En 2013, la novela Intemperie asombró a la crítica y a la comunidad lectora por su atrevimiento narrativo y por una temática casi obsoleta en los últimos años. Jesús Carrasco volvía a colocar al pueblo y al campo en la palestra literaria, convirtiéndose en el padre de una nueva generación que ha regresado a lo rural con una mirada crítica y una perspectiva existencialista. Cada uno de los autores que se ha acercado a esta realidad lo ha hecho con su propia fórmula, aunque todos comparten un interés sobre el vínculo emocional del hombre con la tierra. Ginés Sánchez, Lara Moreno, Jenn Díaz, Mireya Hernández, Iván Repila, Manuel Darriba y Sergio del Molino son, junto a Carrasco, los autores más representativos de esta nueva corriente.

Quien emprende un viaje no siempre sabe lo que le espera en su destino. Además, viajar trasciende a veces los límites geográficos; se puede ir a algún sitio que no está en ningún lado. La despoblada parte de España compuesta por los pueblos y los páramos baldíos no significa nada para muchos, por lo que viajar hasta allí no garantiza siempre haber estado. Desde el éxodo rural de los años 60 que colapsó las grandes ciudades y vació los campos, los pueblos han vivido (o desaparecido) ante la impasibilidad de las instituciones, normalmente más preocupadas por que el país tomara la identidad europea que por el reconocimiento de la propia. El viaje a la España despoblada es el desafío de una nueva generación de escritores que ha reflexionado sobre este abandono y sus consecuencias. No siempre es un viaje de regreso, por más que prevalezca la idea de la vuelta al pasado para encontrar respuestas al presente. En lo que sí coinciden todos los autores de esta nueva oleada es en la obstinación por representar, con mayor o menor contorno, la relación del hombre con la tierra.



Sin atender a esa extrema relación de pertenencia, no se entendería el éxito del debut literario de Jesús Carrasco (Badajoz, 1972), el escritor que deslumbró a la crítica y a la comunidad lectora en 2013 con la novela Intemperie, un inquietante relato de un niño que huye de una sociedad atroz. Se trata del máximo exponente de una generación joven -ningún autor alcanza los 50 años-, crítica y valiente, que no pretende tanto exaltar los atributos del ámbito rural, sino situar la mirada en las adversidades de la tierra. En su literatura, Carrasco rechaza la expresión latina del beatus ille, que representa los valores renacentistas y encantadores de la naturaleza, para reflejar la verdadera crudeza de una realidad que "no es amable con el hombre". En su segunda y última novela, La tierra que pisamos, publicada en 2016, Carrasco destripa esa parte no bucólica del campo a través de una desgarradora historia en la que el protagonista vuelve a su origen: el terreno donde estuvo su casa antes de la destrucción. Jesús Carrasco sí sabe "lo que es la sequía y lo que significa perder una cosecha" por una tormenta. Desciende de Olivenza, un pueblo pacense, y creció en Torrijos, un pueblo de Toledo. Es telúrico porque conoce la inclemencia del campo y las consecuencias devastadoras que puede tener sobre los seres humanos que viven a su merced. Pero no todos los que se han acercado a esta materia proceden del ámbito rural.



Jesús Carrasco, Mireya Hernández, Ginés Sánchez, Manuel Darriba, Jenn Díaz, Iván Repila, Lara Moreno y Sergio del Molino regresan al campo para profundizar en las relaciones humanas más extremas

A propósito, Jenn Díaz (Barcelona, 1988) es una jovencísima autora que desconfía de la etiqueta de literatura rural o "neorruralismo", un término propuesto también por algún crítico y tampoco del todo certero. "Entiendo que es exótico que una chica de 25 años escriba sobre esto", reconocía en 2014 para El Cultural, con motivo de la presentación de su segunda novela, Es un decir, donde la estructura familiar es el epicentro de una historia ambientada en un pueblo de posguerra. Ginés Sánchez (Murcia, 1967) también prefiere desprenderse del calificativo rural por considerarlo "precipitado". Pero el autor de Lobisón, una novela que aborda la parte mística que a lo largo de los años ha sido inherente al mundo rural, sí reconoce a una generación que pretende romper con los cánones establecidos por las anteriores. Es como si fuera una revancha literaria contra las corrientes eminentemente urbanas que trascendieron en los años que no se habló del campo.



