José de Madrazo: Fernando VII, a caballo, 1821.
Como resume el subtítulo de este libro, Fernando VII fue un monarca deseado y detestado a la vez. En concreto, fue más deseado que detestado por sus coetáneos, pero el paso del tiempo ha decantado el juicio mayoritario hacia la reprobación. Hoy ocupa en la memoria colectiva y en la historiografía un lugar destacado en la galería de villanos de nuestra historia. Este hecho condiciona cualquier acercamiento a su figura y de ello es muy consciente Emilio La Parra (Cuenca, 1949), reconocido especialista que ya había biografiado a otro personaje de la misma serie de políticos con mala imagen, Manuel Godoy (Tusquets, 2002).Definido como desconfiado, disimulador, cruel, vengativo, muchas son las sombras que se proyectan sobre Fernando VII y que aparecen bien analizadas en el libro. Fue capaz de destronar a su padre para acabar con el odiado Godoy y entregó la corona a Napoleón, a quien felicitó en reiteradas ocasiones por sus victorias contra los españoles; en 1814 ignoró los sacrificios de la nación para luchar por su independencia, derogó la Constitución y persiguió con saña a los patriotas liberales que todo lo habían hecho en su nombre; fingió aceptar esa Constitución en 1820, pero colaboró cuanto pudo para acabar con ella amparándose en un ejército extranjero; usó mano de hierro contra la disidencia tanto liberal como ultrarrealista y, por fin, su legado consistió en una guerra civil larga y desgarradora. Todo estos bandazos políticos, promesas traicionadas y cambios oportunistas pesan sobre su figura pero, no debemos olvidarlo, le permitieron sobrevivir al irresistible primer Imperio francés y una fase virulenta de revoluciones y conflictos internos.
"Fernando VII fue un rey imaginado", asevera La Parra, es decir, fue el deseo de los españoles el que lo conservó en el trono, porque se lo representaron de un modo muy distinto de lo que era en realidad. El biógrafo sostiene que la imagen del monarca inocente, virtuoso y cautivo, acuñada durante la Guerra de la Independencia, perduró después de 1814 y, aunque fue perdiendo fuerza con los años, se mantuvo al menos en amplios sectores populares. Fue así por la necesidad de reforzar la causa nacional y patriótica, y fue tan intenso ese voluntarismo colectivo que los constitucionalistas de Cádiz nunca cuestionaron la monarquía que encarnaba e, incluso, los liberales que vieron cómo en 1814 Fernando daba un golpe de Estado y derogaba la Constitución, se resistieron a acusarlo personalmente y culparon de su felonía a malos consejeros reaccionarios. Solo la cárcel y el exilio que sufrieron por sus ideas de progreso les fueron sacando de su error. También los ultrarrealistas mantuvieron mucho tiempo su fe en el rey, hasta que comprobaron que Fernando VII recelaba de ellos y no los colocaba a su lado cuando terminó el Trienio; por eso empezaron a mirar a Carlos María Isidro. Pero al margen de los más comprometidos políticamente, la mayor parte de la población siempre quiso (o mejor dicho siempre quiso querer) al soberano idealizado que había quedado fijado en su memoria. Así se lo mostraron al rey en numerosas ocasiones, asegura La Parra, con gestos de sometimiento y servilismo a su persona que chocan hoy en día.El libro de La Parra nos lleva a poner en tela de juicio la idea de que Fernando VII era un nostálgico del Antiguo Régimen que pretendía un retorno al pasado anterior a 1808
Además, Fernando se preocupó mucho de su imagen pública. Se mostraba entre sus súbditos con frecuencia, asistía a espectáculos populares, como las corridas, hablaba con la gente común rompiendo la distancia entre monarca y súbditos, al menos en apariencia. Todo ello contribuyó a fomentar la imagen de cercanía y sobre todo revela una manera de relacionarse con el pueblo que se parece a eso que hoy denominamos populismo, término impropio aplicado a esa época, pero que nos ayuda a entender la particular concepción del poder y la fórmula pragmática para conservarlo que aplicó Fernando VII. Porque la lectura del libro de La Parra nos lleva poner en tela de juicio la idea de que Fernando VII era un nostálgico del Antiguo Régimen y que todas las decisiones adoptadas en su reinado pretendían un retorno sin más al pasado anterior a 1808. Esta interpretación no explica algunos comportamientos suyos, en particular la manera de gobernar en la última década de su vida, que le hizo ganarse la enemistad de los ultrarrealistas hasta desembocar en una guerra civil larvada. Si los liberales acabaron por entender que su gran enemigo era el rey, los absolutistas coincideron finalmente con ellos en eso.
Desde su época de príncipe de Asturias, Fernando es un conspirador que promueve sucesivos golpes de Estado contra Godoy y los reyes Carlos IV y María Luisa, como manera de hacerse con el poder, y no tiene reparos en buscar la peligrosa connivencia francesa para legitimarse. Incluso, en el bochornoso episodio de las renuncias de Bayona, no se percibe en él ni el más mínimo atisbo de sentido de la responsabilidad histórico-dinástica.
Los giros políticos constantes, los cambios institucionales, todo nos induce a pensar que Fernando VII fue ante todo un eficaz posibilista, un superviviente
Luego, después del golpe de fuerza que en 1814 abroga la Constitución, aun cuando aparentemente restaura el orden anterior, puesto que su estilo de gobierno no restablece el equilibrio entre instituciones y la corona característico de la monarquía antiguorregimental, sino que inaugura un estilo de gobierno basado en el control de todos los asuntos apoyado en unos pocos colaboradores fieles a su persona, una manera de ejercer la autoridad que no respeta la tradición porque prioriza sobre otras consideraciones la conservación de la integridad del poder en sus manos y la venganza contra cualquier forma de disidencia, antigua o moderna. Esa misma actitud se le observa al soberano durante el Trienio Liberal y es más que evidente en la década final de su vida. Porque si los liberales y sus ideas fueron víctimas evidentes de la represión fernandina, no persiguió menos a los ultrarrealistas e incluso a los viejos nostálgicos de la caducada Ilustración, una minoría que todavía pensaba en una política reformadora moderada, a todas luces superada por los acontecimientos. Los giros políticos constantes, los relevos de personas, los cambios institucionales más aparentes que eficaces, todo nos induce a considerar que Fernando VII fue ante todo un eficaz posibilista, o un superviviente que superó todos los obstáculos (no fueron pocos) y supo adaptarse a las circunstancias cambiantes de un tiempo complejo. Sin más principios que su propia conservación, aceptó la vida lánguida de Valençay mientras los españoles morían por él, sin hacerse ilusiones sobre un futuro retorno al trono. Pero cuando se percató de que podría volver con todo el poder, no le tembló el pulso para forzar el orden constitucional y no escatimó sacrificios ajenos para preservarse en el trono durante veinte años.
En suma, la biografía de La Parra es un serio trabajo a la vez de síntesis y de investigación, que recoge lo sabido hasta ahora y le añade documentación que esclarece etapas menos conocidas (por ejemplo, los años 1808-1814 en Francia). De sus páginas surge un Fernando VII no menos sombrío que el que ya conocíamos, pero ahora disponemos de más elementos para entenderlo.