Martin Amis y Philip Roth

En una entrevista de 2013, Philip Roth, que en marzo cumplirá 83 años, dijo: "Próximamente me enfrentaré a dos calamidades: la muerte y una biografía. Espero que la primera llegue antes". Pues bien, su deseo no se ha cumplido, y estos días aterriza en las librerías españolas Roth desencadenado (Random House), primera biografía del autor de La mancha humana. Su autora -no es pariente del biografiado- es la periodista estadounidense Claudia Roth Pierpont. Martin Amis aprovecha la publicación para repasar en este artículo la trayectoria del escritor de Newark, a quien reconoce, al menos, cinco obras maestras. Amis se muestra admirativo, jocoso, crítico e irónico. Y habla de la relación de Roth con el judaísmo, de sus altibajos y conquistas y de su excéntrico talento. Una "especie de genio", dice de él; o dos, puestos frente a frente.

El antisemitismo estadounidense dominante en la década de 1930 no dejó de aumentar tras el comienzo de la guerra. Los sondeos mostraban que, a lo largo de todo el periodo, bastante más de la tercera parte de la población estaba dispuesta a dar su apoyo a las leyes discriminatorias. Y no se trataba de una simple derivación de la xenofobia generalizada fruto del aislacionismo. Todas las sinagogas de Washington Heights fueron profanadas, y algunas de ellas pintarrajeadas con esvásticas. En 1942, en Boston, las palizas, los destrozos y las profanaciones se habían convertido en sucesos casi cotidianos. Esa fiebre ignominiosa que redujo la inmigración a apenas un goteo y que costó innumerables vidas, alcanzó su apogeo histórico en 1944. Para entonces, el Holocausto prácticamente se había consumado.



¿Y qué hacían los medios de comunicación? Las noticias de los asesinatos empezaron a aparecer en mayo o junio de 1942. Un informe verificado daba la cifra de 700.000 muertos hasta ese momento. El Boston Globe asignó a la noticia el titular a tres columnas "Los asesinatos masivos de judíos en Polonia pasan de 700.000" y la relegó a la parte inferior de la página 12. The New York Times citaba el dictamen del informe -"probablemente, la mayor masacre de la historia"- pero solo le concedía cinco centímetros. Podemos atrevernos a decir que tal reticencia apenas resulta sorprendente ahora que la historiografía de los hechos esbozada más arriba suma muchas decenas de miles de volúmenes.



Philip Roth utilizó este sucio e irresponsable telón de fondo en La conjura contra América (2004), su libro número 26; pero el antisemitismo y su corolario, el anti-antisemitismo, dominaron por completo la publicación del primero, Adiós, Columbus (1959). "¿Qué se está haciendo para silenciar a este hombre?", preguntaba un rabino. "Los judíos medievales habrían sabido qué hacer con él". Hay quien piensa que el alegre debut de Roth daba pábulo a las mismas "ideas... que acabaron desembocando en el asesinato de seis millones de personas en nuestra época". Por lo tanto, el escritor no se enfrentaba solo a una paranoia "racional"; también estaba atrapado en la angustia de la comprensión y la asimilación que avanzaba a medida que la pura magnitud del trauma arraigaba en la conciencia. En 1962, después de un encuentro público en la Universidad Yeshiva de Nueva York lleno de odio, Roth juró solemnemente (sobre un sándwich de pastrami) que "nunca volvería a escribir sobre los judíos".



Fue un juramento en vano. Pero recordemos que Roth tenía entonces algo menos de 30 años, y uno de los inconvenientes de empezar joven es que te ves obligado a madurar en público. Se sentía orgulloso de ser estadounidense tanto como de ser judío. Un talento vigorosamente obstinado como el suyo tendría que haberse percatado de inmediato de que la ficción insiste en la libertad. De hecho, la ficción es libertad, y la libertad es indivisible (de ahí su posterior apoyo apasionado a los escritores de Checoslovaquia). Con todo, se podría afirmar que, entre unas cosas y otras, Roth tardó alrededor de 15 años en instalarse en su propia voz. Su carrera tardía fue convencional; la temprana, salvajemente excéntrica. Un giro misterioso y fascinante.



