Ryan Gosling y Ana de Armas en una imágen de Blade Runner
El estreno mundial de Blade Runner 2049 (octubre) será todo un acontecimiento. Por eso Minotauro reeditará en España, con prólogo de Vigalondo, la novela en que se basó la primera parte, y por eso ofrecemos nosotros este recorrido por el mejor y más libérrimo Philip K. Dick: el de los años 60.
Incluso un ensayo de Jonathan Lethem, el más apasionado y bienintencionado defensor vivo del autor, apenas roza la superficie. Nos dice que Dick es un poco como Dostoyevski, un poco como Robert Altman, un poco como Bob Dylan. Intentar distinguir al autor entre este mosaico de apreciaciones es como querer ver a alguien que llevase el "traje mezclador" de la novela de Dick Una mirada a la oscuridad. Uno no ve más que un conjunto cambiante de características que se añaden a una mancha difusa. En todo caso, como él mismo escribió, un aplauso para esa mancha difusa.
Un vistazo a sus novelas publicadas en los sesenta obliga a considerarlo basándose exclusivamente en lo que escribió. Uno se enfrenta ahí a El hombre en el castillo, la novela más cuidadosamente imaginada y de más resonancia del autor. Publicada en 1962, la acción tiene lugar en una realidad alternativa en la que las potencias del Eje han ganado la Segunda Guerra Mundial. En lugar de centrarse en las maquinaciones del régimen nazi, El hombre en el castillo -recientemente convertida en serie de televisión por Amazon- se interesa más por un puñado de estadounidenses corrientes cuyas vidas serían, con toda probabilidad, igual de prosaicas y solitarias si los aliados hubiesen salido victoriosos.
Los personajes sospechan que no estaba previsto que la historia se desarrollase así, y no pueden animarse a participar en un mundo en el que la flecha del tiempo apunta invariablemente a su insignificancia: "Entonces, ¿por qué luchar?", escribe Dick.
El novelista provoca y mortifica a sus personajes con insinuaciones de un Estados Unidos en el que las apariencias superficiales no dicen nada sobre la verdad oculta de una cosa o una persona; en el que un vendedor de plásticos sueco es un espía alemán, el reloj de Mickey Mouse es un artefacto inestimable, y "la palabra ‘falso' en realidad no significa nada porque la palabra ‘auténtico' en realidad tampoco significa nada". Y si bien la culpa no se puede erradicar del alma humana, se puede canalizar de maneras nuevas y mejores; incluso en objetos tan modestos como piezas de joyería a las que un personaje denomina "la nueva vida de mi país".
Philip K. Dick sabía que había escrito una de las novelas expresionistas estadounidenses de alienación y desencanto que perdurarían en el tiempo, cuyas inmediaciones no son más disparatadas que la mansión de un nuevo rico en West Egg o el despacho de un columnista consejero de tres al cuarto con complejo de Jesucristo.
El espíritu de Miss Lonelyhearts también planea sobre Los tres estigmas de Palmer Eldritch, la novela de Dick publicada en 1965. La verdadera historia detrás de su estrambótica parafernalia es la de dos aspirantes a mesías rivales a los que les falta la voluntad para ser unos salvadores como es debido. El primero es Palmer Eldritch, un vendedor ambulante con espíritu empresarial -imagínense a Donald Trump con dientes de oro- que ha descubierto una droga que supera a Can-Di, un sacramento profano que atrapa a quien lo consume en un mundo ilusorio que Eldritch puede controlar, más o menos. El otro es Barney Mayerson, un vidente que predice que podrá acabar con los planes de Eldritch, pero solo si sacrifica su propia vida.
Batiéndose con la idea de un Dios incapaz de redimir al hombre y de un hombre que tal vez no merezca la redención, el Philip K. Dick de esta novela es mucho menos optimista que el autor de El hombre en el castillo. Mientras que uno de los protagonistas de esta última declara con valentía que "tiene que seguir adelante", los personajes de Los tres estigmas de Palmer Eldritch solamente pueden hacerse eco del suspiro de resignación de Barney Mayerson: "Es esto o el vacío".
En 1968 Dick público una de sus obras más célebres: ¿Sueñan los androides con ovejas mecánicas?, en la que el lector se ve envuelto en una atmósfera herrumbrosa marcada al ácido. La novela nos regala la fascinante historia de un cazarrecompensas que persigue androides que se creen humanos. Sin embargo, toma de Palmer Eldrich la idea de un falso mesías propagada a través de la tecnología, y mientras corre contra un invisible cronómetro para contar su historia, rara vez se detiene lo suficiente como para hacer ninguna observación perdurable. Yo por mi parte prefiero El hombre en el castillo o Los tres estigmas de Palmer Eldrich, aunque es cierto que ¿Sueñan los androides con ovejas mecánicas? tiene el mérito indudable de habernos proporcionado la fuente material para Blade Runner, la más memorable de las películas basadas en la obra de Dick.
Me gusta un éxito tardío menos aclamado, Los simulacros (1964). Y sobre todo Una mirada a la oscuridad, la fantasmagoría suburbana de 1977 alimentada por las drogas que el autor concluyó con una dedicatoria a todos los amigos que perdieron sus cuerpos, sus mentes y sus vidas por entregarse al consumo de estupefacientes. Junto con El hombre en el castillo y Los tres estigmas de Palmer Eldritch, se erige en testimonio final del verdadero precio de ser un héroe para los desafectos, escrito antes de que Robert Crumb y Richard Linklater pudiesen convertir su obra en cómics, y antes de que un laboratorio de robótica pudiese construir un androide a semejanza suya (y luego perder su cabeza). Ahora que Philip K. Dick ha traspasado el umbral del tiempo, ojalá las futuras generaciones cuiden de él mejor de lo que lo hizo él mismo, y ojalá se ocupen de su legado con más atención de lo que lo hemos hecho nosotros.