Herman Melville y Nathaniel Hawthorne | F.D.Q
Herman Melville (Nueva York, 1819-1891) no tuvo mucho éxito en vida. De todas las novelas que escribió, fue la primera, Taipi (1846), la que más éxito de crítica y ventas cosechó. Basada en su viaje por las islas Marquesas, narra cómo el personaje principal fue hecho prisionero por una tribu de caníbales. Esta y la siguiente, Omú, le granjearon fama de aventurero. Pero fue Moby Dick, cuya escritura y edición le dio grandes quebraderos de cabeza, la obra que se convirtió en un clásico y que le consagró, décadas después de su muerte, como uno de los escritores estadounidenses más célebres del siglo XIX.
En el verano de 1850, Melville conoció a otro escritor que sí gozaba entonces de gran popularidad y prestigio: Nathaniel Hawthorne (Salem, 1804 - Plymouth, 1864), autor de La letra escarlata. Coincidieron en una excursión en Monument Mountain, en el estado de Massachusetts. Les sorprendió una tormenta y se refugiaron entre las rocas, donde charlaron durante horas. Congeniaron de inmediato y durante dos años los dos literatos mantuvieron una breve pero intensa amistad, potenciada por el hecho de ser vecinos. Ambos vivían en la zona, en dos granjas separadas por nueve kilómetros, y se visitaban y se carteaban con frecuencia.
Ahora la editorial La Uña Rota publica en español el contenido de las cartas conservadas de la correspondencia entre ambos. Son diez cartas firmadas por Melville y tan solo una de Hawthorne. El motivo es que Melville tenía el "vil hábito", como él mismo reconoció, de destruir las cartas que recibía inmediatamente después de leerlas.
"Cuando a mediados del siglo XIX los dos protagonistas de estas cartas se conocen, la literatura norteamericana empieza a tener una identidad propia", explica en el prólogo del libro Carlos Bueno Vera, autor también de la traducción. En el siglo XVIII primaban los poemas, los ensayos, los discursos y los artículos periodísticos, casi todos de carácter religioso y político. Ya en el XIX, la ficción empieza a extenderse gracias a autores como Washington Irving y Edgar Alan Poe, "pero serán Hawthorne y Melville los primeros en emplear los recursos de la novela para hablar de la vida y las preocupaciones de sus conciudadanos", añade Bueno.
Melville tenía 31 años cuando conoció a Hawthorne, de 46. Este era admirado en todo el país. Como cuenta el primero en una de sus cartas, "«Hawthorne» parece ser un nombre ubicuo. Vengo de participar en una especie de gira, y me ha saludado tanto
de viva voz como tipográficamente de todas las formas posibles y en toda clase de lugares".
"El latido de su corazón en mis costillas"
De las cartas de Melville se deduce, como han sugerido varios estudiosos de su figura, que el autor de Moby Dick vio en Hawthorne una figura paterna, aunque algunos llegan a especular con la posibilidad de una obsesión o incluso enamoramiento a raíz de comentarios como este: "Me entregaron su carta anoche camino de la casa del señor Morewood y allí mismo la leí. De haber estado en casa, me habría sentado de inmediato a responderla. En mí, las magnanimidades divinas son espontáneas e instantáneas: hay que atraparlas mientras se pueda. El mundo gira y asoma su otra cara. Por tanto, ahora no puedo decirle lo que sentí entonces. Pero me sentí panteísta: el latido de su corazón en mis costillas y el mío en las suyas, y el de ambos en las de Dios. Que usted haya entendido el libro ha producido en mí un sentimiento de inexpresable seguridad. He escrito un libro endiablado y me siento puro como un cordero. Tengo la inefable sensación de ser el hombre más sociable del mundo. Me sentaría a cenar con usted y con todos los dioses en el antiguo Panteón de Roma. Es un sentimiento extraño: no hay esperanza en mí, tampoco desesperación. Regocijo, eso sí, e irresponsabilidad, pero nada que ver con un deseo licencioso. Estoy hablando de mi más profundo sentido de la existencia, no de un sentimiento pasajero. ¿De dónde sale usted, Hawthorne? ¿Con qué derecho bebe de mi jarra de la vida? Y cuando la acerco a mis labios, son los suyos y no los míos".
El libro al que se refiere Melville es Moby Dick. La novela con uno de los comienzos más famosos de la historia de la literatura -"Call me Ishmael", que según César Aira habría que traducir como "Podéis tutearme" y no como el habitual "Llamadme Ismael"-, tuvo un parto difícil, como le confesaba Melville a Howthorne con cierta frecuencia. "En una semana más o menos me voy a Nueva York a encerrarme en una habitación de un tercer piso y matarme a trabajar en mi «Ballena» mientras poco a poco se abre paso hacia la imprenta".
En otra efusiva carta, Melville escribe: "Si alguna vez, mi querido Hawthorne, en la eternidad que está por venir, usted y yo nos sentáramos
juntos a la sombra en algún rincón del Paraíso; si fuéramos capaces de pasar de contrabando una cesta con botellas de champagne (me niego a creer en un cielo abstemio), y cruzáramos las piernas celestiales sobre la hierba celestial que allí, porque el clima es tropical, crece siempre fértil y exuberante, y brindáramos chocando nuestras copas y nuestras cabezas hasta que ambas, eufónicas, suenen a la par... Después, oh, mi querido amigo-mortal, conversaríamos con sumo placer sobre todos los diversos asuntos que tanto nos afligen ahora, y lo haríamos cuando la tierra entera ya no fuera sino sólo un lejano recuerdo, sí, y su disolución final una antigualla".
