Con un lenguaje metafórico hecho de volcanes, bosques, ruina urbana, pesadillas digitales, espectros lacanianos, modulaciones posh-ecuatorianas y sexualidad menstrual, Mónica Ojeda (1988) redobla en Mandíbula la apuesta incómoda, valiente y contemporánea que supuso Nefando (Candaya, 2016). Sobre su anterior novela escribí: “Si el sexo es una cuestión metafísica según la narradora, en estas páginas la pregunta metafísica tiene que ver con la relación que el propio ser guarda con los otros, pero también con la relación que el lenguaje guarda con uno, con la propia memoria, con los propios traumas”. Sólo harían falta leves ajustes para aplicar esa intuición a Mandíbula, sin que eso signifique una repetición de esquemas: de hecho, esta nueva novela está más perfilada todavía en términos narrativos, con una estructura compleja y lábil que compone un thriller impecable: desasosegante, atmosférico, misterioso como una posesión dirigida por el Rob Zombie de Lords of Salem (esto ya lo dije acerca de un relato de Mariana Enriquez, y quizás no sea desacertado repetir referencia). Uno de los personajes del libro teoriza sobre la diferencia entre una novela “de” terror y otra “sobre” el terror, pero Ojeda demuestra que ambas variantes son compatibles.
Partiendo del acierto de sus tres localizaciones espeluznantes (un colegio del Opus, elitista y anglicista; un edificio abandonado y acechado por un cocodrilo, pura ambientación de videojuego; una cabaña en el bosque, donde dicta la tradición que convoquemos a los demonios y a las madres telúricas), Mandíbula se construye sobre todo a partir de tres personajes: Fernanda y Annelise son dos adolescentes caminando en numerosos filos, y Clara es su nueva profesora de literatura. ¿Qué une a las tres? Una relación con la madre consciente, compleja, oscilante entre la mímesis, el rechazo, la fatalidad. Pero también el dolor y el miedo: este último es el verdadero hilo constante de todo el libro, asociado a formas de conocimiento… Y de escritura. Fernanda y Annelise mantienen una relación que obliga a poner en juego varios calificativos, entrecruzados bajo el misterio de la adolescencia: amor, sexualidad, lealtad y deslealtad, construcción de la otra, violencia.
Que la adolescencia es un territorio fascinante habitado por encarnizadas dudas identitarias y morales es cosa sabida. La maestría con que Ojeda lo convierte en literatura es impresionante, e incorpora además el paisaje real de la adolescencia de hoy, desde la mitología creepypasta a los comportamientos extremos menos visibles en las aulas (pero existentes y reales).
Una propuesta tan inteligente (y al mismo tiempo, tan absorbente y “divertida”) como Mandíbula se abre con un abanico de citas que podrían valer como mapa conceptual de la narración, todas pertinentes y parte activa de la lectura: Poe, Melville, Lovecraft y Shelley, pero también Lacan y Kristeva y Bataille, más Panero o Guerrero: ese mapa recoge una orografía mental que integra a la familia como una forma de destino, pero siempre acaba diluido en el color blanco del vacío, la muerte, la pureza sin sangre imposible.