Hasta hace poco, la historia oficial de la ciencia prefería ignorar la presencia de destacadas investigadoras en un pasado no siempre tan lejano. Poco a poco, gracias a los estudios de género, comenzó a reivindicarse la importancia de Marie Curie, Hipatia de Alejandría, Hildegarda de Bingen o Maria Mitchell, pero son muchas las científicas que aún permanecen ocultas y olvidadas, aunque especialistas como S. García Dauder y Eulalia Pérez Sedeño recuperen ahora algunos nombres en Las ‘mentiras' científicas sobre las mujeres (Catarata). Las autoras de este apasionante volumen, que describe falsedades científicas sobre las mujeres y las diferencias sexuales y analizan la invisibilidad de las mujeres en la ciencia, entre otras cuestiones, explican que todo se debe al llamado “efecto Mathilda”. En su opinión, la causa de la falta de reconocimiento oficial sería que siempre se atribuye el éxito o descubrimiento al científico de más prestigio en caso de colaboración, y que, a quien no tiene, se le quitará incluso lo poco que tiene. Los ejemplos -de los que elcultural.es ofrece a continuación sólo una significativa muestra extraída de Las mentiras ‘científicas'... son tan numerosos como sorprendentes.


Agnes Pockels (1862 - 1935) fue una de las grandes pioneras de la química, inventora del método cuantitativo para medir la tensión superficial. Aunque apenas tuvo formación formal, porque en aquella época las universidades alemanas no admitían mujeres, y cuando comenzaron a hacerlo sus padres le prohibieron ir, Agnes pudo estudiar con los libros de su hermano, y desarrolló un dispositivo que le permitía medir la tensión superficial de monocapas de sustancias hidrofóbicas, como aceites y grasas, y anfipáticas, es decir, que poseen una parte soluble en agua y otra que rechaza el agua. Su descubrimiento se publicó en la revista Nature, con el título de “tensión superficial” y en ella establecía las bases de la investigación cuantitativa de las películas superficiales, un nuevo campo cuyo reconocimiento llegó con la concesión del premio Nobel en 1932 a Irving Langmuir, por el perfecccionamiento del dispositivo de Pockles, pero se obvió la invención original.

Nettie Stevens (1861-1912) descubrió que el sexo de un ser vivo depende de un cromosoma concreto. Además de localizar y describir los cromosomas sexuales y su comportamiento, Stevens supo interpretar su función en relación con las leyes mendelianas de la herencia, lo que fundamentó la teoría cromosómica de la determinación del sexo. Publicó su trabajo en 1905, el mismo año en el que Edmundo B. Wilson publicó un artículo de dos páginas en Science en la misma línea de investigación, y en el que explica que sus descubrimientos “concuerdan con las observaciones de Stevens”, lo que sugiere la prioridad de la científica en el hallazgo. Sin embargo, y a pesar de que en su época obtuvo reconocimiento por parte de sus contemporáneos, incluido el propio Wilson, con el tiempo sólo éste fue apareciendo como el descubridor.

Isabella Helen Lugski (1921). Si busca su nombre en las redes, apenas encontrará entradas sobre esta precursora, más conocida como Isabella Karle por el apellido de su marido, el químico Jerome Karle. Según explica Las ‘mentiras' científicas sobre las mujeres “ella desarrolló una serie de técnicas para determinar la estructura tridimensional de moléculas por cristalografía de rayos X, pero el premio Nobel de Química de 1985 se lo dieron a su esposo, y a su colaborador Herbert A. Hauptman, “por sus sobresalientes logros en el desarrollo de métodos directos para determinar las estructuras de los cristales”.

Gerty Cori (1896-1957) se convirtió en la tercera mujer en el mundo y primera en Estados Unidos en ganar un Premio Nobel en Ciencias y la primera mujer a nivel mundial en ser galardonada con el Premio Nobel de Fisiología o Medicina. Sin embargo, su relación con las autoridades académicas y científicas fue un despropósito toda su vida. Aunque colaboró con su marido, Carl Cori, desde su matrimonio en 1920, algunas universidades le ofrecieron trabajo a Carl, pero se negaron a contratarla a ella o le ofrecieron un sueldo insultante (en la universidad de Washington, por ejemplo, le ofrecieron solamente un puesto como investigadora asociada, con un sueldo que correspondía a la décima parte de lo que ganaba Carl). Lo peor, con todo, vendría después: en 1947 la Academia Sueca les concedió el premio Nobel de Medicina por «su descubrimiento del proceso de la conversión catalítica del glucógeno», compartido con el fisiólogo argentino Bernardo Houssay, el dinero del premio, en vez de repartirse entre los tres premiados se dividió en dos, una para Housay y otra para los Cori.

