Manuel Vilas. Foto: Columna Villarroya

Alfaguara. Madrid, 2018. 387 páginas, 18,90 €, Ebook: 9,99 €

Investigando la biblioteca personal de un escritor heterodoxo, lateral y misterioso de la segunda mitad del siglo XX, fui a dar con un autógrafo de Manuel Vilas (Barbastro, 1962). Vilas había obsequiado a ese autor con un ejemplar de su poemario El cielo, y en la primera página constaban a mano su agradecimiento por una gestión que ya ni él recordará en qué consistió y estas palabras tan amables: "En El cielo de Vilas hay habitaciones reservadas para mi amigo C. S.". La biblioteca personal de C. S., hoy que C. S. está muerto, ocupa una sala abierta al público en las dependencias municipales del pueblo de su infancia. Somos pocos quienes la visitamos. Si arranco estas líneas contando la anécdota del autógrafo de Vilas es por capricho, desde luego, pero se trata de un capricho oportuno. En primer lugar, porque Manuel Vilas es un autor tan heterodoxo, lateral y misterioso, que tiene sentido entender su tradición como igualmente extraña, lateral, inventada. En segundo lugar, porque la nueva novela de Vilas, Ordesa, está construida como una sucesión levantisca de momentos que ya nadie recuerda y sin embargo merecen una Reserva Premium en el particular cielo del narrador. Y en tercer lugar, porque ese autógrafo, al revelar una conexión tangible entre M. V. y C.S ., me llevó de la mano hasta una revelación bastante hermosa, y creo que exacta.



Mientras estuvo vivo, C. S. protagonizó algunos episodios de escritura automática ultratúmbica: su mano cobraba voluntad propia y se ponía a escribir con caligrafía ajena unos mensajes firmados por Jorge Luis Borges, por Papini, por Quevedo. Una tarde, le rogué a C. S. que me mostrara alguno de esos papeles; los había destruido casi todos, pero se avino a compartir el último, una comunicación que le había dirigido su novia de toda la vida. El documento era cuanto menos curioso: presentaba una letra asombrosamente distinta a la suya, y el bolígrafo no se separaba del folio ni un momento, dejando un rastro lineal en cada cambio de renglón. Todas las frases, que ya no recuerdo con exactitud, estaban marcadas por el signo de la paradoja. Por ejemplo, algo así: "Desde donde estoy no puedo veros, aunque os veo siempre"; o bien, "no cuidándote, cuido bien de ti".



He pensado en todo esto a cuenta de Ordesa porque esos eran mensajes fantasmagóricos, muertos dirigiéndose a un vivo. Y por excéntrica que resulte esta práctica mediúmnica, es evidente que estamos hablando de literatura: he aquí un modo de convertir en estilo y tono la relación de un individuo con la memoria. Ordesa, de Manuel Vilas, también es una comunicación de fantasmas.



Entendámonos: Ordesa es un libro de memorias. Si me preguntan qué nos cuenta Vilas, lo explicaré así: que añora a sus padres, que se pregunta por su familia, que se ha divorciado y tiene dos hijos, que es escritor y un día morirá. Nada más. Bueno, sí, algo importante: que vive en España, un país terrible y digno de ser amado que cabe en un Seiscientos. En estas páginas, el autor se dedica a recordar todo aquello que estuvo vivo y ya no lo está: sus padres, los objetos que caracterizaron la vida de esos padres, la España de los sesenta y la de los setenta, su propio matrimonio, las borracheras e infidelidades que lo condenaron a acabar en divorcio… Pero a menudo, Ordesa parece la comunicación desatada, paralela, salvaje, arracimada y tierna del fantasma futuro de Vilas. Porque si el tiempo no es más que una ilusión persistente (esa cita-cliché de Einstein), y si los fantasmas son negaciones de la linealidad del tiempo, ¿por qué no podría hablarnos en estas páginas, lectores de 2018, el fantasma de Manuel Vilas que algún día se le aparecerá a sus hijos?



Las paradojas de Vilas, tan hermosas; sus hipérboles, que convierten toda materia pequeña y contingente en el campo de batalla de la eternidad y lo divino (sin que esa materia deje de ser una mota de polvo); su sonrisa y su tristeza. Todo eso se justifica porque el escritor escribe desde donde no nos ve pero nos ve siempre, desde donde no nos cuida y así cuida bien de nosotros.



Adviertan que el autor de estas líneas se está dejando llevar por el torrente sideral que es el universo de Vilas, y está escribiendo en un tono y un estilo que no solo no es académico, sino que a duras penas pasará por periodístico; créanme si les digo que ese dejarse llevar es deliberado y parte de mi juicio crítico. Es mi forma de decirles que Ordesa es irresistible y que su prosa está habitada por un espíritu, atrapado en esta cita: "Porque la vida social y la familiar y la vida laboral y la vida sentimental dan igual, son un invento que se descubre con la muerte. Por eso escribo así". También estoy diciendo que las hojas cubiertas de palabras de muertos que rellenaba C. S. y las mil correspondencias y señales secretas que Vilas colecciona vorazmente en Ordesa caben en esta otra cita: "Nunca hubo ningún mensaje. Todo ocurría en mi cabeza. Solo en mi cabeza". Así son las mejores historias de fantasmas.



Pocas veces he visto tan bien escrita en nuestra literatura reciente la enorme belleza y aridez que caracterizan las relaciones entre un hijo y sus padres. O al revés, las de un padre con sus hijos. Es todavía más infrecuente encontrar una prosa que logre hablar de política (de Política, no de cortesanía o contingencias) de un modo tan imaginativo, indirecto, artístico: las páginas que se recrean en la comida de recepción del Premio Cervantes por parte de Juan Goytisolo, con la presencia de Felipe VI y Letizia son, en este sentido, imprescindibles, y afianzan la insobornabilidad de España como tema en Vilas. Al fondo, una divisa explícita: "Conciencia de clase es lo que no debe faltarnos nunca". Luego, está ese modo tan cotidiano y compartible en que los objetos son portadores de tristeza y finitud en este libro de Vilas: acongojan las corbatas, las facturas, los muebles, las camas sin hacer. Todo transmite el mensaje desolador e inevitable, pero paradójicamente (insistamos) consolador, del paso del tiempo.



La portada del libro recoge con mucho acierto el color amarillo que recorre estos ciento cincuenta y siete capítulos breves: es importante. Para empezar, porque hay una tradición literaria española muy determinada en torno a lo amarillo como final, tiempo, melancolía. Y sobre todo, porque es la primera de muchas pruebas que nos confirman que, bajo su torrencialidad arrebatadora, Ordesa presenta la vocación de decir algunas cosas muy concretas, lúcidas e irrebatibles. O quizás este libro sea solo una invitación a bailar hasta el final del amor. Popular y al mismo tiempo arriesgadísimo como Lope (quien tal vez se le apareciera a C. S., quién sabe), Manuel Vilas ha escrito algo inolvidable.



@Nadal_Suau