El lector que decida adentrarse en el territorio Ishiguro por su novela más célebre y popular, Los restos del día, bien podría reducir al autor a una suerte de aventajadísimo discípulo de Henry James. Al fin y al cabo la historia del mayordomo que se mantiene fiel a un mundo que le oprime y da sentido a su existencia, el de la aristocracia inglesa, parece encajar bien en el modelo que James descubrió y exploró: el narrador, sensible y agudo, que no termina de entender lo que está sucediendo a su alrededor y que, al verse desbordado por los hechos narrados, exige, más que invita, al lector a completar el cuadro, y a éste no le queda otro remedio que decidir por sí mismo qué ambigua relación mantiene el personaje con los hechos: si no termina de entenderlos, si los oculta, si se engaña o nos miente. Toda la aventura proviene aquí de un desajuste.
Ciertamente, Stevens, el mayordomo, pertenece a la misma estirpe que la niña Maisie o la institutriz de Otra vuelta de tuerca, pero si observamos con más atención el cuadro veremos que Ishiguro está proponiendo bajo este ropaje jamesiano otra clase de juego. Stevens no es solo un criado que participa sin terminar de entender el juego de hipocresías de la aristocracia inglesa, es el testimonio (como esas especies de pájaros que fueron capaces de pasar del Eoceno al Paleoceno) de su hundimiento; pero Ishiguro no le permite limitarse a ser el depositario de toda la nostalgia hacia un mundo desvanecido a lo Zweig o a lo Sebald. En una operación de refinada crueldad el "viejo mundo" no solo muere sino que se revela como un espacio agusanado que acusa retrospectivamente todos los valores que le sostenían como mentiras criminales. Este es Stevens: el hombre que se aferra a las ideas de honor que vertebran su vida cuando ya solo pueden ofrecer arrepentimiento y vergüenza.
El mismo esquema operativo guía la mejor novela japonesa de Ishiguro, Un artista del mundo flotante, donde un hombre que había concitado todos los honores se convierte tras la derrota de Japón y la estigmatización de los valores precedentes en el principal obstáculo para casar a sus hijas. ¿Qué padre aceptaría convertir en el suegro de su hijo a un hombre que solo puede proporcionarle vergüenza? Las principales destrezas narrativas de Ishiguro proceden de la exigencia de mostrar cómo se degrada un sistema de valores: ha tenido que convertirse en un maestro de la ambigüedad, de la escena que cambia de sentido doscientas páginas después, y de la gradación en el desvelamiento del horror.
Las dos novelas de madurez de Ishiguro abandonan la inversión de los valores y el ajuste de cuentas moral para centrarse en el desvelamiento. De lo que aquí se trata es de que los personajes atraviesen el mundo de sombra en el que confían vivir hasta alcanzar la luz de una comprensión que les abrasará y dejará al lector desconsolado. La crueldad de Ishiguro en estas dos novelas, que ya va siendo hora de nombrar, alcanza niveles de precisión y profundidad alucinantes, y al mismo tiempo las sentimos justas y exactas, ajenas por completo a la exhibición o al esteticismo. Nunca me abandones trata de averiguar lo que verdaderamente "son" un grupo de personajes, y Cuando fuimos jóvenes trata de lo que "puede" hacer el protagonista.
La primera admite leerse como una desoladora y emocionante alegoría de la depredación entre clases sociales y del escándalo existencial que conlleva descubrir lo sencillo que resulta reemplazarnos. La segunda narra, por decir algo, el empecinamiento de su protagonista por propagar el bien y la justicia, y cómo esta cruzada le irá introduciendo en un laberinto de autoengaño y locura que podríamos llamar kafkiano de no ser porque aquí la parábola tiene una intención casi opuesta. Allí donde Kafka está interesado en construir sistemas de pesadilla que sentimos muy cercanos y concernientes pero que no revelan jamás sus claves interpretativas (parecen diseñados para no dejarnos salir nunca a las sosegadas praderas de la comprensión inequívoca), las pesadillas y ambigüedades de Ishiguro se resuelven en una interpretación nítida, clarísima, sin restos de ambigüedad: y que nos arroja a un mundo tan oscuro que desearíamos no haber resuelto jamás los enigmas. El verdadero precursor de los personajes de Ishiguro es el Edipo de Sófocles.
De las grandes novelas de Ishiguro queda por comentar Los inconsolables, pero algunos pocos libros son tan enigmáticos, tan sagaces, tan desafiantes e incalificables que es mejor invitar al lector a que los descubra por sí mismo. Ojalá le sirvan de algo las claves diseminadas en este artículo.