Como ejemplo, la Generación Kronen de José Ángel Mañas, autor de la novela Historias del Kronen (1995), el éxito que determinó la acuñación de una etiqueta que casi todos los autores implicados repelen. La música rock, las drogas y otros elementos posmodernos que aparecen en los primeros títulos de Ray Loriga, Lucía Echevarría, Benjamín Prado, Juan Bonilla o el propio Mañas, contrasta con los yermos parajes que proponen estos otros. Mientras que hace dos décadas casi no se concebía un ambiente narrativo que no se ubicara en una ciudad, "ahora queremos contar otras cosas; volver al pueblo", dice Ginés Sánchez. No obstante, sí comparten influencias, como la de William Faulkner, en el modo de abordar la psicología de los personajes.



Por más que se haya desechado durante años, la realidad de los pueblos está demasiado cerca de nosotros como para eliminarla" Lara Moreno

Lara Moreno (Sevilla, 1978) es autora de la novela Por si se va la luz, la historia de una aldea perdida y casi despoblada por la que recibió el Premio Joven Talento de la cadena de librerías Fnac. "Por más que la realidad de los pueblos se haya desechado durante años en la temática creativa, está demasiado cerca de nosotros como para eliminarla", apunta, refiriéndose a la etapa de olvido rural en la literatura española, tras la aclamada novela de Julio Llamazares, La lluvia amarilla, en 1988. La poderosa obra que relata el monólogo del último habitante de Ainielle (existe y está en Huesca) podría ser el nexo que mejor representase la evolución desde la literatura rural de posguerra (Miguel Delibes, Camilo José Cela, Juan Benet, Carmen Martín Gaite, etc.) hasta la que aquí se describe ahora.



Más de dos décadas después de la publicación de la obra de Llamazares, Lara Moreno comprende la eclosión de esta nueva corriente, generada por la respuesta a "una crisis estructural que ha propiciado el regreso del ser humano a sus orígenes para decidir si huir o empezar de nuevo". Estos elementos existencialistas también calaron en Mireya Hernández, que sitúa la novela Meteoro en un escenario rural hostil, y en Manuel Darriba (Lugo, 1973) cuando decidió escribir El bosque es grande y profundo, una alegoría vehemente sobre el dolor en la que la naturaleza es algo más que un contexto. La desolación y el exterminio son dos componentes fundamentales en la temática de esta generación, lo cual no sorprende si se revisa antes la historia rural en España.



Los cuatro chopos de Monet fue la pintura que eligió Llamazares para la portada

de La lluvia amarilla, una novela referencia en la literatura rural

Si el éxodo de los años 60 dilató aún más la brecha entre los pueblos y las ciudades, abierta desde la Revolución Industrial que inundó el campo de maquinaria y de paro, la indiferencia por parte de las instituciones también se acentuó a partir de entonces. Sergio del Molino (Madrid, 1979) denuncia el abandono de los pueblos ("el Gran Trauma") a través de un completísimo ensayo en el que establece una valiente reflexión sobre la división de España en dos partes: la España urbana y La España vacía, el título del libro. Precisamente por ser, de todos los autores mencionados, el único que se aparta de la ficción para narrar una realidad demoledora, Del Molino es quien más ha profundizado en este asunto. Desde una perspectiva histórica, sociológica y geográfica, expone con vigor sus argumentos, tan categóricos como fundamentados.



