de su país durante siglos: Rusia añadió a su territorio una media de 100.000 kilómetros cuadrados al año entre 1552 y 1917. El libro se encalla un poco en el islam. La religión solía ser uno de los puntos ciegos de Kissinger. De repente, el fracaso del islam al diferenciar entre mezquita y Estado lo explica casi todo. Irán es la perfidia personificada. Israel, en cambio, es una víctima en un mar de irracionalidad. El autor no menciona su poco constructiva política de asentamientos ni se detiene en los extremistas del Estado judío. Todo huele a ofrenda de paz, tardía, a la derecha israelí y sus defensores en el Congreso estadounidense.
Sin embargo, paulatinamente, la magnitud del problema queda clara, y con ella su dimensión estadounidense. En Asia están emergiendo dos posibles equilibrios de poder, y en ambos está implicada China: uno en el sur de Asia, el otro en el este de Asia. Pero, a día de hoy, ninguno cuenta con un equilibrador, un país capaz inclinar la balanza hacia el lado más débil, como otrora hiciese el Imperio británico en Europa.
¿Es el Estados Unidos moderno capaz de liderar y sacar al mundo de este atolladero? Kissinger no responde directamente a esa pregunta, pero los capítulos sobre su país se leen como una advertencia a un amigo querido pero estrecho de miras. EE.UU se enfrenta a esta tarea con dos grandes defectos de carácter. El primero, vinculado a su geografía, es la percepción de que la política exterior es "una actividad optativa". Se trata de una superpotencia que se ha retirado vergonzosamente de tres de las últimas cinco guerras que decidió librar: en Vietnam, Irak y Afganistán. El segundo defecto es que esos mismos ideales que han construido un gran país a menudo hacen que sea penoso en materia de diplomacia, y en particular "la convicción de que sus principios nacionales eran a todas luces universales, y su aplicación siempre beneficiosa".
En su mejor versión, Estados Unidos es imparable. En la Guerra Fría, el orden moral de Estados Unidos funcionó: había un adversario claro al que se acabaría superando en fuerza, había aliados sumisos y un conjunto de reglas de compromiso. Pero el desorden actual es más complejo: el caos en Oriente Próximo, la propagación de las armas nucleares, la aparición del ciberespacio como un campo de batalla sin regular y la reordenación de Asia. El desafío "no es solo una multipolaridad de poder, sino un mundo con unas realidades cada vez más contradictorias", escribe Kissinger. "No hay que dar por sentado que, si no nos ocupamos de ellas, llegará un momento en que esas tendencias se reconciliarán automáticamente para configurar un mundo de equilibrio y cooperación, o siquiera algún tipo de orden".
Mientras tanto, la habilidad política, el arte de "ocuparse" de esos problemas, se está volviendo más difícil. Kissinger se burla de la idea ciberutópica de que una mayor conectividad y transparencia harán del mundo un lugar más seguro, a medida que los países se conocen mutuamente: "Los conflictos internos y entre sociedades están presentes desde los albores de la civilización. Las causas de estos conflictos no se restringen a una ausencia de información o a la falta de capacidad para compartirla". Antes bien, la inmediatez de todo es una prueba. Cada incidente da la vuelta al mundo, pero la audacia, el liderazgo y el sigilo son más complicados.
¿Cómo se desenvuelven los actuales líderes estadounidenses? Aquí el libro resulta tímido hasta la irritación y tácitamente devastador. No hay una crítica directa a Obama, e incluso leemos un párrafo un tanto cómico en el que Kissinger expresa su admiración personal por Bush en pleno repaso de sus despistes en política exterior. No obstante, el mensaje es claro: el mundo está a la deriva, sin nadie que se ocupe de él, y Estados Unidos, parte indispensable del nuevo orden, aún tiene que responder a preguntas básicas como "qué pretende prevenir" y "qué quiere conseguir". Sus políticos y sus ciudadanos no están preparados para el siglo que tienen por delante. La lectura de este libro sería un útil primer paso.