Publicamos Detroit, el relato de J. J. Armas Marcelo ganador del XXXI Premio Barcarola que, a entender del jurado, "evoca la época del cambio democrático en nuestro país a través de una relación amorosa, que aunque ya caduca, parece recuperar, a la manera proustiana".

Hace escasos días, el escritor J. J. Armas Marcelo (Las Palmas de Gran Canaria, 1946) añadía a su extensa trayectoria de galardones, que incluyen el Premio Pérez Galdós de Novela, el González Ruano de Periodismo, el Internacional de Novela Ciudad de Torrevieja o el Francisco Umbral; el XXXI Premio Barcarola, que distinguía su cuento Detroit entre los 773 que se presentaron a competición.



El jurado, formado por José Esteban, Santos Sanz Villanueva, Alicia Mariño, Ángela Vallvey y Juan Bravo Castillo, consideró que el relato "evoca la época del cambio democrático en nuestro país a través de una relación amorosa, que aunque ya caduca, parece recuperar, a la manera proustiana, el tiempo perdido, mezclando para ello, técnicas realistas y de ensoñación poética".



Aquí pueden leer el comienzo del cuento:



V
a verla después de muchos años. Nunca he creído en las casualidades, sino que todos los hechos de la vida de cualquiera suceden gracias a la matemáticas, de modo que ese encuentro tenía que ocurrir en ese instante y allí mismo, en la confluencia de las calles Prim con Barquillo, en Madrid, la ciudad donde los dos habíamos vivido casi toda la vida, donde nos conocimos y tuvieron lugar nuestros amores. A la emoción repentina de la sorpresa siguió un abrazo sincero de alegría en la misma acera del encuentro, antes de decirnos ni una palabra, llevados los dos por la fuerza del recuerdo de la juventud feliz en la que fuimos amantes. Y de nuevo fuimos jóvenes o nos sentimos así, como si jamás nos hubiéramos separado y todos esos años de distancia no hubieran ocurrido.



La había conocido en un momento singular de mi vida, cinco años de la muerte de Franco. Me habían apartado de mi puesto de trabajo por motivos políticos. Era profesor de lengua griega en un instituto de enseñanza media, me habían procesado ante un TOP por la publicación de unos poemas que no le gustaron a la dictadura, me pidieron tres años y un día de cárcel y, mientras esperaba juicio, medía la hipótesis de fugarme a París, pedir el estatuto de refugiado político y asilarme en Francia. El Partido me ayudaría, aunque le debiera ese favor para toda la vida. Saldría de España como un clandestino desde el puerto de Sagunto, en un barco que me llevaría hasta Marsella. Ellos, el Partido, se encargarían de todo. Eran, ellos, el Partido, expertos en esos juegos secretos que nunca fallaban. Cuando se presentaba el problema, ellos, el Partido, lo solucionaban con todo cuidado, lo desarrollaban con serenidad y prudencia científicas y lo resolvían con una certidumbre absoluta. Todo resultaba siempre perfecto y matemático. Se podían contar cientos de episodios épicos de este calibre, de gente que saltaba las fronteras, se iba de la realidad y se esfumaba hasta aparecer exiliado en otro país. Para eso, el Partido, ellos, eran unos profesionales completos de la huida. Pero, mientras esperaba la orden de una inminente entrada en la cárcel de Carabanchel hasta que se celebrará el juicio, daba clases de griego en una academia privada, en un edificio en la trasera de las oficinas de la Telefónica donde se preparaban alumnos de matrícula libre para ingresar en la Universidad a estudiar Filosofía y Letras. Y allí, en mi primera clase, sentada en primera fila del aula, estaba ella: Nathalie. Bellísima, muy atractiva, morena de piel y cabello largo, muy joven, ojos grises, delgada, alta, musa piernas largas cruzadas. Me llamó la atención, sobre todo, su atención a mis clases.



Uno de esos días, me atreví a decirle lo que estaba pensando desde la primera clase, quédate al final, vamos a tomar un café abajo, si tienes tiempo, le dije. Tomamos varios tragos de ginebra con tónica, hablamos, nos reímos, nos tocamos como distraídos, con una música de jazz al fondo de nuestra conversación. Le resté importancia al juicio, pero añadí que tal vez me metan en la cárcel hasta que se celebre, le dije, y ella puso un rostro de asombro, se llevó una mano a la boca, con un gesto de susto. ¿A la cárcel?, me contestó con voz dramática. Entonces era, aunque común, que el régimen de Franco se fijara en ti, entrar en la leyenda circunstancial de la gente que nos conocía. En ciertos círculos serías rechazado, en otros endiosados. Ella me endiosaba con sus gestos en esos momentos y yo se lo recordé al reencontrarnos tantos años después, sentados a una mesa, en el interior de la Cafetería Rocafría, en la misma calle Barquillo, con un par de ginebras con tónica
.



Continúe leyendo aquí el relato Detroit, de J. J. Armas Marcelo