Ernest Hemingway. Foto: New York Times Book Review
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Por supuesto, el alcoholismo de los escritores es materia de leyenda y, a un nivel más básico, de tópicos. Quizá quedó impreso en el imaginario estadounidense popular a raíz de la infravalorada novela de Charles R. Jackson, Días sin huella, de 1944, y de la sobrevalorada película de Billy Wilder que la siguió un año después. Pero la conexión entre adicción y creatividad sigue siendo tan enigmática y compleja como lo era para De Quincey cuando exploró su dependencia del opio hace casi 200 años. El whisky transforma a Don Birnam, el escritor de Días sin huella, en su propio y diabólico alter ego, un doble violento y grosero del discreto y dotado individuo capaz de citar a Shakespeare en el bar, pero que, cuando está achispado, además de citarlo es capaz de improvisar.
Los seis escritores de Laing no difieren unos de otros. Sufren de decadencia, demencia y paranoia a manos de diversas combinaciones de vodka, whisky, cerveza, ginebra y vino. Pero, ¿qué los llevaba a beber? "Echo Spring" es el nombre que utiliza Brick en La gata sobre el tejado de zinc, de Tennessee Williams, para describir la bebida a su padre, Big Daddy. "Voy a hacer un viajecito a Echo Spring", dice, y todos sabemos que se refiere a una marca de bourbon guardada en el mueble bar. Un secreto, una compulsión, una tragedia privada, y también un alivio y un éxtasis: el alcohol es un catalizador de algo difícil de clasificar. "Estaba empezando a pensar", escribe Laing, "que beber podría ser una manera de desaparecer del mundo". Una afirmación hermosa que da a entender el padecimiento que ella intenta ubicar. Que consiga hacerlo da testimonio de su habilidad para leer a estos autores con una empatía tan implacable.
Hay cosas que comprende instintivamente: la "refinada, feroz atención a los objetos tal como son" de Hemingway, o el profundo apego que siente Williams hacia Nueva Orleans que, tres cuartos de siglo más tarde, recuerda a la autora la "rica confusión de Adís Abeba, sobre todo por la noche". De hecho, me ha gustado especialmente su capítulo acerca de Nueva Orleans y Williams, en el que sigue al dramaturgo en sus excursiones diarias al bar Victor para tomar un Brandy Alexander al son de los Ink Spots. De forma similar, las sutiles opiniones expuestas sobre el excéntrico y furtivo Cheever son curiosamente fascinantes. (Su interpretación de El nadador me animó de inmediato a releerlo).
"No es sorprendente", dice Laing, "que las teorías que los escritores tienden a ofrecer se inclinen más hacia lo simbólico que hacia lo sociológico o lo científico. Hablando de Poe, Baudelaire comentó en una ocasión que el alcohol se había convertido en un arma ‘para matar algo en su interior, un gusano que se negaba a morir'". Entonces, ¿es la bebida una especie de bálsamo psicológico? Como observó Saul Bellow a propósito de John Berryman: "La inspiración contenía una amenaza de muerte. Al escribir las cosas que había esperado y deseado, se derrumbaba. La bebida le proporcionaba estabilidad. Aminoraba un tanto la fatídica intensidad".
La cuestión es cómo desenmarañar esos hilos oscuros y maníacos. El método más seguro, y el que mejor le funciona a Laing, es un respeto meticuloso por el sufrimiento, combinado con la firme negativa a permitir que el moralismo se imponga a su instinto literario.
Sin embargo, en ocasiones, la autora sucumbe a la tentación de recurrir a la ciencia para que haga una parte del trabajo duro, para que arroje luz sobre el misterio humano que, con frecuencia, desconcierta al observador. Aunque es algo comprensible, hace que su relato caiga por debajo del listón que se ha fijado a sí misma. Por ejemplo, aquí tenemos a Hemingway pontificando desde su más bien tambaleante tribuna acerca de la desastrosa costumbre de beber de Fitzgerald: "Era difícil percatarse de que era un bebedor, puesto que se veía afectado por unas cantidades insignificantes de alcohol. Entonces en Europa pensábamos que el vino era un alimento saludable y natural, y también bueno para proporcionar felicidad, bienestar y disfrute … No se me habría ocurrido tomar una comida sin beber vino, o sidra, o cerveza, … y nunca pensé que compartir algunas botellas de un Mâcon blanco, seco, más bien ligero, pudiese causar a Scott cambios químicos que lo volviesen loco".
"Apenas hay nada riguroso en este análisis", señala acto seguido Laing. "Para empezar, el alcohol es un veneno. Grandes cantidades consumidas deprisa pueden provocar depresión respiratoria, el coma y la muerte".
Sí, de acuerdo, pero se entiende lo que Hemingway quiere decir. Ciertamente, el vino es un alimento diario en todo el continente europeo y, sin duda, proporciona los beneficios descritos. No es algo tan simple, ni química, ni culturalmente. En casos así es fácil caer en un burdo puritanismo médico, dado que Laing sigue después a Hemingway con elaboradas citas del Manual Merck. En mi opinión, sus propias intuiciones son más reveladoras. Por otra parte, su viaje por Estados Unidos tiene sus más y sus menos. Laing tiene visión de novelista, y cuando reduce al mínimo sus exuberantes impresiones, logra esculpir encantadoras escenas de un tren que pasa o de un paseo por la calle.
Pero, al final, esto no son más que pequeña objeciones. Hay mucho que aprender de la ágil erudición de Olivia Laing, y también mucho que disfrutar con su evidente compromiso. En cuanto a sus seis alcohólicos, escribieron parte de la mejor prosa y poesía estadounidenses del siglo pasado, lo cual, sin lugar a dudas, es motivo de admiración.