La España vacía es un relato crudo y contundente sobre una parte de España que, según retrata con cinismo el autor, sólo es "una estación de servicio o un problema topográfico para los ingenieros que diseñaban las nuevas autopistas". A ella se viaja "como exploradores de lo exótico o misioneros que van a civilizar a los indígenas", denuncia ante el "desprecio" que según él se ha tenido hacia el pueblo y el campo desde la ciudad. Además, arremete contra el legado de la Transición y contra lo que hubo antes: "Ningún dictador ha maltratado tanto a la España rural como Franco", sentencia. Y no es su veredicto más osado. El autor responsabiliza a la Revolución Francesa de querer "abolir el campo por decreto" y asegura que la "historia negra" de violencia que, con más o menos tino, se ha vinculado al ámbito rural a lo largo de la historia, responde a unos trastornos mentales provocados por el aburrimiento.



Violencia en el campo

Mención aparte merece este asunto. Es cierto que esta generación de escritores rurales destaca por su atrevimiento y originalidad, pues es habitual encontrar fórmulas narrativas sorprendentes como la difuminación de los contornos espacio-temporales, tal como hiciera Cormac Mc Carthy en La carretera. Por ejemplo, Madre e hija, de Jenn Díaz; Intemperie, de Jesús Carrasco; o El niño que robó el caballo de Atila, de Iván Repila (Bilbao, 1978) no contienen alusiones sobre la zona geográfica y la fecha en que transcurren. No obstante, sí se aprecian en los nuevos títulos numerosas influencias literarias anteriores en temas como la violencia. La devastación y el desamparo de las novelas de Carrasco están en la literatura de Coetzee y de Mc Carthy; el verismo y la aspereza de Iván Repila se lee en Raymond Carver; la importancia de la familia en los títulos de Jenn Díaz tiene mucho que ver con el Pascual Duarte de Cela; la profundización en el carácter de los personajes en Por si se va la luz, de Lara Moreno, recuerda a Carmen Martín Gaite y, por supuesto, la venganza y el odio de Entre los vivos, de Ginés Sánchez, bebe de Los santos inocentes, de Delibes. No se pueden negar las referencias, aunque según afirma el propio Sánchez, "no pretendemos hacer lo que hacía Delibes; para eso tendríamos que haber estado allí".



Respecto a la violencia, el escritor cree que "hay algo ancestral que tal vez enlaza con la imagen del bruto del pueblo", difícilmente separable de la condición rural. En cualquier caso, sería deshonesto referirse a la violencia en el campo sólo como un mito alimentado por la literatura, pues el crimen de Fago entre habitantes neorrurales -abandonaron la ciudad para instalarse en un pueblo prácticamente inhabitado- existió como existió Puerto Hurraco, la matanza que inspiró la película de Carlos Saura, El séptimo día, protagonizada por Juan Diego y Victoria Abril. Las Hurdes, tierra sin pan (1932), de Buñuel, sería el antecedente cinematográfico del tratamiento ficcional del drama rural en la actualidad. Lara Moreno explica la violencia en los pueblos a través de un curioso paralelismo: "Igual que existe una relación dependiente y radical con la tierra o la naturaleza, las relaciones humanas son más extremas. Se vive más al límite".



Un pueblo vacío en mitad de la llanura castellana. Foto: Faustino Calderón

La atmósfera rural invita a la ficción en todos los ámbitos de la creatividad. Temas como la violencia, la religión, el misticismo, la fuerte relación entre los seres humanos y la hosquedad del contexto siempre son un buen caldo de cultivo para hacer literatura. Por otro lado, si esta generación de autores ha conseguido tejer relatos tan atractivos ha sido también por atender a factores decisivos como el lenguaje. En la literatura rural, es una herramienta con una importancia significativa, pues es el vehículo idóneo para llegar a completar exhaustivas descripciones que detallan la inclemencia del campo. Autores como Jesús Carrasco, Sergio del Molino, Lara Moreno o Ginés Sánchez son dueños de un vocabulario extenso, combinado con una buena técnica narrativa que no ha dejado indiferente a la crítica.