Rosalind Franklin (1920-1958) fue responsable de importantes contribuciones a la comprensión de la estructura del ADN (las imágenes por difracción de rayos X que revelaron la forma de doble hélice de esta molécula son suyas), del ARN, de los virus, del carbón y del grafito. Sin embargo, James D. Watson en su libro “La doble hélice” oscureció la importancia de sus hallazgos causando tanta polémica que tuvo que pedirle perdón y retractarse públicamente. En él, Watson presentaba a Franklin casi como a una “becaria”, a pesar de que tenía el mismo nivel profesional que los otros codescubridores, Francis Crick y Maurice Wilkins, y de que ella fue la autora de la famosa foto que Wilkins “tomó prestada”, y que dió la pista de cómo podría ser la estructura del ADN. Su figura siempre estuvo oscurecida, pues concedieron el Nobel a Crick, Watson y Wilkins cuendo ella ya había muerto.

Lise Meitner (1878-1968). En 1938, Otto Hahn y Frtiz Strassmann hicieron un experimento que consistía en lanzar neutrones lentos sobre uranio. El resultado fue que conseguían bario, elemento casi la mitad de ligero que el uranio. Lise Meitner, que había formado parte de su equipo antes de tener exiliarse por ser judía, comprendió de inmediato que significaba ese hallazgo, que le consultó el propio Hahn: habían logrado la fisión nuclear. Tras una serie de cálculos que comenzaron a garabatear la propia Meitner y su sobrino y colaborador Otto Frisch, explicaron otra serie de detalles del fenómeno descubierto por Hanh y Strassmann, antes de que se hubiera publicado el artículo de estos. Sin embargo, el Nobel de Química de 1944 lo obtuvo sólo Hahn. Un estudio publicado en 1997 por la revista Physics Today concluyó que la omisión de Meitner fue “un raro ejemplo en el que opiniones personales negativas aparentemente llevaron a la exclusión “de un científico que merecía el premio”.
Frieda Robscheit-Robbins (1888-1973) comenzó a colaborar a los veinticuatro años con el patólogo George Hoyt Whipple , con quien trabajó durante más de treinta años, formando conjuntamente todos las investigaciones. Juntos, pues, descubrieron la cura para la entonces enfermedad mortal de la anemia perniciosa, pero el premio Nobel de Medicina de 1934 por ese hallazgo se lo dieron sólo a él, algo que le avergonzó tan profundamente que repartió el dinero del premio con ella y otras dos colaboradoras.

De izqda. a dcha. Sau Lan Wu, Tatiana Ehrenfest-Afanasyeva, Jocelyn Bell y Bärbel Inhelder

Otras científicas postergadas fueron Sau Lan Wu, que formó parte del equipo de Samuel Ting que descubrió una partícula subatómica, por la que Ting (y no ella ni con ella) recibió el Nobel de Fisica en 1976; Bärbel Inhelder, esencial en el campo de aprendizaje y la estructura del conocimiento, especialmente en niños y adolescentes, muchas de cuyas investigaciones fueron realizadas y publicadas con Jean Piaget aunque hoy la fama de éste la haya opacado; Jocelyn Bell, quien mientras hacía su tesis doctoral descubrió los pulsares, aunque el premio Nobel por ese descubrimiento se lo dieron al director de su tesis en 1974 o Tatiana Ehrenfest-Afanasyeva, cuyos trabajos sobre los fundamentos de la física estadística se vieron oscurecidos por haberlos realizados con su esposo, Paul Ehrenfest. La lista es infinita, tan larga como el olvido que ahora, al fin, comienza a disiparse.

El universo de cristal. La historia de las mujeres de Harvard que nos acercaron las estrellas

Dava Sobel Capitán Swing. 366 páginas Sobel, autora de La hija de Galileo o Longitud, narra en este volumen la historia olvidada de las mujeres astrónomos que a finales del siglo XIX trabajaron el Harvard College como "computadoras humanas" para interpretar las observaciones que los investigadores de la universidad realizaban por telescopio. El lector español ya conocía su historia gracias a Las calculadoras de estrellas (Destino), la novela de Miguel Ángel Delgado publicada hace apenas unos meses. En el ensayo, rigurosamente exacto, de Sobel, el pasado no es edulcorado ni suavizado., sino que, guiada por los principios sagrados del ciebtífico, deja que la historia surja de la investigación exhaustiva que documenta. Sobel no condena ni excusa ni halaga, no se deja arrastrar por lo políticamente correcto, ni siquiera analiza los personajes. No interpreta el pasado a través de la lente del presente. El resultado es un relato preciso y sutil sobre un puñado de mujeres mal pagadas, sobreexplotadas pero entusiastas, que amaban su trabajo con la dedicación irreprochable que retrata la autora de este apasionante volumen.

