Imre Kertész, una tragedia judía
"¿Cómo es posible que hasta ahora no me haya vuelto loco? ¿O estoy loco?", se pregunta Imre Kertész en La última posada, los diarios que abarcan de 2001 a 2009 y que constituyen su último libro, verdadera "culminación" de una obra, cuyo punto de partida es la experiencia de la Shoah. Superviviente de Auschwitz, Buchenwald y Zeitz, la locura nunca llegó a perturbar el juicio de Kertész, despiadadamente lúcido, pero la muerte le alcanzó la pasada madrugada, silenciando definitivamente a una escritura que en apariencia no contiene ni un apunte de esperanza. Su desaliento es perfectamente comprensible, pues la mayor parte de su existencia discurrió entre muros, alambradas y prohibiciones.
Kertész, que nació en Budapest 1929, fue deportado cuando sólo era un adolescente. Su padre le precedió en el viaje hacia los hornos crematorios. Ninguno de los dos sospechaba que el Reich alemán ya había decidido el exterminio de los judíos europeos. El joven Imre superó la selección inicial gracias a su corpulencia. Sólo tenía quince años, pero aparentaba algunos más, los suficientes para ser destinado a realizar trabajos pesados. No le perdonaron la vida; sólo aplazaron su liquidación. Inconsciente, alegre, espabilado, logró adaptarse a la rutina del Lager, sorteando la muerte una y otra vez. Necesitó treinta años para reflejar su peripecia en Sin destino, uno de los testimonios más atípicos de la Shoah. Atrapado por la dictadura comunista implantada en Hungría después de la Segunda Guerra Mundial, presenció la intervención de la Unión Soviética en Budapest, aplastando la revolución de 1956, que pedía la democratización del país y la retirada del Pacto de Varsovia. Kertész, que escribía en la cocina de un apartamento de 28 metros cuadrados, interpretó los hechos con una perspectiva kafkiana. La esencia del poder político es el ejercicio de la fuerza. Nazis y comunistas agitaban banderas diferentes, pero su ambición de poder y su desprecio por la vida eran semejantes.
Kertész no tardó en desarrollar una interpretación de la historia, basada en su experiencia como deportado
Cuando Imre parte hacia el Lager, sin saber lo que le espera, es un joven atolondrado y enamoradizo. A su regreso, sólo siente odio. "Odio hacia todo el mundo", aclara. Se ha convertido en otro, pero no es el otro. Ni siquiera reconoce su rostro en el espejo. El sufrimiento no le ha acercado al dolor ajeno. Al revés, se ha alejado más de sus semejantes. Despersonalizado, humillado y deshumanizado, le parece ridículo afirmar que los hombres son hermanos. El sueño ilustrado desemboca en la chimenea de Auschwitz; la utopía socialista conduce al Gulag. Lo peor es una huella invisible. Para los supervivientes, las alambradas no son un límite físico, sino una coacción permanente, que se ha alojado en lo más profundo de su mente. Es imposible rebelarse, pues la libertad y la dignidad desaparecieron con el trabajo embrutecedor, los ladridos de los kapos, las torturas y los asesinatos en masa.
Kertész no tardó en desarrollar una interpretación de la historia, basada en su experiencia como deportado. En los tres ensayos reunidos en Un instante de silencio ante el paredón, afirma que Auschwitz no es un accidente de la civilización occidental, sino su esencia. De hecho, la escuela, el trabajo e incluso la familia se despliegan como una trama opresiva, cuyo propósito real es clasificar, excluir y reprimir. No hay huida posible. Sólo cabe buscar los márgenes, escapar de la realidad, situarse en la periferia. Periferia intelectual y existencial. Desde la periferia intelectual, se puede mantener viva la memoria de Auschwitz, sin ignorar que la Shoah no es un problema entre judíos y alemanes, sino la expresión radical del poder. Auschwitz no es el pasado, sino el presente y el futuro de la humanidad. La periferia existencial no es un gesto ni un compromiso. Sólo es la decisión de no ser, de no propagar el espanto de vivir con nuevos nacimientos. En Kaddish por el hijo no nacido, Kertész explica que renunciar a la paternidad es la única alternativa ética en un mundo pervertido desde su raíz: "Auschwitz me pareció una mera exacerbación de las mismas virtudes para las cuales me educaron desde la infancia". El nihilismo de Kertész evoca el estridente pesimismo de Cioran, que repitió en más de una ocasión: "He cometido todos los crímenes: salvo ser padre".
"Dios creó el ser humano, el ser humano creó Auschwitz", escribe Kertész en Yo, otro. Crónica del cambio. El desamparo del ser humano nace de su conciencia de estar separado de sus semejantes. Sólo el amor puede reparar esa escisión, pero la civilización no trabaja para el encuentro, sino para la confrontación. No es la incertidumbre, sino la reiteración lo que mata al hombre una y otra vez. Las guerras y los genocidios se suceden de forma más o menos visible, porque el ser humano no se mueve por compasión, sino por el placer orgiástico de aniquilar a los adversarios reales o imaginarios. Lector apasionado de Kafka, Kertész sabe que las víctimas son doblemente desgraciadas, pues sobreviven con vergüenza, tras sufrir los estragos de la violencia. La culpabilidad es infinita porque nos educan para menospreciarnos.
Pensaba que la historia avanzaba hacia "un fascismo discreto", donde "la supresión total de las libertades" conviviría con "un relativo bienestar económico"
Kertész recibió el Premio Nobel en 2002. El reconocimiento tardío de su obra no le infundió optimismo. Pensaba que la historia avanzaba hacia "un fascismo discreto", donde "la supresión total de las libertades" conviviría con "un relativo bienestar económico". Lejos de extinguirse, el antisemitismo nunca había dejado de soñar con el extermino del pueblo judío. El Estado de Israel desaparecería antes o después, desatando una nueva diáspora. ¿Cuál era la actitud de Kertész ante su propia muerte? Sin fe en un hipotético más allá, la idea de morir no le producía inquietud o malestar. En Diario de la galera, anota: "Allí empieza la libertad. Y, en cierto sentido, la devoción". Es difícil interpretar estas palabras, pero las raíces judías de Kertész se manifiestan en su percepción de la muerte. A pesar de su ateísmo, lo sagrado despunta al filo de la nada. Las palabras de un escritor siempre trascienden sus intenciones.
Aparentemente, Kertész nos ha legado una obra maestra de la desesperanza, pero en sus páginas hay belleza y voluntad de vivir. La deportación no logró extirpar del joven Kertész el asombro y la sensibilidad. La niebla entre los barracones y el olor a sopa de zanahoria inspiraron una reflexión conmovedora que perduró en la memoria como una vieja melodía: "No servían ni la reflexión, ni la lógica ni la deliberación, no servía la fría razón. En mi interior identifiqué un ligero deseo que acepté con vergüenza -porque aun siendo absurdo, era muy persistente-, el deseo de seguir viviendo, por otro ratito más, en este campo de concentración tan hermoso". Siempre que he releído este párrafo he experimentado la sensación de escuchar una plegaria y una celebración del simple hecho de existir. La vida siempre derrota a la muerte, incluso cuando la conciencia soporta lastres tan inhumanos como el confinamiento, la vejación y la tortura. Quizás por eso, Kertész conservó la cordura hasta el final, descartando imitar a Jean Améry, Primo Levi o Paul Celan, que se suicidaron un mal día, dejándonos helado el corazón.