Por otra parte, este tono lírico e íntimo de las cartas no dista demasiado del estilo epistolar que puede apreciarse en otras cartas intercambiadas por intelectuales de la época. Por lo demás, los temas más habituales de esta correspondencia entre Melville y Hawthorne tienen que ver con visitas o promesas de visita, asuntos cotidianos, y otros temas de mayor profundidad, como algunas reflexiones sobre la intelectualidad, la igualdad y la democracia: "Me han dicho, mi querido amigo, que existe una aristocracia del cerebro. Algunos hombres la han defendido y reivindicado con audacia. Parece ser que Schiller también, aunque poco sé sobre él. En cualquier caso, es cierto que hay quienes, aun defendiendo con fervor la igualdad política, aceptarán que hay categorías intelectuales. Y puedo darme perfectamente cuenta de cómo un hombre con un intelecto superior puede, por medio del estudio, llegar a formar parte de cierta aristocracia espontánea del sentimiento -amable y exigente en grado sumo- similar al estremecimiento que transmite un pez torpedo al más leve contacto con un plebeyo. Así que, cuando vea o escuche hablar por doquier de mi inflexible sentido de la democracia, posiblemente considere que debiera ponerme en manos de un loquero o algo parecido. No es sino natural cuidarse de un mortal que con atrevimiento declara que un ladrón en la cárcel es un personaje tan honorable como el general George Washington".
La historia de Agatha
Uno de los mayores valores de las cartas de Melville a Hawthorne es que nos muestran el proceso creativo de Melville: en 1952, un abogado contó a Melville la historia de una mujer que había socorrido a un marinero naufragado cerca del faro donde ella residía con su padre. Le curó durante varios días y al cabo de un año acabaron casándose. Pero el hombre un día desapareció y no regresó en 17 años. Melville, entusiasmado con la historia, se la "regala" a Hawthorne, convencido de que sabrá sacarle más partido a la historia que a él. En aquel momento ya no eran vecinos, puesto que Hawthorne se había mudado con su familia a Concord, también en Massachusetts. A juzgar por las sucesivas cartas que Melville le envía a Hawthorne hablándole de esta historia, se deduce que este rehusó escribirla y Melville, algo decepcionado, decidió escribirla él mismo con el título La isla de la cruz. "Luego de ser rechazada por los editores de Harper & Brothers, que acababan de publicar Pierre o las ambigüedades, cuyas ventas no terminaban de despegar, al tiempo que se estaban recuperando del fracaso de Moby Dick, Melville decidió, no se sabe muy bien por qué, destruirla", explica el traductor de Cartas a Hawthorne.
La amistad entre Melville y Hawthorne se apagó poco a poco desde que este se trasladó a Concord, y posteriormente a Liverpool para ejercer como cónsul estadounidense. Allí se volvieron a encontrar en 1856, como anotó Hawthorne en su diario: "Hace una semana, el lunes pasado, Herman Melville vino a verme al consulado, pareciéndose mucho a lo que solía ser (un poco más pálido, y quizás un
poco más triste), con su grueso abrigo y con la gravedad y la reserva en las formas que son tan particulares suyas. [...] Me
sentí extraño al principio, pues es la primera vez que nos vemos desde mi ineficaz intentona ante el general Pierce de conseguir que le nombraran cónsul. [...] Melville no ha estado bien últimamente; ha padecido ataques neurálgicos de cabeza, y en las piernas, y sin duda los ha sufrido por su continua dedicación a la escritura, que no ha cosechado últimamente muchos éxitos, y sus obras, desde hace ya tiempo, indicaban el enfermizo estado de su mente. [...] Lo invité a venir y quedarse con nosotros en Southport todo el tiempo que permaneciese por estos contornos, y lo aceptó, y al día siguiente se vino trayendo consigo, por todo equipaje, el más exiguo de los fardos
que, según me dijo, contenía un camisón de dormir y un cepillo de dientes".
"Tu afectuoso padre"
Al final del libro se incluyen varias cartas que Melville escribió a dos de sus hijos en 1860, mientras se encontraba embarcado en el buque Meteor, cuyo capitán era su propio hermano, Thomas. La ruta, de Boston a San Francisco, rodeó toda América pasando por el Cabo de Hornos. En sus cartas a su hijo Malcolm -que entonces tenía 11 años y acabaría suicidándose a los 18 con una escopeta-, Melville se muestra afectuoso y al mismo tiempo aleccionador. Con Bessie, cuatro años menor que Malcolm, se muestra más cariñoso.
En una de las cartas a Malcolm, le narra, quizá con demasiados detalles para un niño, un accidente ocurrido a bordo del barco. Durante una fuerte tormenta, un marinero cayó desde lo alto de un mástil, muriendo en el acto. En la misiva, relata cómo la tripulación envolvió su cuerpo en un sudario improvisado y, tras llevarlo en procesión por la cubierta, lo lanzó por la borda. En el diario de aquel viaje, Melville dedica al trágico suceso esta reflexión, que Bueno recoge en las notas de este libro: "Se observa poco pesar entre la tripulación, todo sigue su curso. Yo también. Leo y pienso y camino y como y hablo como si nada hubiera ocurrido, como si yo no supiera que la muerte es el Rey de los Terrores cuando irrumpe de esta manera y le rompe así el corazón a una buena madre. El Rey de los Terrores, no para los que mueren o para los muertos, sino para la doliente, la madre. Será difícil que la fatalidad se limpie de su corazón como la sangre de la cubierta".