Las 'mentiras' científicas sobre las mujeres

Eulalia Pérez Sedeño y S. G. Dauder. Catarata. 256 páginas Reflejo de la sociedad en la que vivieron, las científicas no pudieron esquivar a lo largo de la historia prejuicios ni olvidos. No hace falta remontarse al medievo y sus dudas sobre la existencia del alma de la mujer: hace unos meses el premio Nobel Tuim Hunt afirmaba que prefería no contar con féminas en su equipo, porque "se enamoran de ti, tú de ellas, y si las criticas, lloran". Este volumen ejemplar en los llamados estudios de género analiza cuidadosamente pasado y presente para desenmascarar las mentiras y olvidos que han rodeado tradicionalmente a las investigadoras. Dividido en cinco capítulos, las autoras ofrecen ejemplos de falsedades científicas sobre las mujeres y las diferencias sexuales (capítulo 1); la producción de ignorancia mediante silencios e invisibilizaciones de las mujeres en la ciencia, como sujetos y como objetos de conocimiento (capítulo 2) ; mediante olvidos, secretos y ocultamientos (capítulo 3); los procesos de invención científica y farmacológica que afectan a las mujeres (capítulo 4) opara terminar con un capítulo transversal que recorre los diferentes sesgos de género que pueden ocurrir a lo largo del proceso de investigación (capítulo 5).

Figuras ocultas

Margot Lee Shetterly. Harper Collins. 432 páginas A mediados de los años 70, cerca del centro de investigaciones Langley, donde los trabajadores ayudabn a revolucionar los vuelos astronómicos y poner a los estadounidenses en la Luna, Margot Lee Shetterly tenía muy claro qué era un científico. un hombre negro, de clase media, y que trabajaba en la NASA, como su padre. Tardó años en descubrir hasta qué punto estaba equivocada. Y para asombrarse con las historias de las mujeres afroamericanas que desafiaron las convenciones sociales y desarrollaron carreras inusuales en la agencia espacial como matemáticas, a menudo bajo las leyes de Jim Crow, calculando las trayectorias cruciales de los cohetes mientras se segregaban de sus homólogos blancos. Su aportación a la conquista del espacio es en gran parte incalculable. Cuatro de ellas son las protagonistas de este libro que ya es un película que opta a los oscars y que ha destruido mucho estereotipos profundamente arraigados. Se trata de Katherine Johnson (Taraji P. Henson) y Dorothy Vaughan (Octavia Spencer), y la ingeniera Mary Jackson (Janelle Monáe), elegidas para ayudar a la NASA a ganar la carrera espacial contra la Unión Soviética, llevando a cabo la misión más atrevida hasta la fecha: poner al astronauta John Glenn en órbita alrededor de la Tierra. En esta misma línea se publica el próximo mes de abril en Estados Unidos Rise of the Rocket Girls, de Nathalia Holt, sobre las mujeres qie trabajaron en los años 40 y 50 del siglo pasado en el laboratorio de propulsión de los jets.

Sabias. La cara oculta de la ciencia

Adela Muñoz. Debate. 368 páginas Catedrática de Química Inorgánica en la Universidad de Sevilla, Adela Muñoz descubre en este volumen la historia de decenas de sabias que, a pesar de trabas y prejuicios, lograron destacados hallazgos, de Enheduana, sacerdotisa, poetisa y astrónoma sumeria que vivió unos 2.300 años antes de Cristo hasta científicas como Marie Curie o Rita Levi. La autora trata de responder a cuestiones asombrosas, como por qué los maestros cerveceros consideran su maestra a la mística Hildegarda de Bingen, o quién fue la súbdita de Felipe II que hizo "un servicio, que pienso es el mayor, en calidad, que cuantos han hecho los hombres". ¿Fue Marie Curie merecedora de los dos premios Nobel de ciencias que recibió? ¿Habría sido posible desentrañar la estructura del ADN sin el trabajo de Rosalind Franklin? ¿Por qué es tan desconocida la mujer que desentrañó la estructura de la penicilina? ¿Qué papel tuvieron las mujeres durante la Edad de Plata que la ciencia vivió en la Segunda República española? Riguroso y ameno, este ensayo reivindica a todas aquellas sabias que tuvieron vedadas durante siglos el ingreso en las universidades y el ejercicio de muchas profesiones que requerían estudios, y que antes habían sido expulsadas de las bibliotecas de los monasterios, donde se refugió el saber durante la Edad Media.