'La gran novela americana', 'Nuestra pandilla' y 'El pecho' fueron considerablemente audaces y tres bodrios

En su chispeante y aguda monografía, Claudia Roth Pierpont (sin ninguna relación con el escritor) dice que Deudas y dolores (1962), cuyo título original es Letting go [Desligarse], "va de no desligarse": no desligarse de la responsabilidad, ni de la obligación, ni de una seriedad informal generalizada. Y, una cosa importante, no desligarse de Henry James. El extenso elenco de personajes de la novela es pluralista, pero parece que persisten las preocupaciones étnicas. ¿Y luego, qué? Pues bien, en ese punto, Roth dejó de lado un libro llamado Jewboy [El chico judío], y, tras varios "años de miseria" (cinco), produjo Cuando ella era buena, una saga de rostro inexpresivo sin judíos, ambientada en una fina y mojigata ciudad del Medio Oeste. En ella se nos ofreció el primer atisbo del súcubo que devoraba el alma del escritor.



Recuerdo que entonces pensé que había algo extremo y terriblemente desmesurado en Lucy Nelson, su heroína (una mujer pegajosa, devoradora y despiadada). Recuerdo que también pensé que Lucy era tan solo una parte de una historia sin contar. Es un retrato profundo que resplandece de vida en un libro al que a menudo le cuesta respirar. Hubo críticos que dijeron que Cuando ella era buena lo podría haber escrito una mujer; otros, que podría ser obra de un blanco anglosajón protestante (Sherwood Anderson, a lo mejor). Sin embargo, lo que el público buscaba entonces era una novela que solo hubiese podido escribir Philip Roth.



Esa novela fue El lamento de Portnoy (1969), una bomba de relojería de humor chirriante y mordaz (hasta tipográficamente es explosiva, ya que establece el récord total, dentro de la ficción convencional, de signos de exclamación, mayúsculas y cursivas). En ella, las tensiones y los conflictos de la experiencia judeoestadounidense se reducen a su esencia: las shiksas (chicas o mujeres no judías). La raíz yidis de la palabra significa "cosa detestable". Según la lógica matrilineal, los goys (hombres no judíos) son tolerables, pero las shiksas implican asimilación, y, por lo tanto, están prohibidas. Prohibidas, detestadas, y deseadas aún más ardientemente. Roth atacó este punto crucial con incomparable energía. Parecía que un talento turbulento y sin rumbo había encontrado por fin el tono perfecto.



Ahora la historia se vuelve singularmente extraña. Portnoy -daban por sentado los lectores- era Roth desligándose. Pero resultó que había algo más, y algo totalmente intrínseco, de lo que había que desligarse. Una vez que dejó de preocuparse por eso que llamamos "buen gusto" (de hecho, un consenso superficial de los biempensantes), lamentablemente, Roth dejó de preocuparse también por el valor literario. Nuestra pandilla, escrita en "tan solo tres meses", es una sátira extremadamente desaborida del Gobierno de Nixon (¿Trick E. Dixon?); El pecho, acabada "en unas semanas", transforma a su héroe en una gigantesca glándula mamaria (un punto de partida anormalmente poco prometedor); y La gran novela americana (382 páginas sobre béisbol) es el ejercicio de un aficionado con una jocosidad experta. Se podría decir que todo ello fue considerablemente audaz: en apretada sucesión (1971, 1972, 1973), Roth -una especie de genio, es obvio- escribió tres bodrios sin paliativos.



En Roth no hay narcisismo: la criatura del espejo es objeto de escrutinio despiadado
La luz escabrosa que rodea a Lucy Nelson, los cinco años de interrupción, la sensación de una herida no aireada, la loca carcajada de Portnoy, la rebelión contra la seriedad elevada y la entrega a la frivolidad: las respuestas empezaban a llegar con Mi vida como hombre (1974). El libro cuenta la historia del "horrible" primer matrimonio de Roth, una relación que empezó en 1956 y terminó con una muerte accidental en 1968, y de sus secuelas. Es una novela que se lee entre los dedos de la mano con la que uno no para de taparse la cara. Lo más desconcertante es que, evidentemente, Roth conspiraba desde su propia trampa; y la explicación, como dice su alter ego, Peter Tarnopol, es que "la literatura me metió en esto". La atracción por la dificultad, por la complejidad, incluso por la agonía, es muy real en un joven intensamente amante de los libros. Hay numerosos ejemplos de escritores que persiguen los enredos más fantásticos. De la miseria hacen su musa, o lo intentan.



