La levedad
Catherine Meurisse
22 diciembre, 2017 01:00No compartía la burla fácil de la que hacían gala para poner en solfa las creencias religiosas de todo signo, o, por ejemplo, el dolor humano que aquí y allá sacude nuestro planeta en forma de hambrunas, guerras o catástrofes naturales. Ni me parecía tampoco que el calificativo de anarquistas del que se reclamaban, siguiendo una tradición provocadora netamente francesa, fuese la mejor etiqueta para definir su renuncia a cualquier principio ético, contradiciendo una moral que fue vertebradora de la gran acracia histórica. Pero El Mal los había convertido en mi gente sin necesidad de proclamar "Je suis Charlie" o de blandir un lápiz de grafito en mi mano alzada.
Así las cosas, la reciente obra de Catherine Meurisse me producía también otra clase de recelo: el encontrarme con una más de esas infinitas novelas gráficas que no aportan nada a la narrativa del medio pero que son recibidas con un general alborozo, generalmente entre los periodistas, por abordar una situación política o personal, habitualmente singular o dramática, que se vale de los resortes lingüistícos de la historieta mediante una gran pobreza o desconocimiento de los mismos. Novelas gráficas, en suma, que podían haber sido un reportaje escrito exento de dibujos.
No es el caso de esta joven seguidora del maestro Wolinski, uno de los asesinados en aquella redacción, que le dijo en una ocasión a su esposa que, al morir, quería ser incinerado y que arrojara sus cenizas al inodoro para poder seguir viéndole el culo después de muerto.
Meurisse, que se salvó de la matanza porque aquella mañana no le sonó el despertador, nos conduce por el proceso de disociación que le produjo aquel shock, anestesiada emocionalmente, y parcialmente amnésica, cuestionándose el sentido de su quehacer tras la tragedia, y buscando volver a despertar sus sentidos merced a la búsqueda de la belleza, tanto la asociada a sus paisajes de la infancia, como a la lectura de Proust, o al imperecedero legado de arte que puebla Italia. Persigue, así, la magdalena proustiana o el síndrome de Stendhal como el mejor reactivo terapéutico para abandonar el caos en que anda sumida y recuperar la fértil levedad.
La poética de ese tránsito está lejos, sin embargo, de caer en la ñoñería con que a menudo historietas de temática similar abordan aspectos trágicos de la existencia. Y ello es gracias, por un lado, a la indignación que a ratos la saca de su parálisis y, sobre todo, a un humor, marca de la redacción en la que llevaba diez años trabajando (la primera mujer en conseguirlo), que la impulsa a poner cierta sordina y distancia a su padecimiento y a las muestras de solidaridad que recibe. Es paradigmático, en ese sentido, el momento en el que el terapeuta que la trata le dice: "Cuando esté re-asociada lo contará todo en una novela gráfica".
Pero es que además Meurisse utiliza el color (excelentes sus citas de Rothko) y algunas soluciones gráficas con una gran habilidad para subrayar el desconcierto que nace de ese encuentro con unas fuerzas de la sinrazón que, precisamente por lo ajenas que resultan a nuestra escala de valores, se nos aparecen como imposibles de ser interpretadas por la menor lógica.