Bob Dylan en aust ferry, en 1966, para el documental de scorsese No direction home
Aún no hay traducción española, pero en inglés ya se puede leer el último libro sobre el último Nobel: nada menos que la continuación de la biografía en dos tomos de Ian Bell, que arrancó con Once Upon a Time. El exdylaniano Geoff Dyer la disecciona en este artículo.
Yo me enganché a Dylan cuando tenía 18 años, con la publicación de Desire en 1976. Así que, aunque Once Upon a Time -el primer volumen de Ian Bell (Edimburgo, 1956-Coldingham, 2015), que abarca los años hasta Blood on the Tracks- me atrapó, Time Out of Mind -el segundo y el que nos ocupa ahora- ha tenido esa especial atracción del "aquí entro yo", propia de la historia que uno realmente ha vivido.
El primer libro permitió a los lectores comparar el relato de Bell de la llegada de Dylan al Village con los que han hecho otros, entre ellos el propio Dylan en Crónicas. Bell recorría una línea ejemplar entre los apóstoles de Dylan y los escépticos, y mantiene este rumbo constante a través de los territorios abundantemente cartografiados, si bien aún disputados, que se extienden desde el Village a Newport en 1964, el Free Trade Hall de Manchester en 1966, y el accidente de moto en Woodstock unos meses después. A partir de ahí, la historia se vuelve más confusa, pues Dylan prácticamente se perdió de vista hasta 1974. Sin embargo, desde 1978 en adelante estoy en condiciones de leer y juzgar el relato de Bell a la luz de mi experiencia. Recuerdo con claridad la fiebre de Dylan que se apoderó de Gran Bretaña ese año. Fueron los conciertos más esperados de nuestras vidas. Las actuaciones en Earl's Court fueron triunfales y Blackbushe, un bis prolongado y extático.
Qué raro, por tanto, descubrir que historia no rima del todo con memoria. Sabíamos que, a raíz de su divorcio de Sara, a los conciertos de Dylan se les había colgado el cínico cartel de "Tour de la Pensión Alimenticia", pero ignorábamos que habían sido recibidos con cierto desdén por los críticos de Estados Unidos. Bell hace constar el entusiasta recibimiento que brindaron a Dylan en Reino Unido las multitudes y la prensa, pero sopesando siempre las pruebas ajenas más que como testigo participante.
Dado que el autor se basa en los relatos de otros, es extraño que adopte un tono burlón con quienes están obsesionados con Dylan y se dedican a proveer de un diluvio inacabable de información sobre todos los conciertos y canciones. No cabe duda de que facilitan el trabajo al biógrafo, igual que, de manera perversa, hace el propio Dylan. Los detalles de las rupturas de sus matrimonios están encerrados bajo siete llaves junto con los presuntos problemas con las drogas, pero gran parte de la vida del artista en el último cuarto de siglo es de dominio público, por la sencilla razón de que una parte desorbitada de la misma ha tenido lugar en el escenario. Sobre los años del renacer Bell da abundantes explicaciones teológicas provechosas y gran cantidad de contexto útil. La conversión al cristianismo fue el punto en el que yo abandoné el barco, pero desde entonces los recopilatorios han dejado claro que, desde que adquirió su nueva fe, Dylan hizo una música más impresionante que nunca. Luego siguieron varios álbumes lamentables, insinuaciones intermitentes de una vuelta convencional y, por decirlo de una manera suave, numerosas posibilidades de verlo destrozar su catálogo. En algún momento de la década de 2000, fui a un concierto.
Dylan tocaba los teclados, pero lo hacía, al parecer, para tener algo en que apoyarse. Cuando expresé mi pésima opinión, un amigo replicó alegremente: "¿Te ha parecido malo? Pues deberías haberlo visto hace dos años". Esto plantea una pregunta que Bell no tiene más remedio que roer una y otra vez: ¿por qué Dylan sigue manteniendo ese agotador calendario de conciertos? En 1997 dijo que el escenario era "el único sitio en el que era feliz". Pero esto plantea otra pregunta con una respuesta obvia. ¿Puede en la vida doméstica haber sido realmente tan infeliz?
La paliza de las giras impone una paliza equivalente al biógrafo, y tal vez explique el decaimiento del entusiasmo que impulsaba Once Upon a Time. Hasta las acusaciones de plagio empiezan a romper en la orilla de Dylan casi con la regularidad de la marea. Bell trata a fondo estas controversias, al tiempo que mantiene, al principio, su escepticismo con respecto al resurgimiento de la suerte del artista con la crítica, tan obvio que en 1997 parecía que "se había tomado la decisión colectiva de que era necesario que Dylan volviese a ser importante".
Gran parte de Modern Times, concede el autor, era muy bueno. La ruina de la voz de Dylan se ha combinado con una imaginería empapada de historia, así como unos últimos álbumes deliberadamente arcaicos que elevan a un personaje ya legendario al reino supermítico en el que se elogiaría al artista como a un anciano superviviente de la década de 1960 al tiempo que un enérgico testigo de la de 1860. Insinuar que su voz sonaba tan áspera como la de un lagarto con una rana en la garganta, que su música consistía en piezas de rock a paso de tortuga y boogies con respiración asistida, solo servía para demostrar que el sentido que uno tenía del patrimonio cultural no iba más allá de Donny Osmond.
La vacilación inicial de Bell a este respecto hace que su capitulación ante las escarpadas cumbres de Love and Theft y Tempest (respectivamente "uno de los mejores álbumes de Dylan" y "uno de sus realizaciones más hermosas") resulte, cuando menos, cuestionable. Sí, algunos de los textos son buenos, pero dado que -como Bell nos recuerda repetidamente- la grandeza de Dylan hay que medirla en su calidad de escritor y de compositor de canciones, la declaración de que Tempest tal vez será "el mejor desde" Blonde on Blonde anula el momento en que uno vuelve a escuchar Blood on the Tracks. Bell admite que "Tempest", la canción sobre el Titanic que le da título, es uno de los temas más flojos. Si las canciones sobre el trasatlántico son, como afirma Dylan, "el bar por el que hay que pasar", "April 14th Part 1", de Gillian Welch, apunta a una verdad más general: la cantante ha escrito -y cantado- mejores canciones "Dylan" que cualquiera de las cosas que él ha logrado últimamente.
Si esto, a su vez, es una conclusión totalmente inaceptable, incluso herética, sirve para ilustrar algo de la presión interna que forzó a Bell a concluir su relato con una nota tan desesperadamente optimista.