Roth había encontrado su tema, lo que equivale a decir que se había encontrado a sí mismo. Y el yo, visto a través de una intrincada malla de personajes, dobles y nombres de guerra, proporcionaría el armazón (con un par de excepciones) de las otras 19 novelas. En una ocasión, John Updike defendió que, si bien la ficción puede soportar la cantidad de egocentrismo que sea, es absolutamente alérgica al narcisismo. En Roth no hay narcisismo; la criatura del espejo es objeto de un escrutinio imperturbable y despiadado. De nuevo Updike se pregunta: "¿A quién le importa cómo es eso de ser escritor?" La respuesta breve es que nos importa a nosotros, por toda clase de razones, cuando ese escritor es judío. (La literatura judeoestadoounidense es, ante todo, nueva. Empezó con Saul Bellow hacia 1950). Y parece que Updike coincidía con esta opinión cuando creó a Henry Bech, su escritor judío al que dedicó tres largas digresiones (y concedió melancólicamente el Premio Nobel).



Haaretz describió Portnoy como "el libro que han suplicado todos los antisemitas", más tóxico aún que Los protocolos de los sabios de Sion. Con los años, la animosidad contra los judíos ha remitido, para ser remplazada por la animosidad contra el feminismo, coordinada o, en todo caso, coral. Pierpont trata concienzudamente estas objeciones a medida que se presentan, señalando con razón que las mujeres de Roth abarcan un abanico muy amplio. Pero yo creo que la acusación de misoginia y otras cosas por el estilo no es más que un simple error de categorización. Igual que ocurre con la crítica rabínica, tiene justificación histórica, pero ambas son sociopolíticas, no literarias; de hecho, son antiliterarias. Además, ¿acaso no está la ficción de las mujeres repleta de patanes y canallas? ¿No lo está la de los hombres? Es inconcebible que la heroína políticamente correcta (la madre de cinco niños que toca el violín y dirige una empresa, y que tiene un marido cultivado y un joven y viril amante llamado Raoul) tenga interés para ningún escritor. Por otra parte, está bien representada en buen número de narraciones admirativas que se pueden conseguir en el aeropuerto.



'El lamento de Portnoy', 'Pastoral americana' y 'Mi vida como hombre' están entre sus obras maestras

Roth desencadenado es una biografía crítica de la vieja escuela, aunque inestimablemente complementada con comentarios y juicios del Philip Roth actual. Con 80 años y "cansado" de la escritura (o eso es lo que él dice), resulta divertido, sagaz, crítico consigo mismo (con sus primeros libros y con su primer matrimonio), relajado, efervescente y afectuoso. Al llegar al final, uno coincide con el dictamen del Roth impostor de Operación Shylock, que le dice al Roth "real": "Pero sus ojos se derriten también un poco, ya sabe. Estoy al tanto de las cosas que ha hecho por la gente. Oculta al público su lado agradable con todas esas fotografías de mirada amenazadora y esas entrevistas, con lo de que no es el pelotillero de nadie. Pero resulta que me he enterado de que, entre bastidores, es fácil aprovecharse de usted, señor Roth".



Parece que, ahora, el corpus está completo. Roth suele dividir las opiniones porque la gran originalidad es, o debería ser, bastante difícil de digerir. Aparte de Portnoy y la siniestramente poderosa Mi vida como un hombre, hay, que yo sepa, otras tres obras maestras. Estoy pensando en el lustre lapidario de La visita al Maestro, en el abrumador rigor intelectual de La contravida, y en la exuberante amplitud victoriana de Pastoral americana. Y en todas ellas hay ciertos motivos que encienden indefectiblemente la elocuencia de Roth: Israel, el envejecimiento y la condición de mortales; la enfermedad y el sufrimiento; todo ese asunto de los padres y, más sorprendentemente, todo ese asunto de los hijos.



En El teatro de Sabbath, el repugnante protagonista se avergüenza de haber tenido esposa una vez, y se consuela a sí mismo pensando que al menos nunca tuvo un hijo. No es tan estúpido. Los novelistas no siempre necesitan probar las cosas por sí mismos (creer lo contrario le trajo su Lucy Nelson y 12 desgraciados años). Aquí vemos la rutina y el milagro elemental de la ficción. Miren al Sueco Levov y a Merry en Pastoral americana. Se puede escribir maravillosamente sobre niños sin haberlos tenido. Basta con aplicar la maternidad subrogada de la imaginación.