"La gente se ha desvinculado mucho de la tierra. Se limita a habitarla pero le es completamente ajena" Ginés Sánchez


Por otro lado, el simbolismo juega un papel fundamental en este tipo de literatura. La temática rural se presta a la metáfora y la alegoría por su carácter hondo y su tendencia al misticismo. Así, novelas como El niño que robó el caballo de Atila, en la que Iván Repila encierra a dos niños en una cueva en la que deben comer hormigas aplastadas y gusanos para no desfallecer, podría ser una metáfora de una sociedad opresora en la que sobrevivir implica transigir ante casi todo. Por su parte, Jesús Carrasco plantea una ucronía en La tierra que pisamos: la invasión de España por parte de un imperio europeo que ofrece a sus gerifaltes un retiro tranquilo en Extremadura. Nuca tuvo lugar tal circunstancia, pero cada elemento es un símbolo de algún elemento histórico: las guerras mundiales, la colonización, los campos de trabajo, etc. Incluso la Memoria Histórica aparece a trasluz entre la densidad de la novela. Bajo un contexto literario, Carrasco critica la impunidad del franquismo respecto a este asunto y el desinterés actual por parte de algunos sectores sociales. Grita con la voz de Leva, el personaje central que no quiere desprenderse de su higuera, a favor del derecho a enterrar a los cuerpos en su lugar de origen: la tierra. En El Olivo, la película de Icíar Bollaín preseleccionada recientemente para representar a España en la gala de los Oscar, también se advierte una crítica al desprecio de la tierra, representada a través de la misma relación entre hombre y naturaleza.



La Memoria Histórica y el medio rural

Julio Llamazares, siempre crítico con las instituciones por su indiferencia hacia la parte despoblada del país, opinaba así con respecto a la Memoria Histórica, un asunto que además tiene un trasfondo político: "Mientras en las cunetas quede un solo muerto, nadie podrá decir que la Transición ha acabado". En la misma línea se expresa Sergio del Molino, siempre valiente ante cualquier asunto espinoso: "es sencillamente vergonzoso que esta cuestión sea objeto de debate. Que andemos así sólo habla de la mezquindad y crueldad de un país que ha hecho de la crueldad su seña de identidad". Sin duda, esta polémica estará siempre ligada al medio rural, en la medida en que el fracaso del enterramiento rompe el vínculo de pertenencia con la tierra.



Aunque Sergio del Molino no cree que sólo se quiebre de esta forma. Además de sus argumentos en La España vacía, el escritor habló para El Cultural sobre la manera en que primero se desvaneció la identidad propia y ahora se ha desvanecido con respecto a Europa. "No me preocupa nada que España se deshaga y no tenga mitos. Lo que sí me inquieta y me apena es que el proyecto europeo sea un relato roto", dice. Tampoco Lara Moreno piensa que España se caracterice por su identidad "debido a la inmigración", mientras que Ginés Sánchez cree que es un problema de afinidad. "La gente se ha desvinculado mucho de la tierra. Se limita a habitarla pero le es completamente ajena", dice quien visitó los pueblos de la España vacía y tuvo "la misma sensación que en Cuba: los jóvenes necesitaban salir de allí".



@JaimeCedilloMar

La España despoblada

Según el padrón municipal más actual del Instituto Nacional de Estadística (INE), 1.222 municipios de los 8.000 que hay en España contaban con menos de 100 habitantes empadronados a fecha de 1 de enero de 2015. La mayoría de los municipios poco poblados se concentran en el interior del país. Guadalajara, Burgos y Soria agrupan más de 100 municipios con menos de 100 empadronados. En Quiñonería (Soria) viven nueve personas y es el pueblo más despoblado de los que todavía existen. El proceso de despoblación en la última década está representado por Bagüés, un municipio zaragozano que ha pasado de tener 37 habitantes en 2005 a 13 en 2015, lo que supone un 64% menos de población.